LA INQUIETUD DEL ERMITAÑO
En el fondo del alma de los hombres existe un lugar donde casi nadie logra acceder. Ésta es la razón por la que frecuentemente tenemos la impresión de que los pensamientos que acuden a nuestra mente o las palabras que pronunciamos en una conversación surgen de la nada; aparecen como por arte de magia en nuestra cabeza y en nuestros labios frases que tenemos la sensación que no hemos pensado nosotros. Sin embargo, nos identificamos con ellas como si fueran nuestras, suponemos que forman parte de nuestro ser. Incluso, en ocasiones, seríamos capaces de dar la vida por defenderlas. Por defender nuestro derecho a pensar y a opinar.
Esos pensamientos, esas opiniones que no sabemos dónde nacen, tienen la fuerza de lo inexorable: no podemos cambiarlos. Aparecen, están, súbitos, ahí; y, antes de que los hayamos analizado mínimamente, ya los hemos proferido. Incluso, lo que ahora voy escribiendo, nace en la pantalla del ordenador antes de haberlo sometido a cualquier proceso crítico. Ahora bien ¿quién debería ejercer esa crítica? ¿Dónde habita ese mago invisible que dicta mis pensamientos?.
Resulta, entonces, que existe un lugar en el alma de todo hombre, de todos nosotros, que desconocemos. Un espacio que no alcanza la vista, ni el oído. Un espacio fuera del Espacio, quizás. Es como si estuviéramos habitados por un desconocido que nos utiliza para que pronunciemos sus opiniones. Somos su marioneta, su robot, su siervo.
Claro, que me diréis: “pero, hombre de Dios, tu eres ese desconocido: nadie te habita, eres tú, tú mismo. Lo que ocurre es que no te conoces a ti mismo". Ya lo aconsejaba Sócrates “conócete a ti mismo”, pues es obvio que nadie se conoce a sí mismo y a los filósofos les gusta proponernos cosas difíciles.
Así, pues, construyo este discurso que ahora estáis leyendo sin saber lo que voy a decir, pero que he de suponer constituye mi opinión. “Hay, en el fondo de las almas de los hombres, un lugar al que casi nadie logra acceder”. Pues bien, puedo pensar (pensar: ¿qué es eso?) que yo soy eso y ése que desconozco.
Pero ¿y si no lo fuera? Y si realmente estuviese habitado por otro. Como en esas películas donde los extraterrestres ocupan cuerpos humanos de los que se han apropiado subrepticiamente. Como el ermitaño, habitaría en mí un parásito que, a su vez, me permitiría creer que pienso, que son mías las palabras que utilizo para existir, para sobrevivir como hombre en medio de los hombres.
En ese caso, lo que ahora aparece en la pantalla del ordenador –lo que tú, lector, estás leyendo- son las palabras de ese parásito que está intentando explicarse a sí mismo su existir. Porque él –en caso de ser así las cosas- también es un prisionero. Bueno, quizás no; quizá pueda cambiar de cuerpo a voluntad. Esa idea me inquieta.
Mi ermitaño se va, vale. ¿Eso significará mi muerte? A primera vista, eso parece: los muertos, antes de nada, dejan de hablar. Aunque podría ocurrir que otro ermitaño sustituyera al que se marcha… ¿por eso soy tan dado a cambiar de opinión?
Todo esto es un lío. Si alguno de vosotros ha estado en ese lugar oculto donde nacen las palabras, por favor, que me diga algo; que me saque de esta inquietud, de esta angustia que me posee y me aniquila.
Por favor, lo pido educadamente, como un buen filósofo. Como buen ciudadano, si queréis, o buena persona…
¿O es mi ermitaño el filósofo, el ciudadano, la buena persona que os está pidiendo auxilio?
Joder, no hay manera de aclararse con este asunto del nacimiento de las palabras y de las ideas. ¿Quién eres tú que llenas la pantalla de mi ordenador de letras y de frases de terrible y oscuro sentido? ¡Márchate! ¡No! No te marches por favor… ¿Tú eres yo? Ay.
Decidme, decidme algo, amables, terribles, buenos, turbios lectores. ¿Quiénes sois vosotros, eh? ¿También sufrís de esta ceguera, de esta ignorancia de no saber quiénes os habitan o quiénes sois?
¿Sabéis? Me planteo borrar todo lo que hay en la pantalla del ordenador. Lo señalo y le doy al “suprimir”, y ya está: es como si nunca hubiera existido. Como si yo me suicidara llevándome al otro conmigo a la nada.
¿Y si el otro soy yo?
¿Y si es el otro quién, para salvarse, me impide borrar estas palabras?
No sé por qué, pero voy a colgarlas en Internet.
Algo en mi interior exige perpetuarse. Y no puedo oponerme a sus designios: por eso estás tú, lector, leyendo ahora este discurso.
Y no puedes hacer nada para ocultárselo a tu propio ermitaño ¿no crees?.
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