martes, 6 de diciembre de 2011

ULTIMA ESCENA DE UNA MONJA

(Unos afirman que los agnósticos estamos más cerca de Dios que del Ateismo. Personalmente, tiendo a pensar lo contrario. Aunque cuando se me presentan escenas como esta, dudo. A vosotros, amigos míos, ¿qué os parece?)
ULTIMA ESCENA DE UNA MONJA


Le duelen los huesos. A pesar de todo, se arrodilla y reza con las manos  cruzadas y los brazos acodados sobre la cama. Llena eres de gracia, hoy lucía un  sol esplendido, regalo del Señor, se dice. Tras ella, junto a la puerta, una bolsa de plástico se apoya en el zócalo descolorido de la pared. Se concentra en la oración para no sentir cómo se le clavan las rodillas en la deshilachada alfombrita. Dios también le manda ese dolor de huesos, que es un sol que ilumina su humildad porque le recuerda la efímera condición humana. Ruega por nosotros, pecadores, se adelanta su oración; se da cuenta, y vuelve a dónde le interrumpió algún pensamiento que ya no puede recordar, bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
- Tome esos dulces, Sor Camelia. Verá qué buenos son.
- El azúcar, ya sabe- se excusa la monja, para rechazar la tentación que le hace la panadera, de buena fe, sí; mas tentación al fin y al cabo.- Mejor déselos a un niño, ya no tengo dientes yo…
La calle Barranco la espera a la salida de la panadería, con su sol de otoño, su multitud de autos durmiendo en batería, menta y siemprevivas en los parterres y gentes que la saludan. Lleva los dulces en una bolsa en la mano. La panadera resulta insistente y conviene no emperrarse en rechazar un regalo. Podría interpretarse como un signo de soberbia. Hay que dar ejemplo de humildad, sobre todo cuando una es monja. Sabe que los vecinos de la Villa le perdonarían casi todo a una monjita de noventa y tres años cumplidos, aunque no importa. Mejor tomarlos y guardar los dulces para los necesitados que se presentan con frecuencia a pedir a las puertas del convento. La sonrisa de la panadera, cuando al fin ha aceptado el regalo, le ha llenado el alma.
La bolsa descansa en el zócalo, dentro están todos los dulces menos uno. La tentación Señor, sólo soy una sierva tuya, torpe y débil. Apoya alternativamente el peso en cada una de las rodillas. Sabrás perdonarme en tu misericordia. Bendita tu eres entre todas las mujeres, se le desordena la oración; hace tiempo que la memoria se le hizo débil, pero no lo lamenta. Con noventa y tres años de humanidad a cuestas, la memoria de una ya puede descansar. Apoya la cabeza sobre sus manos cruzadas. Se siente fatigada. Santa María Madre de Dios, ruega por nosotros, inicia la última estrofa. Un poema vale para toda una vida; Camelia lo sabe hace mucho tiempo. Tanto que ni recuerda el momento en que descubrió la música en las oraciones. Otra vez la memoria.
Cursó estudios en el colegio de las Hermanas. Apenas los quince cumplidos, decidió entregar su vida al Señor. El sol iluminaba la puerta del convento, en la parte alta de la calle Barranco, aquel día de enero de hace setenta y siete años, cuando la cruzó con un hatillo de ropa en las manos. Temblaba, y no sabía si era de frío o de emoción. La memoria se abre un espacio ligero entre las palabras santas de la oración. Camelia no se resiste a esas imágenes viajeras de su juventud, impertinentes quizás en un momento como este. Ha decidido rezar un Ave María por el dulce que ha tomado, por nosotros, pecadores, ruega, Señora.  Quería ganar el Cielo, ser mártir en las misiones, en Africa, en Asia, en Sudamérica… Le adjudicaron una celda para ella sola el día que se ordenó. La misma donde reza ahora, pues jamás salió de la Villa. Esa es la verdadera humildad, los sueños de martirio eran pura soberbia. Tardó años en reconocerlo, y gastó mucha penitencia en ello. Hoy, siente agradecimiento por aquellas lágrimas de juventud que regaron el jardín de su humildad y de la devoción a  María. Fue con la última de esas lágrimas que descubrió la música del rezo, la verdadera poesía escrita entre los renglones torcidos con que el Señor escribe la vida de los hombres. Desde entonces rezaba y rezaba, y no se cansaba de rezar. Ahora y en la hora de nuestra muerte, termina la oración y muere Sor Camelia.
Un querubín se la lleva de las manos, con el rostro de sus quince años iluminado, y va rezando.
Gloria patri et filio et spiritu sanctu sicut era in principio, et nunc et semper, in secula seculorum,
Amén.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Lluvia de Letras en Secastilla (de los libros, del amor y de la muerte)

lluvia de letras en Secastilla.
(de los libros, del amor y de la muerte)

Salí del sueño con el corazón encogido. No había sido una pesadilla exactamente; un mal sueño quizás. O no.

Llovían las tildes sobre la copa de los árboles. En los caminos, las comas formaban hileras y los puntos se cruzaban como puestos de control, de esos que monta la Guardia Civil acechando delincuentes.  Colosales pájaros de alas rectangulares trazaban círculos de sombra en el cielo; llevaban inscritas las siglas RAE bajo las grandes alas que batían con inapelable lentitud.

Yo seguía la senda que va de Ubiergo a Secastilla, esquivando los controles de los punto y seguido, que comandaban, más rotundos, los punto y aparte. Caminaba por el linde de normas académicas. No sabía aún por qué, pero debía llegar a Secastilla. Era importante que lo hiciera cuanto antes, eso sí lo sabía. Apreté el paso; el viento arreció súbito. Más arriba del espacio donde las aves dibujaban círculos, se formaron unos nubarrones grises y apretados de letras en cursiva. Amenazaban tormenta, claro. Y empezaron a llover.

Pronto llegaría al cruce de los cuatro letreros. A la izquierda “Barasona”, como si el pueblo aún existiera, como si no llevase años durmiendo bajo las aguas plácidas del pantano que lleva su nombre; a la derecha, “Secastilla”, casi una aldea, mi destino. Salpicaban las letras llovidas del cielo, pocas y gruesas: presagio de tormenta. El cruce, al fin, suspiré aliviado. Antes de girar a la derecha, caí en la cuenta de que, a partir de aquel punto, ya no había árboles que me guarecieran.  Afortunadamente, junto a los carteles indicadores, alguien había olvidado una caja de cartón. Arranqué parte de sus laterales y me la puse en la cabeza a  modo de casco con visera. Las letras entablaron un pertinaz martilleo sobre mi casco de cartón; pero yo no andaba, sino que volaba o me deslizaba sobre el asfalto de la carretera de Secastilla. Detrás me pareció que los letreros del cruce se revolvían. “Ubiergo”, “Torreciudad”, los que había dejado  a mi espalda, se desgajaron del suelo y empezaron a golpear a los otros dos, que, incapaces de defenderse, terminaron hechos astillas, esparcidos por la calzada, donde sus letras (s e c a s t i l l a/ b a r a s o n a)  se hacían barro de tinta y asfalto con las llovidas. Esto lo vi con un ojo que me había nacido en el cogote. Me pareció natural.

Ya estaba en Secastilla. Lucía el Sol, la tormenta pasó. Recuerdo que respiré con alivio, por un momento había pensado que terminaría todo el valle bajo un mar de letras y barro. Me dije que lo que debía hacer primero era ir a la iglesia a agradecerle a Dios que nos hubiera librado de la lluvia de letras. Cuando ya me encaminaba hacia la calle Mayor, se me ocurrió que lo cierto era que si Dios nos había librado de la inundación, no era menos cierto que Él nos la había mandado. Detuve el paso.

Él nos la da, Él nos la quita. ¿Somos algo más que meras marionetas en Sus manos? Un torbellino de ideas como estas comenzó a bullir en mi cabeza y empecé a sentirme mareado, muy mareado.  Se abrió de nuevo el ojo de mi cogote, y vi, con él, que nuevos nubarrones, más densos, más oscuros, casi negros, se venían desde los llanos del Sur arrastrados por furiosos vientos. Debía apresurarme si no quería que me pillara de nuevo la tormenta. Me interné corriendo por la calle mayor; una calle angosta, de edificios estrechos de tres o cuatro plantas, desde cuyos balcones tuve la seguridad que me espiaban presencias oscuras, que se ocultaban tras las  raídas  y sucias cortinas, los visillos deshilachados o las persianas polvorientas.

Mientras corría, me preguntaba qué me había llevado hasta aquel lugar. Me perseguía mi mala conciencia, algo me atormentaba –en el puro sentido de someterme a una tormenta, de letras en este sueño-, pero no caía en cuál sería mi pecado. Cierto que no cuidaba de mis padres como debía y hacía tiempo que no iba a verles y los tenía algo abandonados, cierto que no me había esforzado en mi trabajo últimamente y muchas de mis obligaciones laborales dormían el sueño de los justos en el cajón de sastre de mi escritorio, cierto que dejaba sola a mi mujer en demasiadas ocasiones resolviendo asuntos que me correspondían, además, no hacía deporte hacía tiempo, perjudicaba mi salud con una alimentación desajustada, ni siquiera cuidaba de mi aspecto y vestía ropa sin planchar , dejaba de afeitarme más de dos días seguidos, y me cepillaba los dientes sólo de vez en cuando, lo que me producía una mal sabor de boca, que notaba incluso ahora, en este sueño atormentado, mientras las casas, tronadas y sombrías, de la calle Mayor de Secastilla corrían a mi alrededor  empujándome en la única dirección posible: hacia la plaza de la Iglesia.

Pero no llegué a la plaza de la Iglesia. Cuando las primeras letras ya caían sobre el adoquinado, dejando grandes manchas redondas, azules o negras, una mano surgida de un portal tiró de mí, cogiéndome de la manga, y me introdujo en el patio de una casa





“Quién eres”  una luz mortecina, derramada de un ventanuco mal cubierto con tela de rafia, apenas permitía ver los perfiles de las cosas que poblaban aquel lugar. La mano me había soltado en cuanto estuve dentro, y escudriñé las sombras buscando su propietario. Algo se balanceaba en un rincón, una sombra en una mecedora. “Quién eres”, repetí.  “Soy la Noche”, áfona, destemplada, la voz se mecía en la penumbra.

“¡Bah!”, no me lo creía, naturalmente. La Noche no cabe en una mecedora. “Tú no eres La Noche” añadí; ella callaba. ¿Me ignoraba, después de haberme metido allí casi a la fuerza? “Te repito que tú no eres la noche; así que dime quién eres” conminé, para cortar un silencio se hacía denso, que me pesaba y amenazaba con arrastrarme a algún lugar profundo y enajenado al que temía sin conocerlo.

“Soy tu Noche”

“Yo no tengo noche ninguna” contesté con rápido reflejo, aunque no me sentía ya muy seguro.

“Casi todos los hombre guardan una noche en su corazón” siseó su voz espesa, de cuya convicción no cabía dudar. Pero yo no estaba dispuesto a rendir mi razón con facilidad.

“Casi… ¿has dicho casi todos los hombres? Eso  implica que algunos no guardan esa noche de la que hablas en su corazón ¿no crees? Quizás yo sean uno de esos” añadí con esperanza, y cierto temblor indisimulado.

“No”

Las sombras eran porosas, mullidas, a nuestro alrededor y acogieron indiferentes el poco silencio que precedió a mi siguiente pregunta.

“¿Por qué no?”

“Yo soy tu Noche”

“Tú no estás en mi corazón, estás en una mecedora en este lugar, insólito y lúgubre, frente a mí, en la penumbra del triste ventanuco cubierto de rafia, entre las vagas sombras de objetos que pueden ser muebles, los unos; sacos a medio llenar de algo que desconozco, otros; y una mesa, y sillas, y un montón de libros, que ahora distingo apilados en aquel rincón y una virgen pálida en aquella hornacina sombría, ah, y ahora veo, en aquellos anaqueles de la pared del fondo, figuritas, fotos, tarros abiertos de esencias que se mezclan en el aire, ya, ya veo ahora… y más libros…” Cuántas cosas iban descubriendo mis ojos a medida que se acomodaban a la penumbra.

“Si, aquí están todas esas cosas que mencionas, y muchas más. Sólo has de querer verlas”

“Tú sigues en la mecedora, no en mi interior como has dicho antes. ¡Tú no puedes ser mi Noche en mi corazón!”, no sabía por qué, pero una indignación crecía junto a ese temor que me afligía casi desde que empecé a soñar este extraño sueño. Temía que la respuesta que debía venir ahora pudiera dejarme desnudo. ¿Desnudo? ¿Contra quién nacía, en realidad, esa indignación?

“Este lugar es tu corazón…. Y yo soy tu Noche, mal que te pese”, la mecedora ralentizó el ritmo de su balanceo, no podía verle los ojos aunque los sentía clavados en los míos. “No entiendo que  te moleste tanto aceptarlo… aceptarme… al fin y al cabo, siempre has sabido que estaba aquí. Me has intuido, me has cultivado incluso”

“Entonces, eres tú” dije, al fin rendido a la evidencia, ¿qué otra cosa podía hacer? Aceptar lo que, en el fondo de mi corazón, sabía: La Noche, mi noche. Ella callaba. Me pregunté si volvería a hablar. Lo hice yo, con palabras que supe antiguas..

“Mi Noche, sí. De ti nacen todas las cosas bellas y terribles del mundo que creo y habito. ¿Desde siempre? Quizás hubo un tiempo que nacían de la luz, entonces los sentimientos debían ser otros, el paisaje sería azul y los rostros de las buenas gentes no los velarían estas sombras que ocultan ahora sus intenciones. Pero ese tiempo pasó. No sé cómo, ni cuándo. Un día las sombras se alojaron aquí, entre mis libros, mis muebles, mi Virgen. ¡Ay, mi Virgen! Llena eres de gracia incluso en este sombrío lugar de mi alma. Corazón y alma: caballo y amazona; ¡galopad!, ¡galopad!  Sólo me queda galopar con ellos, sin otro rumbo que aquel que no debo nombrar. Y tú, mi Noche ¿Qué pretendes viniendo a visitarme en este sueño donde la tormenta no cesa?” Era verdad, se escuchaba el repicar de las letras en la calle, en las ventanas, en las tejas árabes de las casas, con furia como si quisieran derribarlas. Recordé el pueblo de Barasona que dormía hacía tanto tiempo bajo las aguas frías del pantano que le robó el nombre y la luz del sol. Cuándo despertase del sueño, ¿estaría Secastilla sepultada en un barrizal de tinta y frases perdidas? Quién sabe lo que pueden los sueños. “Mi Noche, tú me has traído aquí. ¿Qué me quieres?” insistí.

“No he sido yo, amigo mío”

“¿Entonces?”

“Ella vendrá pronto. Ten paciencia.” Sus ojos nocturnos, en mis ojos asombrados. “Sólo soy su enviado”

Bendito es el fruto de tu vientre. ¿No he de despertar de este sueño, ya?

“Ella… Dime, Noche, por qué hoy. Y esa lluvia de letras, y el run run de tu mecedora y la palidez azul de esta Virgen ¿sois necesarios? Siempre pensé que ella vendría sola. Y resulta que se hace esperar en este lugar al que me traes en sueños. Por que… es éste mi último sueño, ¿verdad?”

“Siempre buscando, exigiendo respuestas. Eres un niño aún, y no lo sabes. Y eres tu primer amor y su desengaño, eres el que traicionó y fue traicionado, y el que amó otra vez y otra más, y el que soñó cambiar el mundo y apenas conoció su aldea, jamás saliste de esta habitación sombría, aunque no lo sabías. Lo demás fue sueño, sólo sueño. Yo soy la realidad de tu corazón, tu noche, tus libros, los aromas que aspiraste y tu Virgen triste que te espera hace tanto tiempo. Soñabas, imaginabas que ibas por el mundo; sueño, sí… creer, aferrarte a lo que se ha de desvanecer con la arena en la clepsidra sin fondo de los tiempos. No me exijas que responda a lo que ya sabes y sólo te da miedo escuchar.”

Tenía razón. Sólo quedaba aguardarla a Ella. Pensé en mis libros, en mis amantes, en el abandono de todas aquellas personas a las que había querido, en algún momento, sobre todas las cosas, hacía tanto tiempo olvidadas como sin querer. Pensé que la vida era cansancio desde algún momento que no era capaz de identificar. ¡Con qué ímpetu se empieza a vivir! Pero el tiempo lo consume, y nos aleja de las cosas, de la belleza y del amor. Cada día que pasa nos sentimos más graves y más cansados, hasta que, sin que sepamos muy bien cómo ni cuándo, abandonamos las cosas y las personas amadas en un oscuro rincón del recuerdo. Desfallecemos sin saberlo. Ese día, el que sea, Ella inicia su camino para hacernos la última y definitiva visita.

“Quizá no sea la última” estaba allí, no importaba por dónde o cómo había entrado. Me estremecí al pensar que, en realidad, penetraba en mi alma; pues eso era aquel lugar, a decir de mi Noche.

“Nada existe fuera de tu alma” ella leía mis pensamientos y los interpretaba, “Ni la pequeña… ni las montañas nevadas, ni el tam tam de las aldeas africanas, o aquellas faldas que levantaste con mano temblorosa la primera vez. No, amigo mío, nada hay fuera del alma; aquí está todo. ¿Te preguntas si morirá contigo el último día de tu vida? Yo no tengo esa respuesta. Quizás sí. O no. Porque ¿qué significado tendría mi vida si los mundos que vengo a segar siguen vivos en su alma?”

“¿Precisa la Muerte un motivo? Ahora pretendes justificarte ¿para qué?”

“¿Ves, allí, amontonados, tus libros? ¿No has pretendido, acaso, justificarte con ellos?” me robó el argumento, la cenicienta presencia. “Escribías, leías, escribías ¿por qué?¿para qué? Yo te lo diré: ella era cada vez más grande, ocupaba mayor lugar en tu alma” señalaba, la manga huérfana de miembros de su lóbrega túnica, a mi Noche, que seguía en su rincón, meciéndose, atenta.

“Ahórrate el esfuerzo, señora Parca; el porqué, el para  qué, tanto dan. A mí no me importan. ¿Dices que era mi Noche quien dictaba las palabras que escribía? Puede que sea cierto ¡tanto da! Si te de ser sincero, pienso que la existencia humana se sustenta toda ella en una gran noche llamada Ignorancia. Nada sabemos, los hombres, de cierto.  Vivimos en la caverna de nuestra necesidad, como dijo el sabio. Llamamos “verdad” a lo que se ajusta a nuestros deseos, “justicia” a lo que nos favorece, “amor” a…”

“¡Calla!” ¿Se demuda el rostro de la Muerte? Qué ironía, ella, tan segura la creías y resulta que no soporta que nombres el amor, el amor…

“Si el amor, ese trampolín de la procreación…” insistí, quería provocarla, que palideciera su rostro umbrío.

“¡Tú!”… en su indignación, parecía que adivinaba lo que yo iba a decir.

“Libros de muerte, libros de amor, sí; por eso los  hombres vivimos ciegos. El Amor y tú nos deslumbráis, os amáis: ¿crees que no lo sé? Vamos, estamos ciegos, es cierto, pero no podéis ocultarnos ese juego. Cualquier adolescente podría dar lecciones sobre vuestros amores. Siempre de la mano, vosotros dos, el Amor y la Muerte, cabalgando sobre nuestro ser ínfimo, levantando el polvo de los caminos para cegarnos. Así son mis libros, no te falta razón; ahora lo veo. En la oscuridad de la noche se funden los cuerpos de los amantes; en la oscuridad, preludio de tu reino funesto. Los amantes buscan la noche, guarda de las intimidades; y, tras el placer, es tu sombra desmayada, muerte, la que se mece en el abrazo de los amantes ¿verdad? Tú y mi Noche, en el agotamiento gozoso del amor, preámbulo del abismo o fuente de mi ignorancia, en mis libros y en las sábanas manchadas del amor, donde se derrama la vida…”

“Bien lo ves ahora, amigo mío”, se ha calmó la Parca. Detecté cierta melancolía en su susurrar que me afirmaba.

“Y, ahora, que ya nos hemos reconocido, qué. ¿Me llevarás contigo?”

“No. Esto es un sueño”

Y desapareció.

Mi Noche seguía meciéndose en su rincón. Noté, una vez más, su mirada flotando en la oscuridad que nos arropaba. La oscuridad de mi alma, según había dicho antes.

“Adiós” dijo..

“Adiós” contesté; y me lancé por la puerta, hacia la tormenta.

Llovían finas letras, de forma intensa. Resbalaban por mi piel, dejando surcos que me avivaron. Había ganado una tregua, aunque sabía que Ella había de volver algún día.

Me estremezco, y este estremecimiento me despertó.

Tras los cristales, una lluvia de otoño, matinal, siseaba.


domingo, 23 de octubre de 2011

El Hígado Cirrótico del Oficinista

El hígado cirrótico del oficinista.

No sé qué hago en este lugar. No veo ninguna luz, ni bombilla, foco ni ventana, pero no está totalmente a oscuras. Reina una penumbra donde los perfiles de las cosas destacan de las sombras lo suficiente como para que no tropiece con ellas. ¿Cuánto tiempo llevo deambulando por aquí? Seguramente, horas.
Cuando desperté, el dolor de cabeza era intenso, punzante; sobre todo en la nuca. Al verme en tal situación de soledad y abandono en este obscuro lugar, lo primero que me planteé era que alguien me había golpeado y traído, posteriormente, aquí.
No he hallado puerta alguna, debe estar oculta tras alguno de los grandes muebles que se apoyan en las paredes. Quizás se acceda por una trampilla situada en el techo o en el suelo, debajo de alguna de las alfombras que lo cubren aquí y allá.
Me han secuestrado, creo. Pero no entiendo qué pretenden. Soy un modesto trabajador, ocho horas al día en una oficina de seguros por un miserable sueldo de 890 euros que apenas alcanza para la comida y pagar el alquiler. Voy andando al trabajo, más de quince cuadras, por no pagar el bus; de comprar un auto, un pensarlo. Así que por dinero no creo que sea. Claro que pueden haberme confundido con otra persona,
con el Jefe quizá.
Si no me han confundido con el Jefe y no pretenden dinero, entonces qué. ¿Y si se trata de traficantes de órganos? Vi un programa en la TV que trataba de eso. Resulta que hay millonarios que pagan por un riñón o un hígado barbaridad de dinero. Y, claro, hay delincuentes dispuestos a obtener ese órgano destripando a un inocente. Normalmente buscan personajes anónimos, suburbiales, desarraigados que a nadie importan. ¿Yo pertenezco a ese tipo de personas? Evidentemente no. Tengo mujer y una hija. Bueno a ex mujer, nos divorciamos hace cinco años, más o menos. Y mi hija… bueno, quizás sea una ex hija, también, porque no viene a verme casi nunca. Debe
hacer meses que sé de ella porque la telefoneo yo. Y parece que le molesta. Seguro que si yo no la llamara, pasarían años antes de que se acordase que tiene padre. Es triste, pero es así. Su madre le comió el coco con esas pamplinas feministas, que lo único que pretendían era ocultar que la encontré despatarrada debajo de un agente de seguros de una compañía de la competencia. ¿Cómo se llamaba esa compañía? Ah, sí; La Fiel  de Seguros Generales y Reaseguros. Vaya con la fidelidad.
Descartado, pues, que mi ex y mi hija hayan acudido a la policía para denunciar mi desaparición. No tengo otra familia con la que me trate, más que con ellas. Primos lejanos en Andalucía, a quienes encontré en el entierro de mis padres, hace ya bastantes años, y que no he vuelto a ver. Y un tío anciano, hermano de mi madre; pero lleva años
en una residencia para viejos con Alzheimer. Seguro que no me recuerda. Quizás, hubiera sido más feliz mi vida si hubiera transcurrido en un suburbio, entre delincuentes y drogadictos. Más emocionante, al menos.
¿Quién, aparte de los traficantes de órganos, querría secuestrar a un gris oficinista de cincuenta años? No tiene sentido lo que pienso, mis órganos están bastante gastados. Mi hígado, por ejemplo, es graso y lleva camino de convertirse en un fuá cirrótico para enlatar. En una lata de pino, ¿no?
Lo curioso es que no tengo sed ni hambre. Igual estoy muerto. Una eternidad entre muebles sombríos habrá sido el premio a una vida malgastada y gris. Me gusta esa idea: estar muerto, sin que nadie me importune nunca más con sus cuitas, sus preocupaciones, vanas ilusiones, opiniones que nada me importan. Estas sombras empiezan a parecerme cálidas, como una manta de angora ligera, acogedora, que me acaricia, en la que me mezco placenteramente. La soledad debería causarme algún temor; pero no es así, aunque no termino de entenderlo. Es una idea mezquina, me doy cuenta: como si nadie me importase nada. Pero me doy cuenta que me basto a mí mismo en este lugar, por que, de alguna forma, me doy cuenta de que no necesito comer ni beber para subsistir. Puedo echarme a sestear sobre una de estas alfombras, disfrutar de mis ensoñaciones, incluso de mi cuerpo.
Estoy aquí porque durante toda mi vida no he querido a nadie. No les culpo si tampoco me han querido a mí.
Pero ¡qué estoy diciendo!  No puedo estar muerto; y si no tengo hambre ni sed ahora, es porque cuando me han golpeado justo terminaba de comer. Creo. ¡Dios qué confusión! Tiene que haber una salida de este lugar. Me palpo y sé que no soy un fantasma, estos pensamientos seguramente están provocados por la conmoción del golpe. Además, los espíritus no tienen dolor de cabeza y creo recordar que lo sufría hace poco. Ya no.
Voy a levantar la alfombra que estoy pisando. Palpo debajo, no hay trampilla. Hay otras alfombras, ¿cuántas? No quiero pasar el día entero levantando alfombras. Además, con esta poca luz, igual me confundo y levanto dos veces la misma alfombra y me dejo otras sin levantar. Lo mismo ocurrirá con los muebles. Claro que podría ir amontonando todo en el centro de la estancia, a medida que los iba descartando. Qué digo, debo estar delirando, será esta penumbra que embota mi razón ¿cómo iba a saber donde está el centro de la estancia, si ni siquiera veo todas sus paredes? ¿y cómo saber que no estoy tapando precisamente la salida? En este último caso, mis secuestradores no podrían entrar aquí y yo fallecería tarde o temprano de inanición y de sed. Eso, si es que se trata de un secuestro, y no de los sueños de un cadáver que se pudre en su ataúd.
Qué manía con eso de que estoy frito. Me paso una mano por la bragueta, a ver. Sí, creo que se inicia una erección. ¿Los muertos trempan? No creo.
¿Qué hacer?  Gritar, todavía no he gritado.
- ¡Eh, hay alguien ahí! ¡Eh! ¡Eh!
No responde ni el Eco ese. Entre tanto trasto y alfombra, es natural.
- ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!
Nada, no contestan. También es natural. No le van a encerrar a uno aquí para venir a hablar con él por un capricho o un ataque de nervios.
Antes he mencionado a Dios. No sé por qué, pero me he acordado de Él. Dios no permitiría una eternidad entre muebles viejos, alfombras y penumbras. Él es bueno, decían las monjas del colegio. Pero qué es la bondad, me pregunto. ¿Una Idea? ¿Una entelequia, una ilusión, quizás? Yo creo poco en Dios. Porque se puede creer poco en Dios; eso lo pensé hace muchos años, y, luego, no había vuelto a pensar en Dios hasta hoy. En consecuencia, soy un poco ateo también. Pienso en Dios ahora, después de no recuerdo cuantos años, porque lo necesito. Es un Dios para ocasiones, por eso digo que creo poco en Él. El resto del tiempo Dios está ausente de mi vida y de mis pensamientos. Aunque me gustaría que mandase un mensajero a este lugar que me aclarase cual es mi situación. Un ángel, o mejor un Arcángel, puestos a pedir, con su espada flamígera y largas melenas castañas. Con una gran nariz hebrea y un vozarrón de barítono.
-¡Eh! ¡Eh! ¿Hay algún arcángel por acá que quiera atenderme?
Nada.
Me  palpo el lado derecho. No me noto el hígado, eso no implica que no me lo hayan extirpado, si estoy muerto. Nadie querría ese pedazo de fuá enfermo. No estoy muerto, entonces. Es un silogismo retorcido, lo sé. Los hombres se han pasado generaciones retorciendo silogismos intentando demostrar la existencia de Dios. Un poco de Dios no precisa tanto esfuerzo, sólo se lo toma cuando se nos ha terminado, como en la estantería de un supermercado la leche. Tonterías, lo que tengo que hacer es cuestionarme menos las cosas.
Creo que voy a dormir, sí. Será mejor.
Esta alfombra parece cómoda.
Quizás despierte de nuevo en mi casa.
O en la oficina, donde puede que me haya dormido con la cabeza caída sobre la mesa escritorio.
Creo que tomé demasiado güisqui antes de ir al despacho o de sentarme en el sillón de mi piso de divorciado solitario. Me aburrí en vida, en sueños quizá me aburra también. Mejor me tumbo en la alfombra, sí.
Este sueño, oh, este sueño.
*

domingo, 25 de septiembre de 2011

CUANDO TERMINÓ LA CRISIS

¡Vaya tormenta la de anoche!, pensó don Julián. En la ventana que había frente a su escritorio, plomo y perla, un cielo  nutrido de nubes, cubría el paisaje de lomas y bosques -unos, altos cajigales; otros, más chatos, poblados de carrascas- que se extendía hasta las cumbres, remotas y grises, recortadas en el horizonte de cirros albos y fríos, más lejanos todavía. Nubes altas, pues.  

Ahora, reinaba el silencio; pero en su cabeza  retumbaban aún los ecos de los truenos que habían enmudecido al amanecer.


Un nuevo día, un día como todos. Don Julián sabía que ya no se movería de allí hasta que terminasen sus días. Tanto le daban los cubiertos por un manto de nubes, que los radiantes y soleados. No le producía la menor tristeza, ya había corrido lo suyo en su juventud. La jubilación le venía bien, y la disfrutaba, en la medida que se puede disfrutar del retiro, desde hacía bastantes años. Con la tormenta de esta noche, cumplió  noventa años: a las cuatro y quince de la madrugada,  del año del Señor Mil Novecientos Cincuenta y Seis, nació don Julián. Habían venido a celebrado rayos y truenos y, ahora, amanecido ya el día gris y callado,  esperaba que viniera a hacerlo alguien. Una ilusión vana, nadie le había felicitado su aniversario en los últimos diez años. El último en hacerlo yacía en el cementerio, desde entonces. Los años se habían llevado, uno tras otro, a los viejos amigos. Sonrió, mientras se repetía en voz alta lo de “viejos”  amigos  Sabía que esperaría durante todo el día, que nadie se acordaría de felicitarle.
“Hay que escribir el número de cada año con mayúsculas” murmuró para sí, mientras vertía el café en la taza. Recién hecho, pero daba igual, lo bebió rápido.  Con los años, la sensibilidad iba mermando. Subió las escaleras que llevaban a la habitación que hacía de estudio. Tenía prisa por ponerse a escribir. “Cada año es único, su número es su nombre propio”  Recordó sus estrenados noventa años. No había tiempo que perder. Debía terminar el relato que andaba escribiendo desde hacía más de diez años. Se trataba de una breve historia que transcurría en los primeros tiempos del cataclismo económico que abría de asolar el viejo régimen liberal capitalista. Concretamente, en el cuarto año de lo que al principio se denominó simplemente “crisis”. Había llovido  mucho desde entonces. Lo suficiente como para considerar que se empeñaba en un relato de los que llaman históricos. Como todos los días, antes de pulsar la primera tecla, se dispuso a leer el último párrafo del día anterior.

“ Bajó por las calles de Barcelona, casi despobladas aquel lunes, hasta el inicio del Arco del Triunfo . No le cabía en la cabeza que, en tan poco tiempo, todo hubiera cambiado tanto. Se paró frente a un mendigo y dejó caer unas monedas en una lata de sardinas. El tipo murmuró un turbio agradecimiento sin levantar la cabeza. Se paró frente a otro mendigo, y frente a otro, y otro más. Sombreros desfigurados, cartones, más latas, cazoletas, objetos mendicantes que alguna vez sirvieron para algo útil, para hacer la vida mejor a los hombres y que, ahora,  componían el desfile luctuoso de la indigencia. No, no le cabía en la cabeza. Llevaba sin ir a la ciudad desde antes del inicio de esa crisis financiera que parecía no tener fin. ¿Dónde había ido a parar aquel dinero que hacía escasos cuatro años circulaba con abundancia? Los bienes que antes compraba la gente en abundancia, ¿dónde estaban ahora? ¿Quién se lo había llevado todo, el dinero, los bienes, el trabajo?

“No, las cosas no se disuelven en la nada, el dinero tampoco” se decía mientras comprobaba que no le quedaba una sola moneda en el bolsillo. El último mendigo masculló un insulto a sus espaldas. Seguramente, mientras  él se tentaba el fondo de los bolsillos,  se había hecho la ilusión de recibir unos céntimos. José pensó que, si estuviese en el lugar del mendicante, hubiera soltado un exabrupto aún peor. Decidió seguir por el centro de la avenida, lejos de los portales infestados de indigentes. Al fin y al cabo, había venido a la ciudad a defenderse de una injusta acusación.  Y no era responsabilidad suya que la sociedad se enfangase en la miseria. No, las clases medias no eran las responsables de aquella tempestad que vomitaba millares de familias, naufragadas   en la miseria, sobre las arenas yermas de la indigencia. Este pensamiento le siguió mientras sus pasos le acercaban al Palacio de Justicia.
- Su carnet de identidad.
El agente tomó el documento, miró la foto de José, luego miro su cara; volvió a mirar la foto y volvió a escudriñar su rostro. Las cejas casi se tocaban bajo la gorra del  policía.
- Es que la foto tiene ya cuatro años, entonces me afeitaba más a menudo- se excusó, como si fuera suya la culpa de que la foto de su DNI se le pareciera tan poco. Las fotos de sus documentos de identidad nunca se le habían parecido demasiado; a casi todo el mundo que conocía le pasaba algo parecido. Pero aquel par de cejas inquisidoras le inquietaban, sentía aversión por los uniformes. Un temor ancestral, quizás….
Recitó el número del DNI y, cuando le preguntó por su nombre, contestó “José Turu Rosell”, sin estar seguro ya de no equivocarse. No leía su carnet de identidad hacía años, seguramente siquiera lo leyó el día que fue a recogerlo a comisaría. ¿y si, por accidente, le habían dado el carnet de otra persona?
- Pase usted, Sr. Turu- dijo el de las cejas, abriendo la barrera, cuando ya le temblaban las piernas como flanes, amenazando con dejarle caer sobre el pavimento gris del vestíbulo del Palacio de Justicia como un vulgar y fláccido  monigote de trapo”




Don Julián dejó la hoja sobre la mesa. El paisaje, más allá de la ventana, seguía tan agrisado como antes, quizás más.  Los personajes de sus relatos se le iban siempre por lo tremendo. La misma ficción resultaba una exageración de la realidad, e intentaba, una y otra vez, corregir el rumbo, aunque apenas podía evitar que sus frases enfilasen la derrota que lleva a los arrecifes del exceso. Cuando decidió escribir este relato o novela, o lo que fuese, decidió darse tanta licencia en cuanto al estilo, como poca en cuanto a los hechos que iba a narrar. Inventó al protagonista, ese José Turu, un tanto pusilánime, acobardado ante el caos que progresivamente se iba adueñando del mundo en los tiempos anteriores a la regeneración primitivista, para que los lectores pudiesen ver, a través de sus ojos, cómo fueron aquellos tiempos. Lectores más  que improbables, puesto que el destino de sus legajos, guardados en el cajón de su escritorio de madera, sería arder en el hogar de algún vecino que habría de hallarle cadáver, algún día. Un razonable calor, útil, al menos, para ese vecino todavía imaginario. Acaso por poco tiempo ya, se dijo.

Releyó, una vez más con disgusto, aquel último párrafo escrito la víspera. Definitivamente se  precipitaba en la exageración más pueril. No habían sucedido así las cosas. En el cuarto año de la depresión, los mendigos todavía no llenaban las calles de Barcelona. No en esa proporción que describía aquel último párrfo. Sólo se había alcanzado la escasa cifra de cinco millones de parados, quienes, en una buena proporción, recibían una exigua paga alimenticia que frenaba, todavía, las revueltas que habrían de venir más tarde a subvertir el mundo occidental y arrastraría, igualmente, al resto de los países “civilizados”, sobre todo Los asiáticos. África apenas lo notó, simplemente siguió ahogándose en su miseria endémica, hasta hoy en día.
 Rompió aquellos folios y los dejó caer en la papelera de bronce que había junto al escritorio. Cada vez tenía que vaciarla con mayor frecuencia. Definitivamente no estuvo inspirado al describir la llegada del personaje al Palacio de Justicia y el previo paseo por la ciudad. Había que empezar de nuevo.
Pulsó un tecla, y luego otra.

“Bajo un cielo puro y azul, el paseo del Arco de Triunfo lucía radiante aquella mañana de otoño. José Turu dejaba que sus pasos se deslizasen indolentes por  la pendiente de la Avenida del Arco del Triunfo dirección al Palacio de Justicia. Un mendigo se acercó haciendo sonar unas monedas en una cazoleta metálica. Aceleró el paso, no pensaba darle nada. Siempre pensó de quienes mendigaban  que eran unos vagos que no querían trabajar.   Cinco millones de parados en el país, cierto; pero eso no implicaba cinco millones de mendigos. La gente tiene más dignidad, se dijo. Pero el mendigo insistía,  obstaculizándole el paso y agitando furiosamente la cazoleta, blandiéndola como un guadaña o, peor, como un obscuro artefacto explosivo. Al fin, sacó una moneda del bolsillo y, haciendo como que iba a ponerla el recipiente, la dejó caer ex profeso  al suelo. Aceleró el paso mientras el mendigo se arrastraba tras la moneda que rodaba cuesta abajo por la acera de la avenida del  Arco del Triufo.

Mientras el policía judicial comprobaba su DNI, José Turu repasaba mentalmente su defensa. Había sido citado para declarar como testigo en un caso de agresión. Aunque temía terminar como imputado o cómplice de los delitos que se habrían de juzgar cuando terminase la fase de instrucción. Todo tenía relación con la paliza que, supuestamente, había recibido el subdirector de la agencia bancaria que había frente a su oficina. Una señora, ya entrada en años y en kilos, se abalanzó sobre él atizándole con la bolsa de la compra. José terció en el altercado con la intención de proteger al susodicho subdirector, cosa que consiguió cuando finalmente se hizo con la bolsa de la señora, que estaba llena de potes de garbanzos y latas de tomate frito. El subdirector sangraba por varias partes donde había recibido los contundentes bolsazos. Lo jodido, era que el tipo, en lugar de agradecerle su intervención, le acusó de haber colaborado en la agresión de la que había sido objeto. Cuando llegó la pareja de los mossos de escuadra, José Turu sostenía aún la bolsa de los garbanzos y el tomate frito en sus manso. La Señora se portó con toda honestidad, narrando los hechos tal como habían ocurrido y asumiendo la total autoría de los bolsazos: “más que le habría dado a este timador, si no interviene este señor” afirmó señalándole.  Eso debería bastar para exculparle, pero en este país la justicia ya se sabe de qué pié cojea, siempre a favor de la banca y del poderoso. Y el jodido subdirector, quiso  aprovechar la ocasión para  cobrarse venganza por un trance  que les enfrentó hacía un par de años, y que arruinó las aspiraciones de ascenso del rencoroso bancario, cuyas corruptelas quedaron al descubierto a causa de unas declaraciones de José Turu. “Tengo la conciencia tranquila” se dijo mientras ascendía por la escalinata del Palacio de Justicia.
Antes de entrar en las dependencias donde debían tomarle declaración, se dijo que, allí, la conciencia, posiblemente, no le iba a servir de nada. Y por alguna asociación de esas que la mente hace como por azar, recordó al mendigo de la cazoleta arrastrándose tras la moneda. Cerró los ojos e intentó recordar su rostro, entonces le vio como un monstruoso hombre con dos caras, una era la del subdirector; la otra, era la suya propia. Ambas se gritaban reclamando la propiedad de la escurridiza moneda que seguía rodando y rodando al son de  una música de feria.
- Señor, le toca.
Despertó sobresaltado. Una  administrativa del juzgado le sacudía el hombro. Se había quedado dormido mientras esperaba en la antesala de…”

Dejó de escribir don Julián. Esta vez el folio se fue directo a la papelera. Definitivamente, aquel personaje daba bandazos como un balandro en medio de un huracán. ¿Aunque, bien mirado, no fue como un huracán lo que sucedió en aquellos tiempos? Un huracán que arrasó con casi todo. Un desasosiego, una frustración venidos del pasado le habían dominado por un instante.  Recuperó la arrugada hoja de la papelera, releyó. El manido recurso a las escenas oníricas no obstaba que lo que había descrito se acercase a lo que realmente pasó. La sociedad y los bancos, como el hombre de dos rostros del sueño de José Turu,  terminaron gritándose groseramente, enfrentados y, al mismo tiempo, parte del   mismo problema. Una sociedad educada en el consumo compulsivo, dependiente del dinero igual que un heroinómano de su droga. En el centro la avaricia de unos bancos mezquinos y poderosos que, mientras se predicaban servidores públicos, torcían las voluntades de políticos, sindicatos y periodistas en beneficio propio, pretendiendo ocultar el inmenso agujero al que les habían abocado sus propios excesos. Todo estalló pocos años después, cuando la miseria llenó las calles de mendigos que se convirtieron en una masa furiosa. Cientos de miles, millones quizá, se alzaron como una única voz.  No estaba claro cuál fue la gota que desbordó el vaso de la paciencia y del miedo, cual fue la chispa que prendió en aquellas masas desecadas de toda ilusión. El incendio no tardó, entonces, en arrasarlo todo. Primero, las masas  saquearon los bancos, mientras los pocos policías que quedaban huían o se pasaban al bando amotinado. No se salvaron siquiera los bancos nacionales. La gente apilaba los billetes en las esquinas y les prendían fuego junto con los muebles saqueados en las propias agencias bancarias. Esa fue la que luego se llamaría La Semana de las Hogueras de Billetes; luego, le seguirían la Semana de las Hogueras de las Acciones, la de los Periódicos y las Televisiones, la de las multinacionales y petroleras,  y, así, muchas semanas más se ganaron un nombre propio. Los ejércitos no intervinieron. Llevaban meses sin cobrar su paga, y muchos  militares habían visto cómo familiares y amigos caían en aquella miseria opaca que parecía  contaminarlo todo y a todos, sin remedio. Terminaron por disolverse en la sociedad civil, casi todos. Otros, se constituyeron en bandas criminales dedicadas al saqueo de bienes y al secuestro de mujeres. Duraron poco, las masas les persiguieron y pusieron cerco allí donde los hallaban. El pueblo no temía nada, no le arredraban bombas y fusiles, pues nada tenía que perder y la vida había perdido gran  parte del valor que se le había dado en otros tiempos. La ira les hizo temerarios.
La sociedad de la información, como venía llamándose a sí misma hacía tiempo, se extinguió rápidamente al derrumbarse el sistema económico que sostenía a las grandes corporaciones de comunicación. Los satélites dejaron de recibir y, por consiguiente de emitir, señales de ningún tipo.  Las pantallas de los televisores se llenaron de perpetuas nieves,  las emisoras de radio enmudecieron, la prensa se convirtió en un recuerdo. Quedaban, sí, las bibliotecas y las radios particulares, aquellas que antes se llamaron de radioaficionados. Esas radios se convirtieron en la única red de comunicación que aún funcionaba para las cuestiones cotidianas del intercambio. El trueque se terminó imponiendo como la fórmula más eficaz de obtener bienes. El dinero fue maldecido en las enseñanzas que impartían los maestros en las escuelas de los pueblos y las muy despobladas ciudades. Tanto que, cuando  aparecía alguien  a quien se le ocurría usar algún objeto que realizase las funciones del dinero para “facilitar” los trueques, terminaba colgado de un árbol o desterrado en algún remoto desierto. Las nuevas generaciones eran muy sensibles a este tipo de aberraciones. La acumulación de bienes se había convertido en el mayor de los delitos, y el dinero era el primer paso hacia esa acumulación.   En eso habíase llegado a un acuerdo universal: ¿dinero?, ¡nunca más!
Él mismo era un ejemplo de la nueva sociedad. Aunque un tanto peculiar. Conseguía comida, papel y tinta de un extraño a quien dejaba sus escritos en el poyo de su casa, una noche a la semana. La primera vez fue por azar. Era sábado y había estado repasando lo que había escrito a lo largo del día, la primavera estaba avanzada y el sol se ponía ya tarde; así, que, aprovechando el buen tiempo, salió a leer al aire libre, sentado en el poyo de piedra que se arrimaba a la pared de su casa, junto al portalón  que accedía al patio. A la hora de la cena, entró en casa y olvidó los papeles sobre el poyo. Al día siguiente, una caja con hortalizas y algo de bacalao en salazón ocupaban el lugar de las cuartillas. Tuvo que  reescribirlas, claro; pero decidió intentarlo de nuevo. Los seis primeros días fracasó, pero, al séptimo, un sábado de nuevo, encontró un nuevo alijo de alimentos, esta vez acompañados de papel y un cartucho de tinta. Ninguna nota, ningún mensaje del misterioso lector. Supuso que se trataba de alguien que, tras leer su primer escrito, había decidido seguir leyendo lo que él escribía.  Don Julián no necesitaba otra cosa para vivir. Así que abandonó los ocasionales trabajos que realizaba para algunos vecinos a cambio de los que percibía los bienes precisos para su manutención.  Y, así, habían transcurrido los últimos años.  En el fondo, nunca había considerado su afición a escribir como un trabajo, así que se consideraba las aportaciones del misterioso lector de los sábados como una jubilación.  
Noventa años. No podía quejarse, había sido un privilegiado espectador de cruciales hechos de la historia de la humanidad. Ahora, lo único que deseaba era terminar con la historia de ese José Turu para su lector de los sábados; su único y, quizá definitivo, lector. En el fondo, que sus escritos fueran leídos más o menos  cuando él hubiera muerto, no tenía demasiada importancia, no valían más que unas pocas hortalizas. Pero eran una manera de mantener el diálogo interior, lo único que le quedaba junto con sus meditaciones.
Miró por la ventana, parecía que despejaba. Quizás esta noche, se dijo, venga estrellada.
Le gustaba contemplar los cielos estrellados; sobre todo, aquella pequeña luz que brillaba  entre ellas y que conocía bien: el reflejo solar en la vieja Estación Espacial Internacional, convertida ya en una pequeña luna inerte. Le gustaba imaginar el silencio que velaría los incorruptos cadáveres de los astronautas, que nadie fue a rescatar.
Ni siquiera les llevarían unas cajas de hortalizas, reflexionó Don Julián, mientras un sopor mortal invadía lentamente sus miembros. Un último pensamiento cruzó su mente “¿qué será de mi José Turu?”.
Y durmiose para siempre el anciano escribidor.


viernes, 26 de agosto de 2011

La Eficacia del Recuerdo.

El estruendo de la vajilla fregoteada por un camarero brioso, en suéter negro y mangas arremangadas, apenas deja oir nada en el bar.
Solo, en la mesa más alejada de la calle,   amparado en el eco de sus pensamientos, el viajero observa, distraído, los esfuerzos que los clientes -en la barra, en las mesas- realizan para hacerse oír. Achinan los ojos y giran el rostro  hacía el interlocutor. Esto de girar el rostro para oír mejor tiene su lógica, es una forma de acercar y enfocar mejor una de las orejas. Casi siempre la derecha, piensa el viajero; pero ¿qué sentido tendrá ese achinar de ojos en el afán de escuchar mejor? ¿Acaso  se hacen más grandes nuestras orejas cuando apretamos los ojos?
Como si sus manos pertenecieran a otra conciencia, sin detener el fregoteo, el del suéter negro y mangas arremangadas vigila con escuetas miradas por si algún cliente precisa algo; también, por si alguno se va sin pagar. De pronto, con el rabillo del ojo, ve a dos mujeres que se levantan y se van, dejando unas monedas sobre el ticket de la cuenta. Entonces,  deja de fregar y abandona la barra para recoger la mesa que han dejado vacía. En un periquete ha vuelto a la pica y reinicia su labor de limpieza. En el interludio, las voces han emergido como aparecidas, súbitas, liberadas por un instante del estruendo de la vajilla,  y el ruido de la calle a entrado por la puerta con su rumor de motores y la voz de un niño llamando a una tal Ana.
- ¡Ana, Ana! Que mamá nos espera. Ven ya.
Luego, cuando el camarero vuelve a trastear vasos y cubiertos, los rostros vuelven a girar y se achinan de nuevo los ojos. El viajero sonríe nostálgico, la voz infantil ha traído un recuerdo de infancia –la sonora fuente del jardín, la niña, su hermana pequeña, jugando, la puerta de la casa, entreabierta, y un aroma de comida que hierve en la cocina.
- Inés.
Murmura el nombre de su hermana. Hace cincuenta años, un Buik negro condenaba a la pequeña Inés a una silla de ruedas, de la que sólo se libraría veinte años después tras una larga enfermedad que la llevaría a la tumba con los veinticinco recién cumplidos. La fuente y él fueron los únicos testigos. Por un momento, su imaginación recobra el rechinar de los neumáticos quemando el asfalto en un inútil esfuerzo por evitar lo inevitable, y los gritos de la madre que sale corriendo tras la frenada tardía, y el silencio del pequeño bulto desmadejado que yace junto a la fuente, donde el terrible impacto ha lanzado a la pequeña Inés. Recuerda que, lo que más le impresionó, fue ese silencio. Una mudez de la que Inés saldría para acumular tristeza durante años, mirando como otros niños jugaban en la plaza desde su silla de ruedas, tras el cristal de la ventana de su habitación, con una dulce melancolía que ya nunca la abandonaría.
El recuerdo ha durado lo que dura un relámpago, como una luz brevísima iluminado un cuadro colgado la pared durante la nocturna tormenta.  Así son las evocaciones. La memoria se nos revela imprevista, un lugar oscuro del que brotan furtivas imágenes, casi siempre sin nuestro permiso. Acude como un rayo o un latigazo que nos hiere las más de las veces, piensa el viajero, sacudiéndose el lejano recuerdo de la silla de ruedas y su carga de dulce desolación.  Pero tiene otro cometido, medita, más importante la memoria: nos empuja. Impele nuestros actos desde dentro, articula nuestra sensibilidad para que se conjugue con el mundo que nos rodea de una determinada forma. No se puede pensar en el hombre sin acudir a lo que encierra su memoria, en eso nos diferenciamos de los animales: como es sabido, ellos viven el momento. Un animal -un perro, digamos- vive la vida como una sucesión de sensaciones; para él, la vida es lo inmediato. No sucede así con el hombre, no: el hombre vive, sobre todo, en sus recuerdos. Y llega el momento, cuando ya sabe próximo el final su vida, que se encierra en la memoria para poder vivir  un poco más; porque, para él, vivir es revivir, sobre todo cuando se agota el tiempo que se nos fue concedido.

Al fin, el camarero ha terminado de fregar; del naufragio sordo de la pica vacía, los ruidos del bar recuperan  protagonismo. Voces que se aminoran cuando se dan cuenta de que pueden ser escuchadas, ya, en las mesas vecinas; la música ligera del hilo musical, que llueve desde unos pequeños altavoces rectangulares distribuidos como una cenefa en lo alto de las paredes, envuelve las conversaciones.
Irrumpe, estridente, el claxon impaciente de un conductor exasperado. Una camioneta estorba, ahora, el tráfico. El camarero sale rápido y ayuda al repartidor a entrar cajas de bebida hasta el almacén que hay en el pasillo de los servicios, al fondo del local. Con las prisas, y el trasiego acelerado por el insistente claxon, una de esas cajas golpea en el hombro del viajero. El repartidor musita una excusa sin detenerse, convencido de la levedad del tropiezo.
 El viajero duda entre la indignación y la resignación. Le duele el hombro golpeado. Y el dolor le trae a la memoria las sensaciones olvidadas de cuando fue niño, delgaducho, feo y orejudo, vapuleado por inmisericordes compañeros de colegio empecinados en burlarse de él. Más dolían, entonces, las burlas que los golpes. Es sabida la crueldad de la que pueden hacer gala los niños, pero eso no es excusa; el viajero lo recuerda así, y opta, sin pensar, por la indignación.
-  ¡Mire por donde anda, estúpido!
Al escuchar el exabrupto, el repartidor, un joven de anchas espaldas enfundadas en un mono rojo con el logo de una marca de cerveza estampado, queda congelado en el pasillo, frente a la puerta del baño de las damas.
- ¿Qué? –pregunta o exclama, a un tiempo, sin girarse todavía.
- Que es usted un lerdo estúpido, torpe y mal educado.
Ignora por qué razón habla así, con labia tan humillante. Son los recuerdos, se dice.  Los niños del colegio, el Buik negro, el vacio de la silla de ruedas abandonada tras veinte años de dulce tristeza. Recuerdos de hoy, que no ha escogido. Y el claxon que no para de sonar, una y otra vez, insistente, despiadado, en la calle y en el bar.
La caja estalla en el suelo tras ser abandonada a su suerte, en el aire, por las recias manos del repartidor. El también tiene memoria. Hace dos años formaba parte del equipo ejecutivo de una  industria de categoría, con secretaria personal, potente auto de empresa, importantes emolumentos. Los ejecutivos no tienen salario, sólo emolumentos importantes. La empresa se fue al carajo, con su auto, su secretaria y sus emolumentos. Luego se llevó también su matrimonio, sus hijos, el piso de doscientos metros en la zona alta de la ciudad y el chalé de la sierra. Sin duda, el repartidor también tiene  memoria. De toda aquella felicidad perdida, de tanto piso de lujo, secretaria de turgencias conocidas en ese chalé durante un viaje de su primorosa mujer, de todo eso y más, sólo le ha quedado un objeto. Lo lleva siempre consigo, en el bolsillo del pantalón. Una pequeña pistola de mujer, con las cachas nacaradas, de calibre 32.
El viajero atiende asombrado al paso de todos sus recuerdos, con la mejilla sobre la mesa, los ojos vidriosos fijos en el charco de sangre que mana de su sien, donde ha atinado,  con puntería certera, el repartidor.
Realmente -piensa aún- la memoria nos empuja hasta el final del viaje, como el viento hincha el velamen de un bajel.
Después se apagan los recuerdos.
En el bar, el repartidor mira asombrado su propia mano, que sostiene el humeante arma que acaba de disparar a un perfecto desconocido.

domingo, 19 de junio de 2011

DIFICIL DECISIÓN

Teníamos que tomar una difícil decisión: ¿naranjas venecianas o plátanos murcianos?
Asunto peliagudo éste del postre. Alrededor de la mesa el público, compuesto mayoritariamente por familias –padres, madres, abuelas y nietos-, se aglomeraba expectante.
Amagué un gesto hacia las naranjas, lentamente. Un leve murmullo corrió entre la chusma familiar. No era suficiente para que detuviese el camino iniciado por mi mano; pero, cuando ya rozaba, casi, la rugosa piel de la veneciana, un grito se alzó sobre nosotros.
-¡Traidor! ¡Deberían colgarlo del cuello ahora mismo!
Retiré la mano inmediatamente, por supuesto.
¿Qué hacer? Llevábamos tres días así. Desde que, recién llegados a aquel extraño pueblo, nos invitaron a sentarnos en la mesa que había en el centro de la plaza para dirimir cuál, de ambas, era de nuestra preferencia. Advirtiéndonos que no podríamos levantarnos hasta haber tomado una decisión al respecto de qué fruta era mejor: las venecianas naranjas o los plátanos de Murcia. Parecía fácil; pero enseguida advertimos que, fuera cual fuere nuestra decisión, la parte defraudada nos castigaría cruelmente. Para aquellas gentes, aquello podía resultar divertido; pero, para nosotros, era horrible. Y doloroso. Ellos podían turnarse, ir a su casa, dormir, ducharse incluso; en cambio nosotros no podíamos abandonar nuestro puesto hasta haber tomado una decisión. ¡Una aparentemente pueril decisión! ¿Qué más dan una naranja o un plátano? Me dije al principio, hasta que dos de aquellos hombres se enzarzaron en una discusión que casi llega a los puños.
-¡El honor de Venecia!- gritó el uno, fieramente.
- ¡La dignidad de Murcia!- respondió el otro, amenazante.
Así levábamos unas largas cuarenta y ocho horas
En  fin, escogiéramos la fruta que escogiéramos, una de las dos facciones terminaría colgándonos de un árbol, como acababa de decir el último.
Dos días sin poder levantarnos, tomando sólo unos sorbos de té con leche, meándonos y cagándonos encima. Ya no podía más, la verdad. Me importaba un carajo lo que fuera a ser de nosotros. Al fin y al cabo, nuestro fin estaba escrito irremediablemente. Una soga y un árbol de ramas fuertes junto al camino.
Aspiré el olor rancio de mis orines y toqué, con un gesto veloz para no darle tiempo a mi brazo a arrepentirse, el plátano de Murcia.
Se hizo un silencio sepulcral al principio. Cerré los ojos esperando a que las manos de los partidarios de las naranjas de Venecia me cayesen encima, golpeándome y rodeando mi cuello con la definitiva corbata de cáñamo. Pero no sucedió nada de eso. Al contrario; para mi asombro, risas y comentarios jocosos nos rodearon inmediatamente. Abrí mis ojos para ver qué fenómeno era aquel.
Entre risas y bromas, se pagaban, unos a otros, cantidades diversas de dinero. Todo parecía haberse reducido a una apuesta.
- Bah, han caído enseguida –escuché que decía uno de ellos-Los anteriores duraron más tiempo.
- Los recuerdo, ¡cinco días ni más ni menos! –contestaba otro alegremente- Pero a éste ya le veía yo cara de panoli. Ja, ja. Págame lo que me debes.
En menos de diez minutos todos se habían marchado.
Nosotros permanecíamos allí, sobre nuestras heces y nuestra humillación, indignados y, al mismo tiempo, felices por seguir vivos.