Un
rostro oriental (o el vano equilibrio de
las cosas).
I- Aparición.
Un rostro oriental era todo lo que
recordaba de mi sueño. Aquella fue la primera vez
que acudió a mí. Lo retuve en la mente al saltar del lecho y en el
baño, durante mi aseo matinal.
Mientras la cafetera bufaba sus
estornudos de vapor y saltaban las tostadas de la tostadora, retornó a mi
mente la imagen de aquel rostro. Luego, sorbí el café con leche rumiando
sobre qué tendría aquella cara que me resultaba tan inquietante.
Más tarde, mientras cubría las
doce cuadras que separan mi casa de la notaría donde trabajo de pasante,
seguía pensando en él. Aquel rostro oriental seguía presente en mi mente, por
mucho que quisiera distraerme con otras cosas. Como todas las mañanas, al
salir puntual, me crucé con la señora que paseaba un perro peludo y minúsculo
con la cola cortada y que me ladraba siempre que estábamos cerca, aquél día
apenas le presté atención; durante el trayecto paraba la mirada en los
escaparates de la panadería, del colmado, de las tiendas que a esas horas
estaban abiertas intentando interesarme por las mercancías que exponían. El
aire otoñal refrescaba mis mejillas. Apretaba el paso para alcanzar los
semáforos en ámbar como si tuviera prisa; pero aquel rostro oriental volvía
siempre a mi imaginación, si es que en algún momento se separaba de ella.
La mañana transcurrió como todas las mañanas. El notario, un tipo
adusto y petulante, daba órdenes y me exigía papeles entre reuniones y
escrituras. Los clientes llamaban sin parar, exigiéndome, preguntándome,
solicitándome. Mientras, el rostro oriental permanecía allí, como
contemplando mi actividad diaria, entre divertido y preocupado.
Al principio me pareció un rostro
indefinido.
Mientras volvía a casa, intenté
examinar aquellos rasgos que parecían asentados en mi memoria sin ninguna
intención de abandonarla. ¿Se trataba de un rostro masculino o femenino? Llevaba
la melena recogida en dos grandes moños que colgaban de la raya perfectamente
central de su pelo, que dejaban expedita y amplia la frente. El rostro era
ovalado, pálido, de mejillas suaves y redondas. La nariz, chata y pequeña. El
mentón fino, justo, incluso elegante. Los labios finos y tiernos,
extrañamente encendidos en esa cara de tonalidades difusas, casi grises. Las
cejas finas y los ojos grandes, rasgados, negros como el carbón. Concluí que
se trataba de una mujer. Bueno ¿y qué hacía una mujer oriental persiguiéndome
desde mi imaginación, eh? Aunque sólo fuera su rostro.
Transcurrió aquella primera
jornada sin que hallase la mínima explicación a esa cuestión. Al fin, asumí
la permanencia de ese rostro en mi memoria como un hecho. Cosas que pasan, me
dije antes de apagar la luz de la mesilla de noche. Mañana será otro día.
***
Si aquella noche soñé, lo ignoro.
Desperté con una única imagen en la mente: el rostro oriental, que seguía
alojado en mi imaginación. Me pregunté si permanecía allí desde el día
anterior o si había vuelto a ser protagonista esa misma noche de mis sueños
ignotos.
Se repitió lo de la jornada
anterior. Caminé hasta el trabajo, me cruce con la señora del perrito, los mismos
escaparates con los mismos productos, el notario igual de petulante, y los
clientes que solicitaban, exigían y preguntaban las mismas cosas de todos los
días. Y el rostro oriental, que no me abandonaba.
***
Quisiera poder decir que eso duró
unos días, o unas semanas, y que luego desapareció y dejó espacio en mi vida
para otros menesteres. Pero transcurrieron treinta años desde que el rostro
oriental apareciese por primera vez y el día de mi jubilación en la notaría.
Treinta años que fui al trabajo, caminé las doce cuadras y retornaba a mi
casa con la compañía de mi rostro oriental. Los escaparates cambiaron, el
perrito desapareció un buen día y la señora que lo paseaba también; pero él
seguía conmigo.
La ceremonia de mi jubilación fue
breve. Algo largamente esperado, sin sorpresas. Durante treinta y ocho años ocupé
el mismo despacho. Cuando el último
notario –ocho notarios se sucedieron durante ese tiempo- me dio el consabido
reloj y una placa dorada con mi nombre grabado junto a una inscripción que
loa mi largo servicio a actividad notarial, apenas sentí nada. No esperaba
más, luego marché de la notaría con un gran alivio. En los últimos años de me
hacían casi insoportables las largas jornadas.
Era todavía un hombre activo. Tenía
67 años y las veinticuatro cuadras que anduve todos los días hasta el trabajo
me habían mantenido en buena forma, ágil y sin el sobrepeso habitual en quienes hacen la
vida sedentaria de un administrativo. No todos van andando al trabajo y eso
les pasa factura en forma de michelines. No es mi caso. Incluso los días
festivos me placía andar, al menos, un par de horas. Paseaba por la ciudad,
atravesando parques y jardines o me llegaba al puerto a ver los barcos
amarrados. En cierta forma, era como si me hubiera propuesto llegar en forma
a la jubilación.
Permanecí soltero. Nunca me casé.
No es que desconozca lo que es la relación con las mujeres, no. Aunque no fui
un donjuán, varias pasaron por mi vida. Relaciones más o menos cortas que aportaron
algo de calor intermitente a mi existencia. Pero nunca se concretaron en algo
más que amistades con cierto roce que se agotaban sin dolor. No es por presumir,
pero no estaba mal ver. Incluso ahora, con mis 77 años me veo con cierta
presencia. Lo que ocurrió, supongo, es que ninguna de ellas podía competir
con mi rostro oriental, tan bello, tan familiar y próximo con el pasar de los
años. Aunque su origen permanecese ignoto.
***
|
“Ya sólo te queda un año para
jubilarte, José” Con esta frase se inició mi inquietud y mi alegría. Lo dijo
María Jesús. Tenía diez años menos que yo, aunque llevaba trabajando en la
notaría unos veinticinco. Éramos buenos compañeros y nos llevamos siempre cordialmente.
Durante un breve periodo –unos seis meses, creo recordar- incluso fuimos
amantes. Ella no tenía, por supuesto, un rostro oriental en su vida: tenía un marido. Supongo que yo fui su rostro
oriental durante aquellos dulces seis meses; tengo buen recuerdo de nuestra
relación, sí. Sé que ella también. Lo de mi jubilación lo dijo con verdadero
afecto, alegrándose por mí. En muchas ocasiones hablábamos durante el
almuerzo de qué haríamos cuando ya no tuviéramos que ir todos los días a la
notaría. Fantaseábamos sobré proyectos y una vida sin obligaciones.
María Jesús es una de las pocas
personas a las que les hablé de mi rostro oriental. Creo que se lo tomó como
una extravagancia de solterón y le dio curso de normalidad. Era afectuosa y
complaciente. Maternal, diría yo; y se lo tomó como cuando un niño te habla
de su amigo imaginario, con cariño y comprensión; y no le dio mayor
importancia.
A mi familia jamás le conté nada
de ese asunto del rostro oriental, claro. Porque, como todo el mundo, tengo
familia: cinco hermanas convencidas de que eché a perder mivida por no casarme. Ellas
no conciben la vida sino para criar hijos. Nos veíamos en pocas ocasiones,
por navidad y cuando el aniversario de nuestro viejo padre, que vegetó diez
años en una residencia para ancianos afectados de Alzheimer. Mamá murió
cuando me parió; así que me ha tocado ser el hermano menor. A mis hermanas
les hubiera parecido que estaba loco de atar si les hubiese contado que durante
treinta años me desperté todos los días con un rostro oriental en la mente
que, luego, me acompañaba toda la jornada. Un testigo mudo de mi vida al que
me acostumbré y sin el que no sabría vivir ya.
No, no sólo era costumbre. Amaba a
ese rostro oriental. Daba sentido a mi existencia. Con su presencia callada y
fiel dotó de cohesión esos treinta años que, sin él, apenas hubiesen consistido en el
silente deshojarse de los calendarios. En cambio, su constante
presencia me ha permitido vivir con distancia los sucesos de mi vida.
La vida de un pasante no es
interesante. A partir del segundo año más o menos, todo se repite. Con
distintas caras, con distintos nombres, pero es lo mismo: herencias,
escrituras de sociedad, de compra, de capitulaciones, aceptación,
apoderamiento, fideicomiso, y nuevas herencias, nuevos fideicomisos, nuevas capitulaciones…
Al fin, todo es igual. Cambian las caras, cambian los nombres, pero es lo
mismo. Lo contrario ocurre con mi rostro oriental: el ha permanecido igual todos el tiempo, pero me ha transformado un poco cada día. En ocasiones, incluso tenía
la sensación de contemplar las cosas con sus ojos rasgados. Quizá fuera
solamente una especie de juego en el que me proponía ver el mundo un enfoque
distinto del habitual; pero me daba una perspectiva nueva, más tolerante y
relativa de las cosas. Si todo el mundo tuviese un rostro oriental como el
mío, habría más felicidad; los hombres dejarían de tomarse cualquier nimiedad
a la tremenda y podrían disfrutar más de las pequeñas cosas de la vida, las
que verdaderamente valen la pena.
***
Podría parecer que no sabía nada
sobre mi rostro oriental; pero no era así, o eso pensé muchas veces. Fueron muchos años juntos. Ya
he dicho que estaba seguro de que pertenecía a alguien real, y que pensaba
que ella también se levantaba por las mañanas con un rostro en la mente: un
rostro occidental, el mío. Ella. Porque es un rostro de mujer, como dije. No
sé de dónde me habrá venido la idea, pero estoy bastante seguro de que mi
rostro oriental pertenece a una china que habita en Shanghái.
Cuando me jubilé, nada me impidió
ir en su busca.
II
¿No tienes tú un rostro oriental,
lector? Sinceramente, lo siento por ti. No fui yo quien le halló; fue él quien
vino a mí, a mis sueños, al recuerdo de mis sueños durante las vigilias, para
ser lo que fue: un compañero, un sentido, alguien que de alguna manera ha
sustentado mi vida.
No lo hallé tampoco en Shanghái,
no completamente. Ahora, no importa. Floto sobre mi cuerpo en esta pensión
que es, como todas las pensiones del mundo, algo triste. Mantiene cierta herencia
británica en sus paredes empapeladas, en los muebles de época que
milagrosamente han sobrevivido a revoluciones y modernidades.
Shanghái es la ciudad más moderna
que he conocido. Bueno, en mi vida había salido de Barcelona, así que decir
eso no es decir mucho; aunque creo que, si ésta no es la ciudad más moderna
del Orbe, debe andar cerca de serlo. Avenidas inmensas, bulevares atestados
de comercios, rascacielos, decenas de rascacielos, cientos de rascacielos,
restaurantes como platillos volantes hincados en las cúspides de los
edificios colosales del Bund. Será un país comunista, pero no creo que haya
más carteles publicitarios, neones e intermitencias multicolores en Nueva
York, Tokio o Berlín. Todo exhala comercio, intercambio, vida urbana. Un
hormiguero de autos, camiones y autobuses en el asfalto, y peatones en las
aceras. Palpita el gusaneo metropolitano bajo los pies de los viandantes a
todas horas, también por la noche: la actividad no cesa. Millones de rostros
orientales trajinan arriba y abajo, por las aceras, en autos y motocicletas,
en las escaleras mecánicas, en los ascensores, los mostradores, en el haz y
en el envés de la vida intensamente urbanita de esta gran ciudad que es
Shanghái.
Durante el primer mes anduve incansable
en medio del bullicio de rostros orientales. Con los días fui distinguiendo
cada vez mejor sus rasgos y peculiaridades. Pero ella no seguía sin aparecer.
Aunque yo tampoco tenía prisa alguna
por hallarla ¿podréis creerlo? Todavía hoy, en esta última circunstancia,
sigo sin tenerla. Porque mi rostro oriental sigue acompañándome, sigue
conmigo en mis sueños y mis paseos, donde tiene que estar, donde ha estado
siempre.
¿Me pregunto qué ocurriría si me
hallase de pronto con mi rostro oriental, de verdad, en carne y hueso, frente
a mí? Supongo que nada, nos ignoraríamos y seguiríamos cada cual su camino.
¿Eso os parece extraño? Pensadlo: mi rostro oriental no necesita ser de carne
y hueso para ser mío; no lo ha precisado en todos los años de mi vida, desde
que apareció en por vez primera en mis sueños para ser mi compañero. Y si no
he precisado esa corporeidad hasta hoy ¿para qué la quiero ahora? Quizás, si
existe algún lugar tras esa luz brillante que, según dicen, ha de venir a
buscarme, esté allí, esperándome. Pero, no lo creo. Ni creo en esa luz.
Seguramente, me iré desvaneciendo a medida que mis despojos pierdan
consistencia. Pero puedo aseguraros que siento a mi rostro oriental todavía
en mi corazón, apegado a mis sueños. Y la vida, ya se sabe, es sueño, ilusión
y poco más. Y, si has tenido un rostro oriental, puede que haya sido algo
mejor.
Decía que “casi” no la hallé.
Entonces pensaréis que estuve a punto
de encontrarme con ella, con la verdadera poseedora de mi rostro oriental. Y
en cierta manera fue así.
Os cuento.
He vivido mis últimos años en esta
ciudad de veintitrés millones de almas, saliendo a pasear cada día. Como antes
decía, lo mío era una búsqueda lánguida, desganada casi. La buscaba porque
estaba en Shanghái, simplemente. La ciudad es tan grande, tan variada, que,
en caso de que realmente habitara en ella la persona propietaria de mi rostro
oriental, sería más difícil de hallar que una aguja en un pajar, como se
suele decir. Posiblemente, el pajar más grande del mundo.
Pero hay un lugar en esa ciudad,
un lugar, ¿cómo diría?... un tanto mágico, al que acudí por primera vez cuando apenas cumplía
mi primera semana de estancia en Shanghái. Se trata de los Jardines de
Yuyuan.
La primera vez que paseé por ellos,
fui un turista más. En la agencia de viajes me habían encarecido que no me
perdiera la visita tal lugar. Y tenían razón, es de una belleza exquisita.
Los jardines orientales tienen algo de paz cantarina, como una alegría
contenida y serena. El agua, mansa, transita canales cruzados de puentes de
madera finamente labrada que se tienden como un arco sobre la corriente, donde
culebrean mudas familias de peces sonrosados; los muros que rodean el jardín
de Yuyuan son ondulados como el lomo de las serpientes y los rematan cabezas
de dragón; abundan las figuras de animales por doquier: de piedra, de caoba,
de cerezo... Se distribuyen los templos armoniosamente: pagodas chatas, con
tejados que a mí me recuerdan los sombreros de los campesinos, y edificios y
conjuntos de edificios más grandes dedicados al culto de un buda o a la
ceremonia del Té. Grandes sauces se multiplican y desparraman su fronda,
obsequiando frescor a los caminos y a las pequeñas y abundantes umbrías. El
muro de los Cinco Dragones, la gran Piedra de Jade, las escaleras que emergen
del estanque frente a la gran Casa del Té, los dos Budas de jade, todo, las
rocas, la vegetación y el conjunto arquitectónico animan a una comunión con
la naturaleza, nos tienden lazos desde lo más profundo del planeta; parece el
lugar dónde todos los hombres deberían reconocerse. Creo que esa sensación fue
lo que me hizo volver tantas veces allí.
Y fue allí donde mi rostro
oriental se me presentó, por primera vez, fuera de un sueño o de mi
imaginación. Antes, cuando durante la vigilia lo sentía conmigo - en la
calle, en casa, en la notaría- era como ese amigo imaginario de cuando la
infancia. Si bien, yo sabía que no era imaginario, que era real aunque de
otra dimensión o algo parecido. Por eso creo que en el Jardín de Yuyuan se me
apareció realmente; aunque inalcanzable como siempre. La primera vez me dio
un susto de muerte. Aquel día, estaba contemplando las aguas del estanque
desde el puente que lleva a la Casa del Té. Me solazaba en las evoluciones
tornasoladas de los peces y en el reflejo umbroso de un gran sauce junto a la
orilla. De pronto, los peces se apiñaron para dibujar un círculo alrededor del
que, enseguida, empezaron a dar vueltas como indios danzando en torno a una
hoguera. En medio de aquel marco carmesí, el agua espejeaba las retamas de
cielo que se colaban entre las hojas del sauce. Quedé inmediatamente atrapado
en la contemplación de tan extraordinario espectáculo.
Entonces, apareció. De la
profundidad emergió una sombra hasta posarse sobre el líquido espejo. Le dio
la bienvenida la luz del atardecer. Su rostro pálido, casi blanco, abrió los
ojos como si despertase en aquel instante. Nos miramos, ella me sonrió. De
alguna manera, entonces, supe que la propietaria de mi rostro oriental sabía
mucho más de mí que yo de ella.
Esta es una cuestión que me había
planteado en infinidad de ocasiones, y había llegado a la conclusión -absurda
y pretenciosa como cualquier otra conclusión
al respecto: pues, ¿quién era yo para desvelar el misterio? - de que ella,
quien fuera, veía mi rostro occidental en sueños también. Pero cuando la vi
reflejada en el estanque tuve la certeza de que jamás sabría si era cierto, y
que jamás lo podría saber. La certeza de mi ignorancia actual y futura. Pero
me resistía a resignarme. Igual, ella me sueña también, razoné de nuevo, pues
esa simetría daba verosimilitud a lo que nos ocurría: ambos existíamos en el
sueño del otro. Equilibrio, justicia, clamé a las aguas. Pero mi rostro
oriental no contesto.
La visión se quebró de súbito cuando
unos niños, jugando,lanzaron una piedra al agua. El rostro oriental
desapareció acompañado por las cristalinas risas infantiles, y yo quedé solo,
con su dulce visión todavía en la mirada.
Fui incapaz de permanecer allí y
abandoné el puente, y me interné por unos de los innúmeros senderos del
Jardín de Yuyuan, cavilando sobre mi suerte. Y en aquel cavilar se abrió paso
una lucecita de razón que, al fin, concretó una revelación. Me preguntaba
sobre lo último que había pensado, sobre si sería simétrica y justa nuestra
disposición en el tiempo o en el alma. Yo la había soñado, eso era cierto.
Ella acompañó con su recuerdo mi cotidianidad durante treinta años casi. Vale
¿eso quería decir que yo aparecía en sus sueños, que la acompañaba igualmente
en su cotidianidad? Obviamente, no: ¿quién dice que las cosas deben ocurrir
de forma equilibrada y justa? Yo no recordaba nada de ella, ni la había
acompañado a su trabajo o de visita o al médico o a pasear por el parque de
su ciudad, como ella lo había hecho conmigo. Y no lo recordaba porque no
había sucedido. Así, que yo no era “su” rostro occidental. Debía conformarme
con eso.
Durante los días siguientes volví
a la misma hora al jardín de Yuyuan y me apostaba en la barandilla sobre las
aguas y los sanguíneos desfiles de peces hasta que veía emerger mi rostro
oriental de nuevo. Su reflejo acudía siempre a la cita. Secretamente, tenía
la esperanza de que me dijera algo, lo que fuera. De hecho, pensaba que fuese
lo que fuese lo que pudiera salir de sus labios sería una gran revelación.
Hasta un día que, cuando emergió del fondo del estanque, vi en su mirada una
tristeza que no dejaba lugar a dudas: no volvería. No hizo falta que me lo
dijera, su mirada anegada en lágrimas bastaba. Nunca la había visto llorar, ya he dicho que siempre sonreía. Sus
lágrimas me dijeron que no la volvería a ver.
Sin embargo, desde aquel día hasta
ayer mismo, acudí todos los días a mi cita en el puente que cruza el estanque hasta
la Casa del Te, en el jardín de Yuyuan. No es que tuviera esperanza de que
ella volviera, no soy tan ingenuo; sino, porque, tras contemplar los juegos
de las carpas entre los reflejos de sombra y cielo, inicio mejor un largo
paseo sumido en cavilaciones sobre la naturaleza de mi vida y la naturaleza
del Ser y sus intenciones. Hoy, tras casi once años de paseos por los
jardines de Yuyuan, creo que el Ser no tiene intención alguna. El Ser es como
mi rostro oriental, sonríe casi siempre y nunca habla. Y nos dice adiós
cuando debe hacerlo.
Eso es lo que estoy intentando
dilucidar en la que, seguramente, será mi última meditación. Ayer caí fulminado
sobre el puente con un fuerte dolor en el pecho que no dejaba lugar a dudas.
Morí mirando las aguas, mordiéndome los labios a causa del dolor de mi
corazón.
Ahora floto sobre mi cuerpo en
esta habitación de hotel de paredes empapeladas. Estoy contento, no me
llevaron a un hospital; me recogió un estudiante de medicina y, convencido de
que lo mío era una lipotimia, se empeñó en llevarme al domicilio que, en
mandarín, figura en mis tarjetas. Espero, por el bien de los ciudadanos vivos
de Shanghái, que no todos los estudiantes de medicina sean tan torpes. Aquél
fue incapaz de darse cuenta de que trasladaba un cadáver. ¿Confundía el tic
tac de mi reloj con el de mi corazón muerto? No lo sé; pero con gran
autoridad sacó su tarjeta de identificación médica -se las dan a los
estudiantes en prácticas- y ordenó que un taxi nos llevara a casa.
Disciplinadamente, el taxista nos llevó y ayudó al estudiante hasta dejarme
sobre la cama de mi habitación. Luego, marcharon. Le oí decir que ya me
despertaría solo; el taxista emitió un escéptico bufido y partió también.
Hasta hace un rato la habitación ha
estado muy concurrida. La mujer de la limpieza ha descubierto mi cadáver esta mañana e, inmediatamente, ha avisado a
la dirección del hotel. La policía ha llegado antes que el forense y ha
puesto una cinta en la entrada de la habitación a modo de barrera para
impedir el paso a los curiosos. Luego, el forense, que ha llegado casi media
hora más tarde y con una mancha de aceite en la chaqueta, me ha auscultado, ha
puesto un espejito bajo mi nariz y ha certificado que estoy muerto. Lo ha
escrito en un papel del que, antes de marcharse, ha dejado copia al policía añadiendo
que he sido víctima de un infarto y que no será preciso hacerme la
autopsia.
Menos mal que soy extranjero,
porque si no me habrían llevado a la morgue de inmediato. Pero, como soy español
-algo un tanto exótico en este lugar-, han decidido llamar a la embajada y
esperar a que ellos hagan lo que consideren oportuno.
Debo empezara a oler porque me han
ido dejando solo y el policía que han apostado en la puerta ha terminado
cerrándola, arrugando la nariz con repugnancia. Así que me empiezo a
descomponer y no veo luz blanca ni túnel ni música celestial, ni nada que
esté más allá de los muros de esta habitación. Tampoco truenan y chispean los
abismos; aunque eso me hubiera sorprendido porque he sido un buen tipo toda
mi vida, lo sé. Quisiera que viniese a verme, una vez más, mi rostro
oriental. Solo una vez, antes de desvanecerme en el silencio de la nada que
seguramente me espera.
Me miro las manos para ver si me
estoy desvaneciéndome realmente. Y me echo a reír. ¡Ja, ja, ja!. ¡Cómo me voy
a ver la mano si soy solo la estela de una existencia acabada, un espíritu!
¿Qué mano esperaba ver? No tengo imagen, ni voz -nadie ha oído mis carcajadas
de hace un momento-, y el único cuerpo que me queda está ahí, fuera de mí,
acostado, descomponiéndose sobre el lecho de una pensión de Shanghái.
Y sí, me desvanezco. Hace un rato -¿un
minuto, un segundo, una hora, una eternidad?- creo que decía haber
descubierto una verdad cuando paseaba por los jardines Yuyuan. Pero, ¿dónde
están esos jardines? ¿dónde, la verdad?
¿Dónde está Shanghái?
¿Dónde la vida?
¿Dónde mi rostro oriental?
Fin.
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