El estruendo de la vajilla fregoteada por un camarero brioso, en suéter negro y mangas arremangadas, apenas deja oir nada en el bar.
Solo, en la mesa más alejada de la calle, amparado en el eco de sus pensamientos, el viajero observa, distraído, los esfuerzos que los clientes -en la barra, en las mesas- realizan para hacerse oír. Achinan los ojos y giran el rostro hacía el interlocutor. Esto de girar el rostro para oír mejor tiene su lógica, es una forma de acercar y enfocar mejor una de las orejas. Casi siempre la derecha, piensa el viajero; pero ¿qué sentido tendrá ese achinar de ojos en el afán de escuchar mejor? ¿Acaso se hacen más grandes nuestras orejas cuando apretamos los ojos?
Solo, en la mesa más alejada de la calle, amparado en el eco de sus pensamientos, el viajero observa, distraído, los esfuerzos que los clientes -en la barra, en las mesas- realizan para hacerse oír. Achinan los ojos y giran el rostro hacía el interlocutor. Esto de girar el rostro para oír mejor tiene su lógica, es una forma de acercar y enfocar mejor una de las orejas. Casi siempre la derecha, piensa el viajero; pero ¿qué sentido tendrá ese achinar de ojos en el afán de escuchar mejor? ¿Acaso se hacen más grandes nuestras orejas cuando apretamos los ojos?
Como si sus manos pertenecieran a otra conciencia, sin detener el fregoteo, el del suéter negro y mangas arremangadas vigila con escuetas miradas por si algún cliente precisa algo; también, por si alguno se va sin pagar. De pronto, con el rabillo del ojo, ve a dos mujeres que se levantan y se van, dejando unas monedas sobre el ticket de la cuenta. Entonces, deja de fregar y abandona la barra para recoger la mesa que han dejado vacía. En un periquete ha vuelto a la pica y reinicia su labor de limpieza. En el interludio, las voces han emergido como aparecidas, súbitas, liberadas por un instante del estruendo de la vajilla, y el ruido de la calle a entrado por la puerta con su rumor de motores y la voz de un niño llamando a una tal Ana.
- ¡Ana, Ana! Que mamá nos espera. Ven ya.
Luego, cuando el camarero vuelve a trastear vasos y cubiertos, los rostros vuelven a girar y se achinan de nuevo los ojos. El viajero sonríe nostálgico, la voz infantil ha traído un recuerdo de infancia –la sonora fuente del jardín, la niña, su hermana pequeña, jugando, la puerta de la casa, entreabierta, y un aroma de comida que hierve en la cocina.
- Inés.
Murmura el nombre de su hermana. Hace cincuenta años, un Buik negro condenaba a la pequeña Inés a una silla de ruedas, de la que sólo se libraría veinte años después tras una larga enfermedad que la llevaría a la tumba con los veinticinco recién cumplidos. La fuente y él fueron los únicos testigos. Por un momento, su imaginación recobra el rechinar de los neumáticos quemando el asfalto en un inútil esfuerzo por evitar lo inevitable, y los gritos de la madre que sale corriendo tras la frenada tardía, y el silencio del pequeño bulto desmadejado que yace junto a la fuente, donde el terrible impacto ha lanzado a la pequeña Inés. Recuerda que, lo que más le impresionó, fue ese silencio. Una mudez de la que Inés saldría para acumular tristeza durante años, mirando como otros niños jugaban en la plaza desde su silla de ruedas, tras el cristal de la ventana de su habitación, con una dulce melancolía que ya nunca la abandonaría.
El recuerdo ha durado lo que dura un relámpago, como una luz brevísima iluminado un cuadro colgado la pared durante la nocturna tormenta. Así son las evocaciones. La memoria se nos revela imprevista, un lugar oscuro del que brotan furtivas imágenes, casi siempre sin nuestro permiso. Acude como un rayo o un latigazo que nos hiere las más de las veces, piensa el viajero, sacudiéndose el lejano recuerdo de la silla de ruedas y su carga de dulce desolación. Pero tiene otro cometido, medita, más importante la memoria: nos empuja. Impele nuestros actos desde dentro, articula nuestra sensibilidad para que se conjugue con el mundo que nos rodea de una determinada forma. No se puede pensar en el hombre sin acudir a lo que encierra su memoria, en eso nos diferenciamos de los animales: como es sabido, ellos viven el momento. Un animal -un perro, digamos- vive la vida como una sucesión de sensaciones; para él, la vida es lo inmediato. No sucede así con el hombre, no: el hombre vive, sobre todo, en sus recuerdos. Y llega el momento, cuando ya sabe próximo el final su vida, que se encierra en la memoria para poder vivir un poco más; porque, para él, vivir es revivir, sobre todo cuando se agota el tiempo que se nos fue concedido.
Al fin, el camarero ha terminado de fregar; del naufragio sordo de la pica vacía, los ruidos del bar recuperan protagonismo. Voces que se aminoran cuando se dan cuenta de que pueden ser escuchadas, ya, en las mesas vecinas; la música ligera del hilo musical, que llueve desde unos pequeños altavoces rectangulares distribuidos como una cenefa en lo alto de las paredes, envuelve las conversaciones.
Irrumpe, estridente, el claxon impaciente de un conductor exasperado. Una camioneta estorba, ahora, el tráfico. El camarero sale rápido y ayuda al repartidor a entrar cajas de bebida hasta el almacén que hay en el pasillo de los servicios, al fondo del local. Con las prisas, y el trasiego acelerado por el insistente claxon, una de esas cajas golpea en el hombro del viajero. El repartidor musita una excusa sin detenerse, convencido de la levedad del tropiezo.
El viajero duda entre la indignación y la resignación. Le duele el hombro golpeado. Y el dolor le trae a la memoria las sensaciones olvidadas de cuando fue niño, delgaducho, feo y orejudo, vapuleado por inmisericordes compañeros de colegio empecinados en burlarse de él. Más dolían, entonces, las burlas que los golpes. Es sabida la crueldad de la que pueden hacer gala los niños, pero eso no es excusa; el viajero lo recuerda así, y opta, sin pensar, por la indignación.
- ¡Mire por donde anda, estúpido!
Al escuchar el exabrupto, el repartidor, un joven de anchas espaldas enfundadas en un mono rojo con el logo de una marca de cerveza estampado, queda congelado en el pasillo, frente a la puerta del baño de las damas.
- ¿Qué? –pregunta o exclama, a un tiempo, sin girarse todavía.
- Que es usted un lerdo estúpido, torpe y mal educado.
Ignora por qué razón habla así, con labia tan humillante. Son los recuerdos, se dice. Los niños del colegio, el Buik negro, el vacio de la silla de ruedas abandonada tras veinte años de dulce tristeza. Recuerdos de hoy, que no ha escogido. Y el claxon que no para de sonar, una y otra vez, insistente, despiadado, en la calle y en el bar.
La caja estalla en el suelo tras ser abandonada a su suerte, en el aire, por las recias manos del repartidor. El también tiene memoria. Hace dos años formaba parte del equipo ejecutivo de una industria de categoría, con secretaria personal, potente auto de empresa, importantes emolumentos. Los ejecutivos no tienen salario, sólo emolumentos importantes. La empresa se fue al carajo, con su auto, su secretaria y sus emolumentos. Luego se llevó también su matrimonio, sus hijos, el piso de doscientos metros en la zona alta de la ciudad y el chalé de la sierra. Sin duda, el repartidor también tiene memoria. De toda aquella felicidad perdida, de tanto piso de lujo, secretaria de turgencias conocidas en ese chalé durante un viaje de su primorosa mujer, de todo eso y más, sólo le ha quedado un objeto. Lo lleva siempre consigo, en el bolsillo del pantalón. Una pequeña pistola de mujer, con las cachas nacaradas, de calibre 32.
El viajero atiende asombrado al paso de todos sus recuerdos, con la mejilla sobre la mesa, los ojos vidriosos fijos en el charco de sangre que mana de su sien, donde ha atinado, con puntería certera, el repartidor.
Realmente -piensa aún- la memoria nos empuja hasta el final del viaje, como el viento hincha el velamen de un bajel.
Después se apagan los recuerdos.
En el bar, el repartidor mira asombrado su propia mano, que sostiene el humeante arma que acaba de disparar a un perfecto desconocido.
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