La
Caverna.
El corredor se
enroscaba en el subsuelo como una tenia viscosa y húmeda hasta una sala
circular de paredes terrosas. En el centro, una tosca mesa de hierro; sobre
ella, un teléfono rojo, un cenicero y una libreta. Ocho sillas acolchadas, tachonadas
de piel, aguardaban recostadas en la pared
cavernaria. Se preguntó si iban a ser ocho los participantes en aquella reunión;
tal vez el número de sillas era aleatorio. Quizá sería mejor hablar de
sillones, reflexionó, por los apoyabrazos; no tenía claro en qué momento unos
escuetos apoyabrazos convierten una silla en un sillón.
El uniformado que le había
acompañado hasta allí se dio la vuelta y
partió sin despedirse antes de cruzar el dintel de la puerta. Estaba solo;
todavía no había llegado nadie y tampoco estaba muy seguro sobre quiénes
acudirían a la cita. Ni siquiera conservaba la tarjeta de invitación, el
uniformado no se la devolvió, la guardó en la carpeta que sostenía en la
diestra en cuanto iniciaron el descenso. Así, que era el primero en llegar. Aproximó
una silla a la mesa, se sentó y le vino a la cabeza lo de los apoyabrazos como
vienen tantos otros pensamientos, como sin querer. Hacía tiempo que desconfiaba
de ese tipo de ocurrencias, aparentemente casuales, que brotan en la mente como
setas; tenía la sensación de que ocultan algo. Porque el tema que iban a tratar
en la reunión tenía mucho que ver con eso de convertirse. Si una silla con
apoyabrazos se transforma en un sillón; ¿qué precisa un pequeño partido
político para convertirse en mayoritario, en el gran partido de la nación?,
¿apoyabrazos? Sonrió “perder el sentido del humor no tiene sentido”, se dijo.
Pero sin apoyabrazos un partido pequeño como el suyo difícilmente se sostendría
en la nueva silla de la democracia naciente. Y él quería prosperar.
Una luz falsa de neón alumbraba
la estancia; todo en ella, la superficie de la mesa, el teléfono, la libreta,
el cenicero, las sillas junto a la pared y la misma pared, resultaba impreciso.
La pared era lo más inquietante, cóncava, sin fisuras; si alguna vez alguien os
pregunta cómo será una estancia que sólo tenga una pared sólo cabe dar una respuesta: circular. Fácil. Es curioso en que se entretiene la mente en
ocasiones, reflexionó nuevamente Felipe;
dejaba divagar la suya atento a los
chispazos que pudieran encubrir otras intuiciones. Él era un hombre de
acción, rápido, perspicaz, y esas intuiciones eran las que le habían llevado
hasta aquel lugar del que pensaba salir con un gran futuro, o con nada. Tenía
gran confianza en sí mismo, a cara y cruz siempre ganó; y casi siempre gracias
a aquellas intuiciones. Al menos, hasta la fecha. Convertirse era lo importante…
“No, lo importante es
lo que se consigue con la conversión”, rectificó mentalmente.
- Veo que ya ha
llegado, Sr. González.
Conocía aquella cara.
Henry se quitó las
gafas, se restregó los ojos y se las puso de nuevo.
- Se me hace cada vez
más difícil dormir en el avión.
Una frase banal, quizá
con la intención de iniciar conversación, cada cual tiene motivos para su
fatiga que a nadie importan. Felipe apenas había dormido la noche anterior,
estuvieron hablando con Alfonso, Benegas y los demás hasta que clareó el día.
Tomaron notas de lo convenido tras sopesar diferentes opciones. Unas notas sin
firma, sin identificación, sólo para ellos; para que ninguno pudiera decirle
nunca a otro que no habían convenido esos puntos. Todos sabían bien de qué iba
todo aquello, tampoco era la primera vez que tendría lugar una reunión con alguien
del "el Grupo", pero era la primera vez que estaría Henry. Con él,
era la primera vez; al menos, en persona; Wylli, era otra cosa: un viejo amigo
que, de una u otra forma, hacía años les echaba una mano y algún consejo:
"llegará vuestro momento, tened paciencia" le había dicho en más de
una ocasión con su inglés de acento germánico. Después de Suressnes, Wylli les quiso
aún más.
- Café, o algo
parecido... Henry. Yo también lo preciso, hemos dormido poco esta noche con los
compañeros...
Con un leve siseo se
desplazó un segmento de la pared de la covacha dejando un hueco tras el que se
adivinaba un pasillo. Por él, entró una señora con una bandeja con dos tazas y
una cafetera. Dejó una taza delante de cada cual, además de un azucarero y unas
pequeñas servilletas, las llenó y despareció por donde había venido.
-¿Es casual?- pregunto
Felipe, traicionando su costumbre de dar rodeos antes de abordar ninguna
cuestión. Pero acaso no tendría otra ocasión de preguntárselo y quizá pillaba
desprevenido al Secretario de Estado americano.
- ¿El qué?- pareció
desconcertado o lo simuló, Henry.
- El que nos encontremos
primero usted y yo. Antes…
- ¿Y por qué razón iba
a ser casual? En algún orden hay que ir llegando, no cree… -educado y ácido a
un tiempo, contestó el Secretario de Estado.
A Felipe le molestaba
que no le mirasen a los ojos mientras hablaban y Henry tenía la vista perdida en
la taza de humeante café.
- Podría ser por que quisiera
usted decirme algo, sin testigos… -no estaba dispuesto a ceder ante la astucia
o el sarcasmo del judío. Nada era nunca casual. Y menos con tipos como éste.
Henry sorbió y luego levantó el mentón y la mirada.
Pareció sopesar algo. Levantó la mano como un guardia en un stop, como
indicando que callase.
- ¿Sabe, sr González,
qué hemos venido a hacer hoy aquí? ¿Sabe a qué he venido?
Ahora, le pilló
desprevenido a él, el tono directo del Secretario de Estado. Henry no había
levantado la voz; es más casi había susurrado aquellas frases. Pero a Felipe le
llenaron el pabellón auditivo como una explosión. Así que no era casual, no:
Henry quería decirle algo sin que los demás estuviesen presentes. Optó por enarcar
las cejas y no decir nada; mejor esperar a que el otro se explicase.
- Sr González, como
usted sin duda sabe, mi país tiene un gran interés en que la democracia llegue
también al suyo…- sorbió café y se limpió los labios con una servilleta- Pero,
eso, usted ya lo sabe, claro. Lo que yo quiero que me diga ahora es si esa
democracia será amiga de mi país o no.
Debajo de sus gruesas
cejas canosas el rostro de Henry quedó imperturbable, hierático. A Felipe el
pareció que los ojos del Secretario de Estado, pequeños y profundos, se hacían
todavía más oscuros y expectantes. Algo debía responderle, es lo que se
esperaba de él, que clarificase sus lealtades.
- Sr Kissinger, si lo
que me está preguntando es si España seguirá siendo un país amigo de los
Estados Unidos en el caso de que los socialistas lleguemos al gobierno, se lo
confirmo. Siempre hemos dicho que nuestro lugar está con la libertad… -Felipe
sabía de la debilidad de los americanos por el concepto de Libertad; habían
hablado de ello la noche anterior con los compañeros: la libertad, las
libertades… -Sr. Secretario de Estado, los españoles salimos de un Régimen
dictatorial muy largo y hemos carecido demasiado de libertad como para que
ahora no la apreciemos.
- ¿La defenderán con
nosotros, esa Libertad?
“Vaya, cuando quiere va
al grano” pensó Felipe. Al fin, el tema había salido: y el tema tenía nombre,
en inglés NATO, en castellano OTAN.
- Ustedes llevan en su
programa, y manifiestan en sus discursos,
que no quieren colaborar en el bloque occidental de defensa en el que participamos
las demás democracias… -añadió Henry.
- Pero… -le interrumpió
Felipe, su olfato le decía que debía zanjar esta cuestión o la reunión de luego
apenas tendría importancia- Escúcheme, sr Kissinger; escuche lo que voy a
decirle y verá cómo nuestras posiciones no son, en el fondo, tan distantes.
Se miraban a los ojos.
El viejo zorro desde la fronda de sus cejas, titilando inteligencia en los
ojillos, tras los anteojos de pasta. Felipe, preguntándose -y se lo seguiría
preguntando el resto de su vida- si Henry sabía lo que iba a escuchar; si anticipaba
sus intenciones. Porque era posible -así
lo consideró muchas veces después de aquel encuentro- que el Secretario de
Estado americano le hubiera dejado hablar sólo por diplomacia, para que
pareciera que aquello no era una imposición; obviamente, sin su apoyo, el PSOE
tenía pocas probabilidades de llegar a ninguna parte: 1.500 militantes y
125.000 pesetas de presupuesto... en fin, una miseria si se comparaba al PCE.
Necesitaban, sobre todo, dinero. Ganar elecciones cuesta mucho dinero: medios
de comunicación afines, asesores, publicidad, convenciones etc.… Sin contar con
que deberían fichar a mucha gente que no militaba en el partido, profesionales
respetados que como mucho serían meros simpatizantes o vendrían por interés
económico. Tras un breve silencio,
continuó.
- Escúcheme bien
-reiteró-, en nuestro programa electoral, en nuestras manifestaciones públicas
el asunto de la NATO, de momento, debe quedar claro para nuestro electorado. Y
nuestro electorado, ahora, no quiere saber nada de la NATO. Demasiados años han
apoyado ustedes al dictador, y eso no ha pasado desapercibido para muchos
españoles. Sobre todo, para aquellos más activos políticamente. No puedo
presentarme a unas elecciones, hoy, diciendo que soy socialista, que represento
a la izquierda española y que, al mismo tiempo, quiero que España sea miembro
de la NATO. Eso imposibilitaría nuestro
acceso al gobierno y sólo haría que reforzar los resultados de los comunistas
del PCE.
- Algo que ni usted ni
yo deseamos, ¿verdad? -se le adelantó Henry- Vale, veo que es consciente de la
situación, sr González. ¿Qué nos propone usted, entonces? Porque ya sabe cuán
importantes son para nosotros las
consideraciones geoestratégicas. Estamos en guerra con la URSS: y en
este conflicto no hay lugar para neutralidades.
- Sr Kissinger, mi
propuesta es la siguiente: estoy en condiciones de garantizarle que una vez
hayamos
-¿Aceptarán entonces el
capitalismo como forma incuestionable de la economía del estado español?

Henry había atendido
con seriedad a lo que Felipe le manifestaba, hasta que nombró los de los
niveles de vida. Entonces una chispilla de ironía asomó en su mirada.
- ¡Ah, el estado del
bienestar! ¡Cómo son ustedes los europeos! ¡Qué manía…! -se acercó la taza a
los labios pero la devolvió a la mesa al comprobar que el café se había
enfriado- Bien, nosotros no pondremos ningún impedimento al desarrollo de su
espléndido y soleado país, por supuesto. Todo lo contrario, nuestras empresas
están deseosas de encontrar un mercado nuevo y poder instalarse en él mejor,
incluso, que hasta ahora. ¿Tengo su palabra, entonces…?
-¿?
- Sobre lo de la NATO,
digo.- aclaró.
Felipe se sintió
solemne y largó su mano hacía el americano. Éste la tomo decididamente.
- Tiene mi palabra, se
lo reitero.
Tenía sudada la mano
cuanto Henry se la devolvió.
- Pues nada más hay que
hablar.
- Sobre este tema, al
menos…
Se corrió de nuevo una
fracción de pared de la caverna, por él entro el General V (eludimos su nombre por cuestiones de
seguridad… propia). Con él entró, también, Torcuato. Se saludaron
efusivamente con Henry; luego, el civil, dio a Felipe un protocolario apretón
de manos. La señorita de antes entró también, añadiendo más tazas y dejando una
gran jarra de vidrio llena de café humeante. En un momento, estaban todos
sentados en la mesa.
- Hablábamos, General,
con el Secretario General del Partido Socialista…
-Llámeme Felipe, es más
corto- le interrumpió el secretario del Partido Socialista Obrero Español.
- Bueno; como le decía,
General, Felipe me contaba su buena predisposición a que su ejército se integre
en la alianza del Atlántico Norte…
El General, que no se
había quitado la gorra de plato con las armas cruzadas y las tres estrellas de
ocho puntas, le dirigió una mirada cruzada.
- No me fio de estos
rojos, señor Secretario de Estado. Y le recomiendo hacer lo mismo. Si le
contara yo de las artimañas del ejército de Stalin cuando fuimos los de la División
Azúl… -se interrumpió bruscamente, tosió e hizo como que soplaba el café.
Torcuato le había dado
una patada al General por debajo de la mesa. Felipe sonrió para sus adentros,
“estos generales carecen de don de la oportunidad ¡mira que recordarles a los
americanos que fueron aliado de Hitler!”
-Vamos, vamos, General,
tiene que ser usted más comprensivo, los tiempos son otros… desde la segunda
guerra mundial ha llovido y mucho… - el tono de Torcuato era de suma
amabilidad, como si hablase a un niño- Henry, ya ves cómo nos hemos de ver: hay
que derruir el edificio sobre el que hemos sostenido el edificio de España
durante todos estos años y contenido el avance comunista… no sin vuestra ayuda,
lo sé. Pero ahora, nuestros generales, quieren garantías de que ni el
separatismo ni los rojos comunistas se nos van a colar por las puertas de la
democracia…
- Entiendo, entiendo… -
Kissinger, sonreía veladamente; daba la impresión de no tomarse muy en serio
casi nada, y menos al general ese tan estirado que le debía recordar a sus
colegas sudamericanos, que tan bien conocía.
Pareció que el General
V le leyó el pensamiento, cuando dijo,
- No entiendo yo porque
no podemos hacer aquí, en España, lo que hacen nuestros colegas en Argentina o
mi admirado General Pinochet en Chile, señor Secretario de Estado. Estos
socialistas son lobos con piel de cordero. Recuerde usted al malvado Allende…
- Con todo el respeto,
mi General -se entrometió Torcuato, y añadió con firmeza-, España no es una
república sudamericana. Esto es Europa. Nuestra gloriosa historia es la de una
gran potencia europea y nuestra aspiración debería ser volver a serlo. Un país,
un Rey, una nación unida bajo una única bandera, mi General. Eso es lo que
importa. Pero con elecciones, como en toda Europa. Mire usted a Francia, a
Inglaterra, a Alemania o a Italia… ¡votan y no pasa nada! El comunismo no
entrará nunca en esos países, jamás gobernará. Y el separatismo que tienen es
ridículo: nadie quiere salir de una gran nación europea. Al menos, nadie con
sentido común. No, no tema usted, mi General.
- Bueno, bueno… -
rezongó, reticente, el uniformado- Veamos, joven, ¿usted está en condiciones de
prometerme que no se dejará arrastrar por el Pacto de Varsovia y sus siniestras
y ateas intenciones?
- Le prometo, mi General,
que mí norte es una España unida y
fuerte. Donde reine la libertad y no el libertinaje. Nosotros, aunque a usted
le cueste creerlo, somos gente de orden: aceptamos la monarquía, el mercado, la
libre empresa… y abominamos del comunismo igualitario. Pero ya sabe usted, mi
general -el tono era conciliador y explicativo a un tiempo; Felipe era
consciente de que tanto Henry como Torcuato no se perdían palabra- que el
pueblo español es indisciplinado e imprevisible. Como un toro bravo, puede
tener un momento de furia y cometer alguna barbaridad. Pues nosotros, el
Partido Socialista Obrero Español, estamos para evitar que se desmande.
Nosotros canalizaremos esa furia y esa inquietud que la muerte del Generalísimo
ha causado. Y le prometo, General, que si llegamos al Gobierno de la Nación,
serán nuestros Ejércitos respetados y cuidados como nunca lo han sido. Porque queremos
a militares como usted, preparados, con visión de futuro…
Dejó en suspenso la
frase, temía que el General V se
percatase de que le hacía la rosca y fuera a ofenderse.
Entonces entraron Willy y el Banquero (tampoco
pondremos su nombre, por lo de la confidencialidad
bancaria…). Felipe sintió una mezcla de alegría, la de ver a un amigo al fin, y
de relajación. Si el Banquero había venido era porque el tema estaba muy
avanzado. Seguramente, cuando salieran, el futuro ya estaría marcado.
- Señor Secretario de
Estado, Señores -inició Billy su discurso- Ummh, veo que ya han despejado ustedes
las cuestiones estratégicas con mi amigo Felipe. Él es un socialista como yo,
como ustedes saben bien. Dispuesto a buscar el progreso de su pueblo sin mermar
los derechos de los propietarios, las empresas y los defensores de la libertad
frente a los comunistas. Ummh… ya veo… pero tengan en cuenta ustedes que este
hombre es todavía joven. Quizás el joven con mayores aptitudes y sagacidad que
haya conocido, cierto; pero sin el bagaje de gobierno que todos tenemos.
No estaba nada claro a
dónde quería ir a parar su amigo; pero Felipe dejó que siguiera hablando,
intentando no irritarse por el tono paternalista que gastaba con él el
Canciller alemán. Éste seguía su discurso sin interrupción.
- Pues tengo que decirles
yo, lo que por prudencia Felipe no dice: España debe modernizarse, habrá que
poner en marcha programas sociales costosos en lo referente a la educación y la
sanidad… en definitiva, no se puede pretender que se vayan acercando a la NATO
sin pretender que entren a formar parte del Mercado Común. Y eso es más dinero…
Torcuato se removió en
su asiento al escuchar hablar de dinero.
- Herr. Brand, tenga usted
en cuenta que la oligarquía española no es rica… Si la esquilman a impuestos la
economía puede hundirse, los capitales, al sentirse amenazados, huirán del país y con razón…
- Entonces, ¿Cómo
piensa usted que el partido de Felipe podrá obrar cuando llegue al poder? Y
esté seguro de que llegará; sino, lo harán los comunistas y los anarquistas. A
menos que consintamos otro baño de sangre en el Sur de Europa, debemos actuar y
ser generosos. En eso estamos todos de acuerdo, ¿no es cierto? -murmullos de
aprobación- Conozco a Felipe: ayúdenle y les ayudará. Y denle algo al pueblo
español para que los tiempos de revoluciones sean historia ya para siempre.
- Por nuestra parte
-intervino Henry, que se había vuelto a quitar las gafas y las sostenía por una
varilla con la diestra- puedo
asegurarles que las grandes multinacionales no abandonarán el país cuando yo,
personalmente, les comunique su intención de integrarse en nuestra órbita
ideológica de defensa del libre mercado. Además, les prometo que aconsejaremos
a los mercados para que no les falte financiación… engrosando su deuda,
naturalmente.
- No tenga usted la
menor duda de nuestras intenciones, señor Secretario de Estado- se apresuró a
intervenir Felipe.
- Ya, ya…
- Ummmh… veo que
adelantamos. Nuestras fábricas de automóviles y de tecnología de
electrodomésticos mantendrán sus sedes en España, no lo duden. Facilitaremos a
España que sus importaciones a Europa se incrementen, y promocionaremos todavía
más el turismo de nuestros compatriotas en su país, cosa que estoy convencido
que mis colegas europeos igualmente harán; ya lo he hablado con ellos. Al fin y
al cabo -añadió mirando a Felipe con una sonrisa- ustedes tienen el Sol y las
mejores playas… y bellas mujeres.
Todos rieron; sin
embargo, Felipe observó que Torcuato fruncía el ceño y se dirigió a él.
- Torcuato, por favor,
si tiene alguna duda, suéltela ahora.
- Sencillo, Felipe.
Todo eso que ustedes dicen está muy bien, claro. Pero hay que realizarlo, y
vosotros, Felipe -el tuteo no pasó desapercibido, aunque nadie dijo nada- sois
unos desconocidos. Y no todo es prever cómo haréis esa economía del bienestar
(por cierto ¿qué es eso?, ¿acaso estáis mal en España?), sino cómo haréis para
ganar alguna vez las elecciones. Necesitaréis financiación, tú lo has dicho…
Dejó un largo silencio
durante el que nadie dijo nada, sabedores de que Torcuato quería ir a alguna
parte. Luego siguió.
- Pero estoy seguro de
que tanto el señor Banquero como Henry harán lo posible en ese sentido -los
aludidos afirmaron con la cabeza- Pero hay algo más: necesitáis ya un medio de
comunicación influyente que os abra paso. En eso, yo tengo gente con mucha
experiencia.
- La Vanguardia… -
empezó Felipe
- Es catalana y
monárquica, ahí no pescaréis un voto. No, lo que vosotros necesitáis es el
primer periódico del país…
- Hombre, Torcuato, no creo
yo que el ABC…
- Calla, calla -se rió
sordamente el representante de la monarquía- El ABC es lo que es y lo seguirá
siendo por mucho tiempo. No.
- Pues no veo yo
periódicos hoy en día…
- Hace tiempo que
trabajo en la idea de un gran periódico de la izquierda moderada. Como los hay
en Francia o en Alemania o Italia… Se llamará El País, he hablado con Spottorno
y se pondrá inmediatamente a ello. En poco menos de un año, creemos que puede
ser el segundo en tirada. Fichará a intelectuales reconocidos próximos a las
ideas socialdemócratas y les dejará opinar lo que quieran. Pondremos al frente
a los mejores profesionales educados en EEUU e Inglaterra; españoles
progresistas moderados todos. Por otra parte, abriremos todavía más la mano en
TVE en los programas de debate: es necesario culturizar al pueblo para que acuda
convenientemente a las elecciones.
Felipe no salía de su
asombro: el hombre del Rey, el de la prensa reaccionaria, le regalaba un
periódico para que le apoyase. Siempre había tenido a Torcuato como un
contrincante inteligente, lo que no se esperaba era encontrarse con un
compañero eficaz.
- España necesita dos
grandes partidos, como cuando la Restauración con Cánovas y Sagasta. A eso
hemos venido hoy aquí. Obviamente los tiempos son otros, pero el Rey y yo mismo
estamos dispuestos a defender ese modelo democrático. ¿Y ustedes?
Murmullos de
aprobación. Todos afirmaron que su idea era exactamente esa. Felipe observó,
una vez más, que el General era el menos entusiasta.
- Vamos, General, que
España está a salvo de rojos y masones. No se preocupe, hombre. -Henry parecía haber observado lo mismo que
Felipe y le hablaba así al General V. Se notaba que tenía mucha experiencia en
el trato con militares fascistas.
Hablaron de más cosas
durante un rato. Primaban las consideraciones generales y cierto buen humor, aunque
al general seguía sin vérsele muy convencido. Se citaron para sucesivas
reuniones y contactos para concretar detalles y flecos que pudieran surgir;
pero lo importante ya estaba decidido: España sería una monarquía capitalista,
constitucional, con dos grandes partidos turnándose en el poder y con los
medios de comunicación controlados.
Cuando se despidieron,
Felipe tenía la seguridad de que Henry se iba satisfecho. Y así se lo dijo.
- Verá, Felipe -le
contestó el americano- da gusto hablar con ustedes. Vengo de una gira por
Sudamérica, Argentina, Chile y Paraguay… allí todo es distinto, todo se exagera
y las reuniones nos obligan a tomar decisiones difíciles, incluso crueles… allí
los socialistas y comunistas, sí son un peligro. Lo dicho, un placer…
Cuando sus manos se
separaron Felipe se dio cuenta de que ya no sudaba.
Tuvo la certeza de que
no volvería a sudar nunca más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario