Pepe
Cerillas
Rey de paranoias
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Franco... ¡está vivo! |
Pepe
Cerillas alargó la siniestra para coger el papelote arrugado.
Tenía la cara apoyada en la vieja americana que había enrollado a modo de
almohada. El otoño recién se estrenaba y no hacía frío aquella noche. Sonaron
las dos de la madrugada en el reloj de Santa María del Mar y, a no ser por el
taconeo apresurado que se alejaba redoblando por el callejón, hubiera dormido
sobre sus cartones hasta el amanecer, cuando pasa el carro de Limpieza
Municipal con sus cepillos giratorios y su alcachofa de agua. Pero aquel papel había
rebotado en sus narices y luego rodó
hasta detenerse a tres palmos de su rostro. Alargó la zurda porque lo era,
zurdo, y acercó el papelote a sus ojos mientras se incorporaba.
Tenía seca la boca. Agrietada, la lengua le arañaba el
paladar y se encallaba en los resecos labios en un vano intento por
humedecerlos. Palpó a sus espaldas hasta dar con el tetra brick de Don Simón;
levantó la pestaña y se largó un buen trago de tintorro. “¡Dios bendiga al San
Simón!”, oró. ¿Cuantas veces habría repetido esa oración, tan breve como
fervorosa, en los últimos años? No recordaba la primera vez que elevó al Don a los altares. Qué más daba un don que un santo: si se trataba de buen vino merecía
estar en el centro de sus oraciones.
Ya, mientras desplegaba el arrugado papel, malició algo. La
forma rectangular, la textura crujiente, el peculiar quejido mientras lo
desdoblaba le resultaban familiares; aunque el tamaño le parecía un tanto
grande. Sentado en el suelo como estaba, depositó el papel sobre la rodillera
izquierda de su gastado pantalón de pana oscura. El acanalado género amarró la
hoja mientras hurgaba en un bolsillo en busca de una caja de cerillas. La
encontró enseguida, no en vano todos le llamaban Pepe Cerillas. A tientas, pues la
penumbra reinaba en el callejón, abrió la caja y palpó la cerilla hasta
distinguir el extremo barrigón del mixto. Luego, raspó sobre la lija y escuchó la deflagración del fósforo. Cerró
los ojos para aspirar el olor acre del humo, le gustaba tanto... Cuando los
abrió, ya miraba el papel.
“¡Joder, San Simón
me ampare!”, exclamo con voz queda. Era el primero que veía en directo
y, por supuesto, el primero que tocaban sus dedos. Pero los había visto en los
pósters que cuelgan en las paredes de los bancos, con flechas que señalan los
elementos de seguridad que distinguen los falsos de los verdaderos. Además, sabía leer; que una cosa es ser
mendigo y otra ser analfabeto. De hecho, casi todos los mendigos que conocía
sabían leer; y alguno había conocido que decía ser ingeniero o doctor. Y les
creía. Pepe Cerillas tenía un estupendo olfato para las mentiras: había
descubierto que Franco no había muerto al primer vistazo que echó a la lapida
del dictador. ¿Cómo no se daba cuenta la gente de que aquello no era una
lápida, sino la puerta de un bunker? Seguro que, desde allí, el Generalísimo
mandaba más que cuando estaba vivo. En fin, si las gentes no querían creerle,
allá ellos. Pero, ahora, lo que de verdad importaba era que aquel papelote
amoratado como la casulla de un obispo era, sin duda, un billetazo de quinientos euros. Lo ponía
bien clarito en las esquinas: QUINIENTOS EUROS. Un "Bin Laden", así les llamaban a
estos billetes, porque eran tan difíciles de ver como el famoso terrorista
moraco. ¡Cómo si no supieran que, el moro ese de las barbas, habitaba un zulo
debajo de la Casa Blanca y, desde allí, movía como marionetas a los falsos
presidentes de USA! Fingieron su detención y no expusieron su cadáver porque se
hubiera descubierto la patraña de su supuesta muerte. Todo aquello fue una
farsa, un montaje de Hollywood; como aquello del alunizaje en los años 60:
cualquier tonto sabe que la Luna no soportaría el peso de esa enorme nave
espacial.
“Crisis, dicen, ¿qué crisis? ¡Si la gente tira ya los
billetes de quinientos eurazos! A mi no me la pegan, quieren acabar con
nosotros” dijo para sí, mientras
enrollaba el billete y lo acercaba a la llama de su cerilla, que ya le quemaba
los dedos. El billete prendió con un chisporroteo azulado y su luz pronto
sustituyó a la del fósforo. “No; a mi no. A mi no van a corromperme con
billetes de esos” Se levantó y buscó las cámaras que le debían estar filmando.
Porque era seguro que le filmaban a todas horas, siempre; a él y a todo el mundo. Nunca la
policía había controlado tanto a los ciudadanos como ahora. Franco podía estar
contento: sus antiguos policías secretos eran unos pardillos comparados con los
súper tecnificados cuerpos de seguridad que ahora trabajaban para él. La farsa
democrática había sido la excusa perfecta para que las gentes se dejaran
filmar, grabar y fichar sin protestar.
La luz del billete era algo más viva que la de la
cerilla. Ardió un rato, hasta quemarle casi los dedos; entonces, lo tiró al
suelo y pisó sus cenizas. Después, levantando la voz, se dirigió a las cámaras
ocultas del callejón:
- ¡Os jodéis, mamones! A mi no me la pegáis; ¡meteos
vuestros putos quinientos euros en el culo!- al tiempo que decía esto se bajaba
los pantalones, dejando sus vergüenzas al descubierto- Podéis grabar esto y se lo pasáis a vuestros
hijos por la tele en horario familiar. ¡Ah, ah, ah! La crisis es un invento, ya
lo sabía yo ¿creíais que podíais engañar a Pepe Cerillas? ¡Que os jodan! ¡Ah,
ah, ah!
Cuando terminó de reír, se subió los pantalones y se
tumbó de nuevo sobre sus cartones. Al poco rato, roncaba con la cabeza
descansando de nuevo sobre su chaqueta enrollada.
Entonces, saliendo del soportal donde permanecía oculta, una sombría mujer se acercó con sigilo, intentando amortiguar el taconeo
para no despertar al mendigo durmiente. Sacó de un bolsillo un cepillo y una
bolsa de plástico y barrió con esmero las cenizas del billete de
quinientos euros que Pepe Cerillas había despreciado. Tras guardar la bolsa,
partió de aquel lugar al tiempo que pulsaba las teclas de su teléfono móvil.
- ¿Central?, informa la agente Lucinda. La acción
planificada sobre el individuo conocido como Pepe Cerillas ha fracasado. Podrán
examinar todos los detalles en las cámaras sitas en las bocacalles del callejón, cuya localización queda indicada en mi GPRS en este preciso momento. Otra vez será. En veinte
minutos quedamos en el Valle de los Caídos, junto a la lápida que ya sabéis.
Luego, la humedad opaca de la noche engulló a la siniestra
agente Lucinda.
Mientras, Pepe Cerillas gozaba, protegido por San Simón,
de su feliz séptimo sueño.
Fin.
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