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viernes, 27 de febrero de 2015

DE JUEDIETAS Y MORATONES (el maltratador)



De judietas y moratones.
el maltratador


La calle Barranco desciende, como indica su nombre, desde lo alto de la Peña, y muere a orillas del río. Los sábados, si hace buen tiempo, se llena de gente, pues la calle Barranco es la más comercial de la comarca. Hay bares, tiendas de comestibles, ultramarinos, carnicerías, zapaterías, pastelería y panadería, y dos quioscos, uno a cada lado, con la prensa expuesta en las aceras,.

La gente acude de todas la pedanías -dieciocho exactamente- que dependen del ayuntamiento de G, a realizar sus compras a la calle Barranco. Es ésta la pequeña capital de una comarca pequeña; tanto que, con la calle Barranco y la Plaza Mayor, basta para cubrir las necesidades de los ciudadanos que viven en ella. Siempre ha sido así.
*


Yo me sentaba, los sábados, a ver a la gente que paseaba por la calle Barranco. Los hombres vestían americanas anchas, un tanto ajadas las más. Ellas lucían trapos más a la moda, comprados en el mercadillo de los lunes o en alguna escapada ocasional a la ciudad. Sí, yo me sentaba todos los sábados a verlos pasear, arriba y abajo, por la calle Barranco.

Ahora, ocupo la celda número treinta y tres de la tercera galería de la Cárcel Provincial de H. Lo tengo merecido: maté a un hombre. Uno que paseaba por la calle Barranco, con su americana vieja de los festivos, con un puro en la boca y la mujer siguiéndole, sacando la lengua, la pobre, pues su marido andaba con grandes zancadas y se enojaba con ella si se rezagaba. Aquel hombre parecía un gigante con sus casi dos metros de altura. Un pedazo de campesino era, si señor.

Todos los sábados igual. Yo me sentaba a ver pasar a la gente y la gente pasaba, paseando, comentando cosas de poca importancia. Buena gente, de verdad. Se acompañaban, se saludaban, entraban y salían de las tiendas y, finalmente, se sentaban en alguna de las terrazas de los bares que hay en la calle Barranco, a tomar un refresco y unos calamares. Ellos se enzarzaban en conversaciones sobre el tiempo o la cosecha, o sobre futbol o política. Del señor alcalde hablaban mal, porque era de cascos ligeros, decían, incluso los que le votaban, que eran mayoría, naturalmente. En cuanto al futbol y la cosecha, temas de más calado, se hablaba con mayor seriedad. Ellas, chismorreaban sobre cosas de vecinas o comentaban las últimas novedades que había en el escaparate de Confecciones Tomás. Tomás, que había sido sastre, ahora se limitaba al pret a porter y añoraba los viejos y buenos tiempos cuando las franelas y otros tejidos llenaban las estanterías de su tienda, y él andaba con la cinta de medir y las tijeras todo el día, vigilando que las costureras sacasen el mejor partido del género que cosían. Tomás sí hablaba bien del alcalde. Los sábados, cuando yo estaba allí, no paseaba por la calle Barranco porque estaba en la tienda. Pero formaba parte del pueblo porque su buen género estaba en boca de todas las mujeres, que paraban siempre frente al escaparate de su tienda. Todas, menos la mujer del gigante.

Yo amaba a la gente del pueblo. Durante toda la semana me sostenía la esperanza de reencontrarme el sábado con mi entrañable banco de piedra y listones de madera, donde me sentaba a verles pasar. Cuando era temporada, llevaba una cesta con algunas hortalizas que vendía a los buenos ciudadanos de mi comarca; las pesaba con mi vieja balanza de platillos y pesas de piedra, y cortaba alguna pieza con mi gran cuchillo para que viesen lo frescos que eran; sobre todo, las sandías y los melones, que cortaba en finas rodajas para que catasen la dulce pulpa. Así, conseguía unos pocos euros para compensar la exigua pensión que recibo por haberme pasado la vida destripando terrones. Pero el dinero no era, para mí, lo más importante de mi modesto comercio callejero; lo que me agradaba realmente era la pequeña charla que sostenía con quienes venían a preguntar por mis hortalizas. A mi edad se puede sentir uno muy solo. Mis hermanos y casi todos mis amigos han muerto ya. Yo no le tengo miedo a la muerte, de veras; ya me ha fastidiado lo suyo, la muy perra, llevándose a quienes más quería.

Decía que estoy en la cárcel porque maté a un hombre. Ahora os cuento cómo fue; lo que pasa es que, a mi edad, me cuesta centrarme en un solo tema y me voy por las ramas. Decía que me sentaba los sábados en la calle Barranco a ver pasear a la gente y a vender mis hortalizas en temporada. Con mi balanza y mi gran cuchillo. Se lo clavé en la boca del estómago, penetrando hacía arriba, hasta el corazón. Cayó fulminado tras mirarme un segundo, como asombrado. Me pareció que su mujer sonreía, la pobre. Debió pensar que podría pasear a sus anchas, al fin, sin tener que correr tras aquel animal con puro, americana vieja y zancadas de gigante; sin miedo ya a volver a su casa.

Lógicamente, se armó un gran revuelo. De las tiendas salieron señoras que se paraban a cierta distancia a ver qué había pasado; de los bares y las terrazas vinieron los hombres que poco pudieron hacer, pues el del puro yacía muerto y eso es siempre algo sin remedio. Uno de ellos me dijo si quería sentarme y, sin esperar que le contestara, me ayudó amablemente a acomodarme de nuevo en mi banco de los sábados. Me temblaban las piernas, para qué negarlo. Todos parecían muy sorprendidos por lo que había ocurrido. Yo mismo estaba asombrado de lo que había hecho; no se mata a un hombre todos los días. Asombrado, sí, y convencido también de haber actuado correctamente.

He dicho que, por lo común, la gente de mi pueblo es buena gente, a la que da gusto ver pasear los sábados por la calle Barranco; pues, desde aquel día, ya lo son todos. Buena gente. Aquel hombre gigantesco y desconsiderado desentonaba. Jamás se interesó por mis hortalizas. Andaba a la suya, ignorando a su pequeña y dulce esposa, a la que fusilaba con la mirada si no le seguía; ella disimulaba los moratones de su rostro con gruesas capas de maquillaje. Pude verlos poco antes de clavarle el cuchillo a su esposo.

Aquel día, después de años de arrastrase en pos de su marido calle Barranco arriba y abajo, la mujer respiró hondo y se detuvo frente a mí. Me sonrió entonces por primera vez y me preguntó a cuánto vendía las judietas.
- Son muy hermosas, póngame medio kilo.
Me lo dijo justo antes de que su marido, que estaba a cierta distancia, se diese la vuelta buscándola. Cuando la vio, se plantó de dos zancadas junto a nosotros y la tomó del brazo, zarandeándola como si fuese un monigote.
- ¡Quita!
Y de un furioso manotazo barrió a su alrededor, como el aspa de un molino, llevándose todo por delante. Volaron las judietas, que yo estaba metiendo ya en una bolsa de plástico, volaron la balanza, los platillos y las pesas de piedra. Por si fuera poco, tropezó intencionadamente con la cesta que contenía mis hortalizas, que salieron rodando calle abajo, desperdigándose por todas partes. El hombre echaba fuego por la mirada y la mujer, casi suspendida en el aire de su brazo, le miraba con ojos desorbitados.
- ¿Pero, qué he hecho?
- ¡Ya te contaré yo lo que has hecho cuando lleguemos a casa!

Ni siquiera lo pensé.
Lo único que no había salido volando por los aires era mi gran cuchillo de cortar la fruta.
*


Once meses he permanecido en la cárcel hasta el juicio. La sentencia considera que fui objeto de una agresión y la condena ha sido menor.

Mañana salgo ya de aquí. Dice el abogado que han tenido en cuenta los informes favorables sobre mí conducta; y que con mis ochenta y siete años no hay probabilidad de que vuelva a delinquir. Recuerdo cómo me miraba la jueza cuando le conté de que manera, durante años, aquel bestia arrastraba por la calle Barranco a su señora, la de los moratones velados por el maquillaje.

Mañana es sábado. Me sentaré de nuevo en mi banco a ver como pasea mi gente. Y si viene el señor cura a preguntarme si me arrepiento de lo que hice, le diré que no. Será la pura verdad.

***
                                                           (* donde yo vivo, a las   judias verdes les llaman “judietas”)