sábado, 26 de septiembre de 2015

Crepúsculo en Barasona

CREPUSCULO EN BARASONA



"El Hombre no es más que una cabeza de alfiler con la facultad de contener un mundo. Un cosmos con nombre propio. Así, existe el orbe de José y de María, y el de Friederich y Aristóteles. Un mundo propio que s se cruza couyunturalmente con otros que le parecen, al Hombre, similares al suyo, hasta el punto de hacerle creer  que son uno y el mismo para todos. 
Mas intuye con oscura certeza, el Hombre, que, cuando alguien muere, su mundo muere con él. Y siente el asombro y el dolor de pensar que, cuando le llegue a él la hora, su mundo, con sus amaneceres, con la palabras proferidas o susurradas, con todo el dolor inmenso y ajeno que haya podido contemplar, con la historia de Abelardo y Eloisa o la misma revolución de los planetas, todo eso y más, totalmente todo “su” mundo, desaparecerá con él. 
¿Para qué tanto esfuerzo? se pregunta.  Y ya no quiere hacer el bien, ni el mal. Solo pide un lugar para ser feliz el tiempo que le ha sido concedido. El hombre solo quiere contemplar ese mundo que cabe en la cabeza de un alfiler,  donde sentir aplacada la nostalgia que le produce la oscura certeza de su concreta duración." Este fragmento de un relato que hace ya mucho escribí, se me vino a la cabeza el otro día (un espléndido día de otoño) tomába estas fotos en mi paseo a orillas del barasona.
"Tan sólo un lugar donde ser feliz..." 
Bueno, ese no estaba tan mal.
Al menos mientras duraba el crepúsculo.
Saludos.
josep turu

viernes, 15 de mayo de 2015

Los toboganes de tu piel



                                                                                       (Bretonidas I)
               
                       
               Los toboganes de tu piel 

Por los toboganes de las nubes la luz  se acuesta
Cuando el reino de las estrellas murmura aún su canción oculta
Por las cuestas de las nubes mí corazón despierta o llora
O grita, clama y blasfema.
Por el dulce interior de las nubes
Los laberintos de muñecas saludan
Lloran lágrimas de oro pálido y extienden sus brazos de viejas ideas.
Por el corazón de las nubes tus labios de algodón 
Te llaman. 

¿Dónde vas a encontrarlas?
Donde tienes que  mirar ¿lo sabes?
Sí, sí lo sabes y lo temes
Porque la noche   negra te anda buscando
Porque la corrupción de los cuerpos te espera
Porque la las tinieblas te han de parecer amables
Cuado la puñalada del átomo te cause infinitas heridas dispersas.

Por los toboganes
Por las calles
Por el sumidero de los pantanos  negros
De aguas y cuchillas negras
Por el andén del metro
Donde la sangre de  Manuela se escarcha todas las mañanas
Por el iris de los cielos
Por el iris de tus ojos
Tus ojos sí, pozos inagotables
Cárcel de tus universos
Éter de sones antiguos
Por
Tu piel
Mortaja viva de tu corazón en llamas
Futura ceniza de nostalgias.

viernes, 24 de abril de 2015

El Sombrero y el Presidente




 - ¿Estás seguro?
Lo mira, achina los ojos intentando un gesto de picardía poco adecuado a las circunstancias, y expele entre dientes un adarme de aliento para musitar una respuesta.
- Tú no puedes hablar: eres un sombrero.
En el fondo, sabe que tanto da. Afuera el mundo gira en torno a él.
- Lo que tú quieras, Presidente, pero llevo tanto tiempo cubriéndote la cabeza que me sé muy bien lo que pasa por ella. Y lo que le has dicho a tu mujer, no te lo crees ni tú.
- Los sombreros no hablan –insiste con desgana.
- Sólo hablo contigo, puedes estar tranquilo. Mi discreción es absoluta. Pero creo que me merezco alguna consideración. Además, a estas alturas, no me negarás el importante papel que desempeño.
- ¿Y qué? Pagué por ti buena plata y tengo el derecho...
-¡Ni una miserable lempira pagaste, tacaño! No mientas: pasaste la factura al Departamento de Estado para que abonase lo que yo cuesto. Bueno, yo y cien más como yo. Tú lo haces todo a lo grande, Presidente.
Para qué contestar: el sombrero tiene razón, los gastos de la Presidencia corren a cargo del erario público; también los sombreros del señor Presidente de la República hondureña.
Se levanta para mirar por la ventana, dando la espalda al sombrero, que queda solo, sobre la mesa. Los jardines de la embajada exhiben una geometría de setos recortados y figuras florales fruto de una mano primorosa de ensueños babilónicos y geométricos. El jardinero de la embajada debe ser alguien ordenado, poco dado al romanticismo. No hay improvisación en estos jardines; al contrario, las simetrías se muestran contundentes y los colores bien conjuntados. Todo es equilibrio. No hay lugar para que la naturaleza se exprese; es decir, no hay lugar para la libertad.
¡La libertad, ay! Enclaustrado en esta embajada desde hace días, no puede hacer otra cosa que aguardar acontecimientos. Y asomarse desde el torreón que da a la avenida para que sus seguidores sepan que está ahí, que permanece con ellos. Sin decir nada, pero con el sombrero puesto. Entonces, cuando ellos le ven, se siguen las aclamaciones y las carreras de los manifestantes huyendo de las fuerzas del orden.  Es increíble que las gentes sean capaces de saltar el cordón policial, arriesgándose a ser heridas por las porras eléctricas, las bolas de goma y el humo ácido de los botes para verle en el balcón. Si recupera la presidencia de la Nación, ordenará que expulsen a esos mandos militares y policiales de inmediato. Pero no por colaborar con el indigno golpe militar que le ha expulsado del poder, no. Hará que los expulsen por ineptos. Se pasan el día pidiendo equipamiento moderno, armas, carruajes, uniformes de camuflaje y no recuerda cuantos sofisticados utensilios de control y represión. Y siempre les concede lo que piden, no vayan a enojarse. ¡Y ahora son incapaces de impedir que unos cientos de hombres se manifiesten frente a esta embajada!
Eso es lo que le ha dicho, por teléfono, a su mujer hace pocos minutos: que los iba a cesar a todos. Y ha sido entonces, cuando ha colgado el auricular, que el sombrero le ha preguntado si estaba seguro. No es tonto este sombrero. Será que la inteligencia se contagia y con tantas horas pegado a su cabeza, algo habrá pillado. La verdad es que, cuando recupere la presidencia, no despedirá a estos militares. Cierto que sustituirá a alguno, otorgándole una pensión generosa para un retiro dorado. Pero la mayoría –entre ellos los que dirigen la represión contra sus seguidores- seguirán a su servicio. Con algunas concesiones, claro; pero seguirán en sus puestos. Bueno, también habrá que dar escarmiento  público sobre algún oficial o algún sargentucho de los que han disparado con bala de plomo. Se exigirán responsabilidades, claro. Si todo va bien, el jefe de los golpistas deberá ser exiliado.  
A ese sí que le odia. Y a los que conspiraron con él para derrocarle. Pero al “glorioso” ejército, a las “heroicas” Fuerzas Armadas, no se les toca ni un pelo. Ellas mismas elegirán a los cabezas de turco y en paz. ¡“Gloriosos y heroicos”! Ja. Si les conociesen como él los conoce. ¡Una panda de borrachos y puteros, es lo que son! ¿Nadie se ha preguntado por qué siempre, en las cercanías de los cuarteles, hay un burdel? Bueno, en este país, si a alguien se le ocurre hacer esta pregunta, lo enchironan ipso facto.
- Ves, yo tenía razón.
- Ya. Pero qué querías que le dijera a mi mujer. ¿Qué espero que, los mismos hijos de puta que nos sacaron de Palacio a punta de pistola ayer, mañana trabajen para mí? No es el momento, ya lo irá viendo cuando recuperemos el Palacio. Entonces, recuperadas prerrogativas de ser la primera dama, ya no le parecerá tan grave confraternizar   con ellos. La real politik, amigo mío, es así.
- Y tú ahora no eres más que un sombrero.
- ¡Qué! Oye, el sombrero eres tú. Redondito, con ala ancha y de fieltro blanco. Yo soy el presidente de la Nación.
-¡Ja!-
- ¿Cómo...? ¿Acaso no me ves? Con mi gran mostacho negro, mi mentón decidido, la nariz augusta y mis gruesas cejas que hacen temblar a todo dios cuando las enarco. ¡Soy el Presidente! Aunque me sacaron a empellones de Palacio cuatro soldaduchos y me quieran exiliar en un país vecino, sigo siendo el único presidente electo de la nación. Y ahora, que he vuelto a la capital de mi país, lo soy más. Aunque sea refugiado en la embajada de ese país amigo.
- ¡Ja!
- Si no lo crees, mira como me aclaman todos cuando salgo al balcón de la embajada. Mira..
- Me aclaman a mí.
-¿Que...?
- Lo que te digo. Y si no me crees: sal al balcón sin mí.
Es increíble lo que dice este sombrero. ¡Vaya desfachatez! A este paso, terminarán rebelándose hasta las criadas. En algo no le falta razón al golpista hijo puta que ahora se dice presidente: cuando dice que falta disciplina en este país. Si hubiera sido más riguroso en el trato con sus subordinados y con sus enemigos políticos, ahora no se vería en esta situación. Decide que, cuando vuelva a la presidencia, no será tan blando.
Mira la hora. Son las cinco de la tarde. Ha acordado que cada dos horas saldrá al balcón del torreón para dar ánimos al pueblo.
- Ahora vuelvo.
-Eh, te olvidas de algo.
-No, no me olvido de nada. Tú te quedas aquí.
Cuando sale se hace el silencio en el despacho. Tamizada por la fronda de los árboles, la luz clara de la tarde entra por la ventana. Sobre la mesita que hay frente al sillón,  el sombrero del presidente descansa junto al periódico y un cenicero con las cenizas aún calientes de un puro habano. Así, en una apacible soledad, pasan varios minutos. El silencio es casi total.
- ¡Joder!
Entra el presidente batiendo violentamente la puerta. Con paso decidido se planta frente a la mesa, alarga la mano en dirección al sombrero blanco; pero cuando sus dedos están a punto de rozar el fieltro, se detiene y duda.
- ¡Bah! –se dice- si los sombreros no hablan. Lo habré soñado.
Luego, sale del salón con el sombrero calado en la cabeza.
A cabo de unos instantes, por la ventana del tranquilo despacho, se escuchan –ahora sí- los fuertes vítores de los seguidores fieles al presidente Zelaya.

Fin

viernes, 20 de marzo de 2015

Las Horas Perdidas

"...¿Los yunques y crisoles de tu alma/ trabajan para el polvo y para el viento?... "      (a.machado)
            Las horas perdidas.


      Pierdo las horas. Hace tiempo -no sé cuánto, realmente- que pierdo las horas. Ellas se van, una tras otra, casi todas, sin que pueda retenerlas ni recordarlas. Sólo me queda una vaga sensación de que pasaron; y la certeza cuadriculada del calendario.

      Y me digo que a todo el mundo le sucederá igual. A quienes comparten estos turbulentos tiempos conmigo, a mi alrededor o en los confines del orbe; y, también, a todos lo que me precedieron, las ingentes generaciones de hombres y de mujeres que ya son polvo en la tierra, suspiro en el aire o lágrima en el recuerdo. ¡Qué desperdicio de tiempo, de horas y minutos, de días y segundos; instantes perdidos que nadie recordó jamás haber vivido!

      Cierro los ojos y hago un esfuerzo para recuperar una de esas horas que perdí. La memoria es una sirvienta perezosa que, cuando nos damos la vuelta, barre las horas y las esconde debajo de la alfombra.

      ¡Eh, ahí va una hora! “¡Cógela!”, me digo; y lanzo una redecilla hecha con hilo de memoria, parecida a aquellas que se usan para capturar mariposas. Al fin la tengo. Como las mariposas, cuando los dedos del ahora la toman, pierde el polvo vital de sus alas y muere. Tengo -¡qué le vamos ha hacer!- un hora muerta entre mis manos. No se guardan en el recuerdo las horas perdidas. Son ya otra cosa.

      Fracasado, abandono, una vez más, el empeño. Yo, como otros tantos antes de mí, soy incapaz de resucitarlas.

      Cansado, vuelvo a casa. Y voy pensando que los libros de Historia son tan sólo una lápida sobre la tumba de las horas perdidas.


jt

martes, 10 de marzo de 2015

Pepe Cerillas (rey de paranoias).




Pepe Cerillas
Rey de paranoias

Franco... ¡está vivo!
Pepe Cerillas alargó la siniestra para coger el papelote arrugado. 
Tenía la cara apoyada en la vieja americana que había enrollado a modo de almohada. El otoño recién se estrenaba y no hacía frío aquella noche. Sonaron las dos de la madrugada en el reloj de Santa María del Mar y, a no ser por el taconeo apresurado que se alejaba redoblando por el callejón, hubiera dormido sobre sus cartones hasta el amanecer, cuando pasa el carro de Limpieza Municipal con sus cepillos giratorios y su alcachofa de agua. Pero aquel papel había rebotado en sus narices  y luego rodó hasta detenerse a tres palmos de su rostro. Alargó la zurda porque lo era, zurdo, y acercó el papelote a sus ojos mientras se incorporaba.

Tenía seca la boca. Agrietada, la lengua le arañaba el paladar y se encallaba en los resecos labios en un vano intento por humedecerlos. Palpó a sus espaldas hasta dar con el tetra brick de Don Simón; levantó la pestaña y se largó un buen trago de tintorro. “¡Dios bendiga al San Simón!”, oró. ¿Cuantas veces habría repetido esa oración, tan breve como fervorosa, en los últimos años? No recordaba la primera vez que elevó al Don a los altares. Qué más daba un don que un santo: si se trataba de buen vino merecía estar en el centro de sus oraciones.

Ya, mientras desplegaba el arrugado papel, malició algo. La forma rectangular, la textura crujiente, el peculiar quejido mientras lo desdoblaba le resultaban familiares; aunque el tamaño le parecía un tanto grande. Sentado en el suelo como estaba, depositó el papel sobre la rodillera izquierda de su gastado pantalón de pana oscura. El acanalado género amarró la hoja mientras hurgaba en un bolsillo en busca de una caja de cerillas. La encontró enseguida, no en vano todos le llamaban Pepe Cerillas. A tientas, pues la penumbra reinaba en el callejón, abrió la caja y palpó la cerilla hasta distinguir el extremo barrigón del mixto. Luego, raspó sobre la lija y  escuchó la deflagración del fósforo. Cerró los ojos para aspirar el olor acre del humo, le gustaba tanto... Cuando los abrió, ya miraba el papel.

“¡Joder, San Simón  me ampare!”, exclamo con voz queda. Era el primero que veía en directo y, por supuesto, el primero que tocaban sus dedos. Pero los había visto en los pósters que cuelgan en las paredes de los bancos, con flechas que señalan los elementos de seguridad que distinguen los falsos de los verdaderos.  Además, sabía leer; que una cosa es ser mendigo y otra ser analfabeto. De hecho, casi todos los mendigos que conocía sabían leer; y alguno había conocido que decía ser ingeniero o doctor. Y les creía. Pepe Cerillas tenía un estupendo olfato para las mentiras: había descubierto que Franco no había muerto al primer vistazo que echó a la lapida del dictador. ¿Cómo no se daba cuenta la gente de que aquello no era una lápida, sino la puerta de un bunker? Seguro que, desde allí, el Generalísimo mandaba más que cuando estaba vivo. En fin, si las gentes no querían creerle, allá ellos. Pero, ahora, lo que de verdad importaba era que aquel papelote amoratado como la casulla de un obispo era, sin duda,  un billetazo de quinientos euros. Lo ponía bien clarito en las esquinas: QUINIENTOS EUROS. Un "Bin Laden", así les llamaban a estos billetes, porque eran tan difíciles de ver como el famoso terrorista moraco. ¡Cómo si no supieran que, el moro ese de las barbas, habitaba un zulo debajo de la Casa Blanca y, desde allí, movía como marionetas a los falsos presidentes de USA! Fingieron su detención y no expusieron su cadáver porque se hubiera descubierto la patraña de su supuesta muerte. Todo aquello fue una farsa, un montaje de Hollywood; como aquello del alunizaje en los años 60: cualquier tonto sabe que la Luna no soportaría el peso de esa enorme nave espacial.

“Crisis, dicen, ¿qué crisis? ¡Si la gente tira ya los billetes de quinientos eurazos! A mi no me la pegan, quieren acabar con nosotros”  dijo para sí, mientras enrollaba el billete y lo acercaba a la llama de su cerilla, que ya le quemaba los dedos. El billete prendió con un chisporroteo azulado y su luz pronto sustituyó a la del fósforo. “No; a mi no. A mi no van a corromperme con billetes de esos” Se levantó y buscó las cámaras que le debían estar filmando. Porque era seguro que le filmaban a todas horas, siempre; a él y a todo el mundo. Nunca la policía había controlado tanto a los ciudadanos como ahora. Franco podía estar contento: sus antiguos policías secretos eran unos pardillos comparados con los súper tecnificados cuerpos de seguridad que ahora trabajaban para él. La farsa democrática había sido la excusa perfecta para que las gentes se dejaran filmar, grabar y fichar sin protestar.

La luz del billete era algo más viva que la de la cerilla. Ardió un rato, hasta quemarle casi los dedos; entonces, lo tiró al suelo y pisó sus cenizas. Después, levantando la voz, se dirigió a las cámaras ocultas del callejón:

- ¡Os jodéis, mamones! A mi no me la pegáis; ¡meteos vuestros putos quinientos euros en el culo!- al tiempo que decía esto se bajaba los pantalones, dejando sus vergüenzas al descubierto-  Podéis grabar esto y se lo pasáis a vuestros hijos por la tele en horario familiar. ¡Ah, ah, ah! La crisis es un invento, ya lo sabía yo ¿creíais que podíais engañar a Pepe Cerillas? ¡Que os jodan! ¡Ah, ah, ah!

Cuando terminó de reír, se subió los pantalones y se tumbó de nuevo sobre sus cartones. Al poco rato, roncaba con la cabeza descansando de nuevo sobre su chaqueta enrollada.



Entonces, saliendo del soportal donde permanecía oculta, una sombría mujer se acercó con sigilo, intentando amortiguar el taconeo para no despertar al mendigo durmiente. Sacó de un bolsillo un cepillo y una bolsa de plástico y barrió con esmero las cenizas del billete de quinientos euros que Pepe Cerillas había despreciado. Tras guardar la bolsa, partió de aquel lugar al tiempo que pulsaba las teclas de su teléfono móvil.

- ¿Central?, informa la agente Lucinda. La acción planificada sobre el individuo conocido como Pepe Cerillas ha fracasado. Podrán examinar todos los detalles en las cámaras sitas en las bocacalles del callejón, cuya localización queda indicada en mi GPRS en este preciso momento. Otra vez será. En veinte minutos quedamos en el Valle de los Caídos, junto a la lápida que ya sabéis.

Luego, la humedad opaca de la noche engulló a la siniestra agente Lucinda.

Mientras, Pepe Cerillas gozaba, protegido por San Simón, de su feliz séptimo sueño.


Fin.

viernes, 27 de febrero de 2015

DE JUEDIETAS Y MORATONES (el maltratador)



De judietas y moratones.
el maltratador


La calle Barranco desciende, como indica su nombre, desde lo alto de la Peña, y muere a orillas del río. Los sábados, si hace buen tiempo, se llena de gente, pues la calle Barranco es la más comercial de la comarca. Hay bares, tiendas de comestibles, ultramarinos, carnicerías, zapaterías, pastelería y panadería, y dos quioscos, uno a cada lado, con la prensa expuesta en las aceras,.

La gente acude de todas la pedanías -dieciocho exactamente- que dependen del ayuntamiento de G, a realizar sus compras a la calle Barranco. Es ésta la pequeña capital de una comarca pequeña; tanto que, con la calle Barranco y la Plaza Mayor, basta para cubrir las necesidades de los ciudadanos que viven en ella. Siempre ha sido así.
*


Yo me sentaba, los sábados, a ver a la gente que paseaba por la calle Barranco. Los hombres vestían americanas anchas, un tanto ajadas las más. Ellas lucían trapos más a la moda, comprados en el mercadillo de los lunes o en alguna escapada ocasional a la ciudad. Sí, yo me sentaba todos los sábados a verlos pasear, arriba y abajo, por la calle Barranco.

Ahora, ocupo la celda número treinta y tres de la tercera galería de la Cárcel Provincial de H. Lo tengo merecido: maté a un hombre. Uno que paseaba por la calle Barranco, con su americana vieja de los festivos, con un puro en la boca y la mujer siguiéndole, sacando la lengua, la pobre, pues su marido andaba con grandes zancadas y se enojaba con ella si se rezagaba. Aquel hombre parecía un gigante con sus casi dos metros de altura. Un pedazo de campesino era, si señor.

Todos los sábados igual. Yo me sentaba a ver pasar a la gente y la gente pasaba, paseando, comentando cosas de poca importancia. Buena gente, de verdad. Se acompañaban, se saludaban, entraban y salían de las tiendas y, finalmente, se sentaban en alguna de las terrazas de los bares que hay en la calle Barranco, a tomar un refresco y unos calamares. Ellos se enzarzaban en conversaciones sobre el tiempo o la cosecha, o sobre futbol o política. Del señor alcalde hablaban mal, porque era de cascos ligeros, decían, incluso los que le votaban, que eran mayoría, naturalmente. En cuanto al futbol y la cosecha, temas de más calado, se hablaba con mayor seriedad. Ellas, chismorreaban sobre cosas de vecinas o comentaban las últimas novedades que había en el escaparate de Confecciones Tomás. Tomás, que había sido sastre, ahora se limitaba al pret a porter y añoraba los viejos y buenos tiempos cuando las franelas y otros tejidos llenaban las estanterías de su tienda, y él andaba con la cinta de medir y las tijeras todo el día, vigilando que las costureras sacasen el mejor partido del género que cosían. Tomás sí hablaba bien del alcalde. Los sábados, cuando yo estaba allí, no paseaba por la calle Barranco porque estaba en la tienda. Pero formaba parte del pueblo porque su buen género estaba en boca de todas las mujeres, que paraban siempre frente al escaparate de su tienda. Todas, menos la mujer del gigante.

Yo amaba a la gente del pueblo. Durante toda la semana me sostenía la esperanza de reencontrarme el sábado con mi entrañable banco de piedra y listones de madera, donde me sentaba a verles pasar. Cuando era temporada, llevaba una cesta con algunas hortalizas que vendía a los buenos ciudadanos de mi comarca; las pesaba con mi vieja balanza de platillos y pesas de piedra, y cortaba alguna pieza con mi gran cuchillo para que viesen lo frescos que eran; sobre todo, las sandías y los melones, que cortaba en finas rodajas para que catasen la dulce pulpa. Así, conseguía unos pocos euros para compensar la exigua pensión que recibo por haberme pasado la vida destripando terrones. Pero el dinero no era, para mí, lo más importante de mi modesto comercio callejero; lo que me agradaba realmente era la pequeña charla que sostenía con quienes venían a preguntar por mis hortalizas. A mi edad se puede sentir uno muy solo. Mis hermanos y casi todos mis amigos han muerto ya. Yo no le tengo miedo a la muerte, de veras; ya me ha fastidiado lo suyo, la muy perra, llevándose a quienes más quería.

Decía que estoy en la cárcel porque maté a un hombre. Ahora os cuento cómo fue; lo que pasa es que, a mi edad, me cuesta centrarme en un solo tema y me voy por las ramas. Decía que me sentaba los sábados en la calle Barranco a ver pasear a la gente y a vender mis hortalizas en temporada. Con mi balanza y mi gran cuchillo. Se lo clavé en la boca del estómago, penetrando hacía arriba, hasta el corazón. Cayó fulminado tras mirarme un segundo, como asombrado. Me pareció que su mujer sonreía, la pobre. Debió pensar que podría pasear a sus anchas, al fin, sin tener que correr tras aquel animal con puro, americana vieja y zancadas de gigante; sin miedo ya a volver a su casa.

Lógicamente, se armó un gran revuelo. De las tiendas salieron señoras que se paraban a cierta distancia a ver qué había pasado; de los bares y las terrazas vinieron los hombres que poco pudieron hacer, pues el del puro yacía muerto y eso es siempre algo sin remedio. Uno de ellos me dijo si quería sentarme y, sin esperar que le contestara, me ayudó amablemente a acomodarme de nuevo en mi banco de los sábados. Me temblaban las piernas, para qué negarlo. Todos parecían muy sorprendidos por lo que había ocurrido. Yo mismo estaba asombrado de lo que había hecho; no se mata a un hombre todos los días. Asombrado, sí, y convencido también de haber actuado correctamente.

He dicho que, por lo común, la gente de mi pueblo es buena gente, a la que da gusto ver pasear los sábados por la calle Barranco; pues, desde aquel día, ya lo son todos. Buena gente. Aquel hombre gigantesco y desconsiderado desentonaba. Jamás se interesó por mis hortalizas. Andaba a la suya, ignorando a su pequeña y dulce esposa, a la que fusilaba con la mirada si no le seguía; ella disimulaba los moratones de su rostro con gruesas capas de maquillaje. Pude verlos poco antes de clavarle el cuchillo a su esposo.

Aquel día, después de años de arrastrase en pos de su marido calle Barranco arriba y abajo, la mujer respiró hondo y se detuvo frente a mí. Me sonrió entonces por primera vez y me preguntó a cuánto vendía las judietas.
- Son muy hermosas, póngame medio kilo.
Me lo dijo justo antes de que su marido, que estaba a cierta distancia, se diese la vuelta buscándola. Cuando la vio, se plantó de dos zancadas junto a nosotros y la tomó del brazo, zarandeándola como si fuese un monigote.
- ¡Quita!
Y de un furioso manotazo barrió a su alrededor, como el aspa de un molino, llevándose todo por delante. Volaron las judietas, que yo estaba metiendo ya en una bolsa de plástico, volaron la balanza, los platillos y las pesas de piedra. Por si fuera poco, tropezó intencionadamente con la cesta que contenía mis hortalizas, que salieron rodando calle abajo, desperdigándose por todas partes. El hombre echaba fuego por la mirada y la mujer, casi suspendida en el aire de su brazo, le miraba con ojos desorbitados.
- ¿Pero, qué he hecho?
- ¡Ya te contaré yo lo que has hecho cuando lleguemos a casa!

Ni siquiera lo pensé.
Lo único que no había salido volando por los aires era mi gran cuchillo de cortar la fruta.
*


Once meses he permanecido en la cárcel hasta el juicio. La sentencia considera que fui objeto de una agresión y la condena ha sido menor.

Mañana salgo ya de aquí. Dice el abogado que han tenido en cuenta los informes favorables sobre mí conducta; y que con mis ochenta y siete años no hay probabilidad de que vuelva a delinquir. Recuerdo cómo me miraba la jueza cuando le conté de que manera, durante años, aquel bestia arrastraba por la calle Barranco a su señora, la de los moratones velados por el maquillaje.

Mañana es sábado. Me sentaré de nuevo en mi banco a ver como pasea mi gente. Y si viene el señor cura a preguntarme si me arrepiento de lo que hice, le diré que no. Será la pura verdad.

***
                                                           (* donde yo vivo, a las   judias verdes les llaman “judietas”)