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¿todo en un libro es perseguir sombras? |
Sombras
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El perseguidor de Sombras / Sombras de una ficción
La gran ventana en forma de luna no le inspiraba. A lo
lejos, sobre Montjuïch, la luz del amanecer resbalaba sobre una inusual sábana
de nieve recién caída. Octubre hacía gala de invierno, frío, encapotado de
nubes altas y grises.
Definitivamente, un gran silencio se había adueñado de
su imaginación. No era por la hoja en blanco, no. Era por las sombras. Algo
venían tramando, estaba seguro de ello. Asomaban en las cosas más elementales,
aparecían veladas en sucesos y objetos sin aparente importancia . Ignoraba desde
cuando; pero su imaginación había ido desvaneciéndose, lentamente, absorbida
por ellas.
Todo empezó cierto día –era difícil fijar con
exactitud cuánto tiempo había transcurrido, no mucho quizás- cuando le pareció
que algo, como una sombra palpitante, acechaba tras la copa de brandy en la
barra del bar de Jaime.
Acostumbraba a terminar la jornada en ese bar. Jaime era un amigo de los de toda la vida. Le
despidieron de la cárnica en la que llevaba veinticinco años trabajando pero no
dejó que el mundo se le cayera encima, y, en un semisótano del casco antiguo de
la ciudad, montó el Jaime´s Pub: mucha madera, cálida luz, rincones de penumbra
y una larga barra de nogal. De la
inauguración del Jaime´s, hasta aquel día, cuando creyó ver una sombra palpitando
tras su copa de brandy, se habrían cumplido ya más de seis años.
- ¿Has visto?
- ¿Qué?
- Nada. Anda, cóbrame las tres copas.
Cuando levantó la copa, la sombra, o lo que fuese
aquello que había creído ver, no estaba. Se había desvanecido completamente y, aunque
la buscó, no halló el menor rastro de ella sobre la barra. Pero la tenía
grabada en la mente. Y le parecía haberla reconocido. Estaba casi seguro de que
se trataba de la sombra de cierto personaje de una novela escrita de su puño y
letra años atrás. La última que no le publicaron; las siguientes alcanzaron los
escaparates de las librerías durante algún tiempo. Volvió paseando a casa,
dando un rodeo, pensando en aquella aparición.
El personaje al que pertenecía aquella sombra tenía
por nombre Don Ruin. Aquella era una novela de principiante, alegórica, de las
que ya nadie lee. Don Ruin, el malo que era
la personificación de la mezquindad que reina en el mundo, se enamoraba perdidamente
de una linda muchachita llamada Hermenegilda Pura, que parecería ser la ingenua
víctima de don Ruin; aunque, como nada es lo que parece, tras veintiocho tupidos
capítulos, Hermenegilda Pura resultaba ser una despiadada cazafortunas que
arruinaba la vida del anciano Don Ruin; a quien abandonaba en un cutre asilo; allí, el
pobre, terminaba sus días miserable, enamorado de ella todavía, dibujando de
memoria sus generosas curvas con la punta del bastón sobre la arena del jardín.
La redención de lo vil por el amor y la muerte. Vaya, una porquería de novela. En
cualquier caso, la sombra que le parecía haber visto palpitando tras su copa de
brandy era, aunque no pudiese explicarse cómo y sin duda, la sombra de Don Ruin.
Mientras volvía a su casa recordaba aquel personaje:
la espalda encorvada cual arco de ballesta, el sombrero de copa torcido como la
Torre de Pisa, el faldón descosido de su mugrienta levita y todos los demás detalles
se habían perfilado con precisión en la furtiva sombra que había asomado tras
su copa de brandy. La sombra de un personaje de novela, la sombra de una
ficción.
Aquello no tenía sentido, y quizás lo hubiera olvidado
y echado en la cuenta de las tres copas de brandy que se había tomado, si no
hubiera sido porque las apariciones se empezaron a repetir.
*
La siguiente en aparecer fue la sombra de Maruja Bella
Sanjuán. En toda su redondez. Ella, era la protagonista de la primera novela que le publicaron. Fue como perder la virginidad,
más bien doloroso. El dueño de una pequeña editorial se entusiasmó con la
narración, convencido de que sería la primera de una exitosa saga de novelas de
intriga, de esas que tanto gustan al gran público. Esta vez, la sombra no se
escondió tras una copa, ni tras ningún otro objeto. Maruja Bella se paseó
impúdicamente sobre el televisor del salón de su apartamento con su cabeza de
sandía, el cabello recogido en una coleta concisa que semejaba el rabo de esa misma
fruta, los brazos tan gruesos como las piernas, las enormes circunvalaciones de
los michelines y los dos émbolos de sus nalgas, gruesas, vibrantes, que la impulsaban al andar y en sus obscenos
escarceos amorosos con el inspector Benavides, todo proyectado con exactitud en
aquel ceniciento perfil que se paseaba sobre el mueble de la tele.
Todo un carácter la Maruja Bella. Su novela narraba
cómo una implacable ama de casa –Maruja Bella- se veía envuelta en la trama del
asesinato del repartidor del tendero Eduardo Rabo. Maruja era quien había
hallado el cadáver en el ascensor, cubierto de pétalos de geranio blanco, con
una aguja de coser atravesada en la traquea y un puñal en el corazón. En lugar
de horrorizarse, la maciza mujer se tomaba el asesinato como algo personal. Se
convertía en la pesadilla diurna del inspector Benavides –y en el gozo de sus
noches desmesuradas- hasta que resolvía el misterio, donde el tal Rabo –que
resultaba un tanto mariposón- tenía mucho que ver.
Sobraron mil novecientos treinta y seis de los dos mil
quinientos ejemplares de la primera edición. No le pareció un fracaso: entre
sus familiares y amigos no alcanzaban la cifra de quinientos sesenta y cuatro. El
editor le eximió de escribir las tres siguientes entregas a las que se había
comprometido por contrato de rigurosa exclusiva.
- De verdad, si tienes ocasión de seguir en otra
editorial, hazlo.
La decepción en sus palabras destilaba cierto retintín.
No se lo reprochó. La opinión del editor sobre sus méritos de escritor de
novela negra había mermado junto al capital invertido en las cuitas de Maruja
Bella Sanjuán, que sucumbían bajo el polvo de los anaqueles de las librerías
antes de ser devueltos al almacén de la editorial. No obstante, se despidieron
como amigos. Incluso, cuando le pidió si podía regalarle algunos ejemplares de
la novela, “diez, si es posible” pidió, su ex amigo el editor le firmó un
generoso albarán para el almacén. Pudo llevarse una caja con ciento setenta y
cinco ejemplares.
Como se ha dicho, Maruja Bella fue la segunda de las
muchas sombras que le visitaron. Apareció de pronto y paseó todos sus atributos
sobre el televisor, exhibiéndose con cierta impudicia. Cuando se percató de su presencia
detuvo la respiración, no fuera desvanecerse como había hecho la sombra de
Don Ruín; aunque de poco sirvió: pocos instantes después, sin darle tiempo
siquiera a levantarse, Maruja Bella -su sombra- se esfumó. Aquel día no había
tomado, así que no pudo achacar la visión al alcohol. Había que corregir esa
anomalía, se dijo, y se plantó junto al mueble bar del salón, sacó la botella
de brandy y se largo tres buenos tragos directamente de ella. Luego, llenó un
balón de cristal del espiritoso néctar hasta arriba. Lo dejó vacío en la
mesilla de noche antes de apagar la luz.
A partir de aquel día las apariciones se fueron
sucediendo cada vez con mayor frecuencia. La sombra de Chester Lapera, el
presumido abogado sicópata, le esperaba por la mañana sentada en el capó de su
coche, fumando un pitillo de la marca que le prestaba el nombre, exhalando
sombrías volutas de humo grises como él mismo. La aventurera Lolita Rapanuí, o ya no buscaba tesoros en el pacífico, o
había perdido su sombra, porque se le cruzó en la puerta del psicólogo al que
decidió acudir días después, tras la visión conjunta de Chester Lapera y otras
sombras más de sus personajes de ficción. Tentado estuvo de tocarla, incluso
alargó la mano hacía la sombra estilizada de la fibrosa Lolita; pero la retiró
enseguida preso de un miedo cerval a que la sombra poseyese una densidad
palpable. Incluso en la sala de espera, donde le introdujo una enfermera de rostro
apergaminado, se entretuvo con las evoluciones en el aire de la sombra de
Picoancho, el papagayo inseparable de Lolita Rapanuí. Como no tenía pedida
hora, tuvo que esperar bastante, casi hasta la hora de comer. Cuando la
enfermera, con voz de cazalla, anunció que ya podía pasar a la consulta,
Picoancho se esfumó por el ventanuco de la sala de espera, que daba al patio
interior del edificio, y desde el que llegaba un apestoso aroma a cocido.
- El doctor ya puede atenderle.
Diez minutos después salía con una receta y la
recomendación de que se tomase unas vacaciones y dejase de escribir por una
temporada. Aquel psicólogo era un estúpido. “Lo suyo tan sólo es un poco de
stress. Deje de escribir, hombre, y verá como las sombras le dejan en paz. Y no
olvide tomar la medicación”; un verdadero estúpido, vaya. También cabía suponer
que quizás había leído alguna de sus novelas.
En la farmacia, Falún Sang Uijuela, el macarra oriental
de su relato “Memorias del barrio chino”, recostaba su sombra en un expositor
de potitos Bledine. A tamaño real.
Le pregunto al farmacéutico si la veía.
- ¿El qué?
- La sombra. Esa que está junto a los potitos.
En un periquete tenía las pastillas que le había
prescrito el psicólogo en la mano.
- Gracias, pero no me ha contestado ¿ve usted la
sombra de Falún Sang Uijuela, o no la ve? –insistió.
- Si, ejem, claro, claro. La sombra del pastún Sandwichera,
muy maja, muy maja ¿eh?- Mientras decía tales incoherencias, el boticario
llevaba la mano a la barra de hierro que tenía bajo el mostrador, por si las
moscas. Los drogadictos y los sicópatas pueden resultar peligrosos, debió
pensar boticario.
En ese momento, la sombra de Falún, se deslizó hasta
la puerta de la farmacia y salió a la calle.
- Idiota- le espetó al farmacéutico, antes de salir
tras ella.
Se deslizaba sobre la acera esquivando farolas y
peatones, calle Muntaner abajo. Aceleró el paso para no perderla. Quizá, pensó
alocadamente, si no se desvanecía, Falún le llevara al lugar de donde procedían
las demás sombras.
*
Enmarcado por bloques grises de piedra que dibujaban
un arco de media punta meado en las esquinas, el portón daba acceso a la que debió
ser, en tiempos de María Castaña, una casa señorial. Por él se adentró tras la
sombra de Falún, a quien llevaba siguiendo por media Barcelona, descendiendo el
Paseo de Gracia, cruzando a todo correr la Plaza Cataluña, al ritmo vertiginoso
del oriental, esquivando a la multitud en la Ramblas, internándose por los callejones
del antiguo barrio chino hasta llegar al viejo edificio y su rancia, lóbrega portería. Una vez dentro, pudo discernir un escorzo
de sombra escurriéndose por los maderos ulcerados de una puerta tras la que se
vislumbraba la escalera que debía descender al sótano. ¿Había sonreído, Falún
Sang Uijuela, antes de fundirse en la oscuridad que provenía de abajo? Las
sombras no sonríen, se dijo, y olvidando la más elemental cautela se internó
por aquel boquete umbrío que descendía a no sabía dónde.
Solitarias bombillas de cuarenta miserables vatios
colgaban de un cable trenzado y cochambroso que emergía del techo en cada
descansillo, proveyendo una luz paupérrima a las escaleras, cuyos peldaños caracoleaban
varios niveles adentrándose en las entrañas de la ciudad y que, finalmente, se
interrumpieron ante una puerta de hierro oxidada. Empujó. No halló más
resistencia que el chirrido de unos goznes desengrasados que, a pesar de la
herrumbre, cedieron. Penetró en un pequeño y sucio cuartucho, semivacío,
iluminado por otra de aquellas misérrimas bombillas. La habitación estaba vacía
con la excepción de unas cajas que se apilaban en la pared frente a la puerta.
Si la sombra del Falún había llegado allí, tenía que estar oculta tras ellas;
cruzó el pequeño habitáculo dispuesto a apartarlas. A pesar de su volumen, no
pesaban nada; parecían vacías. Cuando las hubo quitado, se halló ante una fina
grieta en la pared. Nada más. Ni rastro de Falún Sang Uijuela.
No había llegado allí para abandonar ahora. Metió la
mano en la grieta y le pareció que era más ancha de lo que, a primera vista, le
había parecido. Luego, pasó el brazo entero y parte del hombro. Parecía que la
pared cedía algo cuando hacía presión sobre ella; así que, tras el brazo,
intentó meter la cabeza para ver qué había allí. Al principio le pareció que
reinaba la más absoluta noche en aquel lugar; pero, a medida que conseguía
pasar el resto del cuerpo al interior de la grieta, una penumbra de origen
incierto fue sustituyendo a la oscuridad.
Era un espacio angosto, donde la piedra y la tierra se
ceñían a su cuerpo de tal manera que avanzaba, paso a paso, con gran fatiga.
Apenas podía vislumbrar qué había delante de él, pero el convencimiento de que Falún
se había escurrido por allí le daba fuerzas para seguir adelante hasta donde
fuese preciso. Estaba ya harto de aquellas apariciones sombrías, mas era
incapaz de hacer otra cosa que perseguirlas, temiendo, a la par, hallarse frente
a ellas. Había decidido enfrentarse cara a cara con las sombras, acecharlas
hasta que no tuvieran más remedió que hablar con él. Eso, si las sombras podían
hablar; en caso contrario, habría que ver qué hacía cuando atrapara una. Algo
se le ocurriría, pensó, y, aunque se noto fatigado, dio un paso más y, luego,
otro más.
*
Había perdido la noción del tiempo que llevaba bajo
tierra. En un momento dado, la cueva, grieta, túnel o lo que fuera aquel lugar,
inició un leve ascenso y entrevió, al fin, una remota luz. Apresuró lo que pudo
el paso, notando, a medida que ascendía, que podía moverse con mayor holgura.
Entonces, la vio de nuevo. Sólo un instante. Se
deslizaba por la pared de la cueva con su habitual celeridad hasta esfumarse engullida
súbitamente en la claridad al final del pasadizo. Echó a correr; la idea de que la sombra de Falún pudiera
desaparecer para siempre en aquella luz, que ya tenía tan cerca, le torturaba.
Con un último esfuerzo saltó fuera. No esperaba
encontrase en la calle, junto al portal de piedras orinadas por el que antes
había entrado; pero allí estaba. Al parecer, aquella grieta comunicaba el
sótano con la calle. Se volvió para mirar por donde había salido, pero sólo halló
una pequeña fisura entre las orinadas piedras. Inquieto, palpó varias veces la
pared. ¿Había allí un pasadizo que se había cerrado automáticamente tras él? Un
mecanismo oculto en la piedra, quizá, como en esas películas de misterio que
transcurren en castillos rebosantes de pasadizos y fantasmas. Eso debía ser.
Miró a su alrededor buscando la sombra de Falún, y,
efectivamente, la vio dos calles más arriba, deslizándose de nuevo entre
peatones, autos y farolas. Y, de nuevo, se lanzo en pos del oriental o de su
sombra, si es que ambas cosas eran la misma; andando ahora pues la sombra había
abandonado su anterior ritmo vertiginoso y, más bien, parecía pasear despreocupada.
Él, a su vez, compuso el paso y el gesto para no llamar la atención. Subían hacía la parte alta de Barcelona, de donde
habían partido hacía un tiempo indefinido. Por alguna razón –quizá la fatiga,
se dijo- le parecía que había transcurrido mucho tiempo en el trayecto, desde
que entró por el portal de las losas meadas, hasta que llegó de nuevo a la
calle. Tenía la sensación de que había recorrido bajo tierra, más que una
distancia, una vida. Mientras perseguía a Falún por el corredor de piedra, tuvo
la sensación de que el tiempo se dotaba de cualidades impensadas: colores mudables
que se ajustaban a su estado de ánimo o, quizás, al estado de animo de la roca –¡qué
idea tan absurda, las rocas no tienen sentimientos!-; en ocasiones, cuando pudo
acelerar el paso, le parecía blando; otras, en cambio, duro, casi hermético,
como al principio, cuando metió con esfuerzo el cuerpo en la grieta de la
pared, tras las cajas del sótano.
Intentaba andar discretamente, no fuera que la sombra se
percatase de que la seguía. Parecía que no le rehuía ya; aunque, lo más
probable, era que el oriental pensaba que le había dado esquinazo en el
pasadizo. Levantaba con disimulo la mirada, lo justo para no perder de vista la
sombra y mantener con ella una prudencial distancia. Apenas notaba la presencia
de los demás peatones que pasaban a su lado; toda su atención se centraba en no
perder el rastro de la sombra del macarra oriental Falun Sang Uigela.
Entonces, Falún –su sombra- se detuvo frente a un
escaparate. No podía pararse en seco, en mitad de la acera, así que buscó algo
que excusase su quietud mientras esperaba a que Falún volviera a moverse. Entre
el gentío vislumbró el puesto de una castañera, junto a la siguiente esquina.
Decidió detenerse allí a comprar una papelina de castañas calientes y, si Falún
no arrancaba, iniciar alguna conversación con la castañera, para hacer tiempo.
- Póngame una docena.
Se dirigió a la castañera sin levantar la cabeza,
mirando la brasa resplandeciente del anafe donde se asaban las castañas dentro
de una olla acribillada.
– Póngame dos docenas y un boniato bien calentito,
María- dijo una voz a su lado.
¡Vaya! Se le había colado esa señora; y la castañera,
haciendo caso omiso de él, tomó una papelina metió en ella las veinticuatro
castañas y envolvió en papel de periódico un boniato humeante, que sacó del
fuego con unas pinzas de hiero.
- Verá que bueno es el boniato, doña Leonor, dulce,
dulce –loaba su género la castañera, mientras tomaba las monedas de la señora
con una mano y sostenía de nuevo el soplillo con la otra.
A pesar de que tenía el alma puesta en perseguir a
Falún hasta la guarida de las sombras, o a donde fuese que fuera, le molestó
que la castañera consintiese en que se le colase la doña Leonor aquella con tal
desfachatez. Levantó el rostro y se
enfrentó con ella.
- Oiga ¿me va a poner mi docena de castañas, o no?
La castañera no le contestó. ¿Le miraba tras los
cristales ahumados de sus gafas? No podría asegurarlo. Eran de esas gafas
oscuras en las que todo se refleja como en un espejo. Como se reflejaba su
propia silueta, gris, recortada en la escasa de iluminación del Ensanche
barcelonés, a la hora del crepúsculo.
- ¡Que no tengo todo el día, señora!
Ella se agacho y, con las dos manos ahora, le dio al
soplillo para avivar el fuego. Seguramente, esperaba a que se terminasen de asar
las siguientes castañas para servirle su papelina; la señora de las dos docenas
se debía haber llevado las últimas. Sería mejor tener paciencia; bien pensado,
le iba de perillas el retraso mientras Falún permanecera parado frente el
escaparate. Miró de reojo hacía él.
- Déjelo, ya no las quiero. –casi gritó.
Y salio corriendo, pues Falún ya giraba por la
siguiente esquina. No se había dado cuenta, distraído por la desconsideración
de la castañera, que la sombra se alejaba ya del escaparate. Por fortuna, tuvo
tiempo de ver por donde había girado la sombra del oriental. Había que llegar
cuanto antes a la esquina; no fuera a doblar el chino por otra, o esfumarse de
cualquier manera, antes de que él pudiera alcanzarle de nuevo.
Pasó como una exhalación junto al escaparate donde antes
estuvo Falún; con el rabillo del ojo, apreció que se trataba de una armería.
¿Qué interés puede , para una sombra, un rifle o un revolver? Quizá ninguno, quizás
se había parado allí tan sólo para descansar. Eso, en el caso de que las
sombras pudiesen cansarse, claro. Pensaba en estas cuestiones cuando dobló por
la esquina y vio a Falún de nuevo, inmóvil, tres manzanas más allá, ante un
portal. Se detuvo, también.
Reconoció el lugar: Falun estaba delante de su propia
casa. Habían andado desde el barrio Chino hasta el centro de San Gervasio, justo
donde él vivía. Aceleró el paso cuando Falún
entró en el edificio. Era asombroso, la sombra le había traído de vuelta a casa.
No se le ocurría la razón del extraño recorrido que les había llevado hasta
allí; pero tuvo la inmediata seguridad de que Falún se dirigía exactamente a su
piso; que entraría en su despacho y que allí le esperaría. No sabía por qué,
pero no le cabía la menor duda de que sería así.
Siguió andando hacía su casa con la resignación de
quién sabe que le espera lo ineludible. Al cruzar la calle, tuvo que saltar a un
lado porque casi le atropelló un coche azul, que ni siquiera frenó al verle. El
susto le cortó la respiración, tuvo que apoyarse en una farola para recuperar
el aliento. Respira, chico, se dijo, serénate. Decidió inspirar diez veces,
antes de seguir, para tranquilizarse. Por primera vez, desde que salio del
pasadizo, miró a la calle, a los semáforos que turnaban maquinalmente el rojo,
el ámbar y el verde de sus avisos, y miró, también, a la gente y a los autos
que se deslizaban sobre las aceras y el asfalto, indiferentes al rumor
incesante de la ciudad.
Una pareja de adolescentes pasó a su lado, cogidos de
la cintura, haciéndose arrumacos, susurrándose palabras de amor, con los
rostros ocultos en sus largas melenas. Los siguió con la vista mientras se
alejaban. Entonces, cuando ya estaban a unos quince metros, ella volvió la
cabeza y miró en su dirección. Al principio le pareció que le miraba y escrutó,
él también, en los ojos de la muchacha. No los halló; allí donde deberían
hallarse sus ojos, flotaba una sombra, una nube gris que asomaba desde la
profundidad inescrutable de su calavera. Aquella visión duró apenas un segundo;
la muchacha retornó el rostro hacía su novio y desapareció, cobijada de nuevo
en su cabellera, calle Muntaner abajo.
Abandonó la farola y echó a andar hacía su casa preso
de lóbregos, confusos presentimientos. Se cruzó, todavía, con otras tres
personas antes de llegar al portal. No se atrevió a mirarles a la cara. No
quiso verles los ojos.
No tuvo que usar la llave, la puerta estaba abierta.
En el recibidor Don Ruín leía el periódico sentado en la silla de madera donde
él acostumbraba a dejar la chaqueta; no le extrañó demasiado, pues el loro
Picoancho le había venido siguiendo, revoloteando, desde el vestíbulo hasta su
pido, en el tercero. Saludó a Don Ruín con un hola, que el otro respondió con
un gruñido. Se paró un momento bajo el dintel de la puerta del pasillo. Su
estudio se hallaba al otro extremo, tras una puerta entornada que vertía una
luz amarillenta, de pantalla de pergamino, al exterior. Sabía que allí le
esperaba Falún Sang Uijuela,. Se abrió la puerta de su habitación, la segunda
por la derecha, y asomó la cabeza de Maruja Bella, que le sonrió, como dándole
ánimos. Había que llegar al final, se dijo, y dio el primer paso hacía su
estudio. Al pasar junto a su habitación creyó oír a la detectivesca Maruja
decir “ánimo, chaval, este caso esta resuelto”. ¿Estaría el inspector Benavides
en la habitación con ella? se preguntó, como si eso importara algo.
Iba a empujar la puerta, cuando sintió una mano sobre
su hombro. Al volverse para ver a quien pertenecía aquella mano se encontró frente
a Lolita Rapanuí, quien pretendía, tal vez, también, infundirle valor. Se la
sacudió de encima con un gesto brusco, del que se arrepintió de inmediato. ¿Qué
derecho le asistía para tratar de esa manera a la buena de Lolita? Ella se esfumó, enojada con razón, por la
puerta del baño.
*
Aún estaba a tiempo de abandonar, de salir de casa,
irse al Jaime´s Bar y largarse cuatro whiskys para olvidarlo todo. Pero, en ese
caso, ¿quién le aseguraba que no volverían a aparecer las sombras? ¿Cómo iba a
librarse del temor constante a encontrase con una de ellas? En sus novelas quedaban
muchos personajes más, cuyas sombras todavía no le habían visitado.
Abrió la puerta. Como había imaginado, Falún estaba
allí, sentado en una esquina de la mesa, junto a la pantalla del ordenador. Había
otra sombra. De espaldas a él, sentada en su silla, parecía estar tecleando
algo. Aquella sombra le era familiar. Se acercó y dio la vuelta a la mesa para
verla de frente. La contempló un rato... y no se pregunto por qué aquella
sombra era su propia sombra.
Dirigió la mirada hacía la pantalla para ver qué
estaba escribiendo, y leyó, resignado:
“La gran
ventana en forma de luna no le inspiraba. A lo lejos, sobre Montjuïch, la luz
del amanecer resbalaba sobre una inusual sábana de nieve recién caída. Octubre
hacía gala de invierno, encapotado de nubes altas y grises. Definitivamente, un
gran silencio se había adueñado de su imaginación. No era por la hoja en
blanco, no. Eran las sombras. Algo
venían tramando...”
Su propio texto.
Había estado escribiendo sobre sí mismo, sobre sus
últimas experiencias. Y resultaba ser, él mismo, un personaje suyo.
Se miró las sombrías manos, buscó con la mirada el
espejo en la pared izquierda del estudio, donde solía mirarse, y el espejo le
devolvió una nebulosa gris.
La mano amiga de Lolita Rapanui volvió a posarse en su
hombro.
- Anda, ven con nosotras. Verás que no es tan terrible
nuestra existencia.
- ¿Quiénes sois?
- ¿Tú me lo preguntas? Antes lo has escrito: somos las
sombras de una ficción. La tuya.
- ¿Yo también?
No esperó respuesta. Salió del estudio. Salio de la
casa.
Algún día volvería a visitar al autor, para que le
viera: una sombra gris, acechando desde algún lugar sin importancia.
fin.