martes, 31 de mayo de 2011



(La ventana de mi estudio tiene forma de media luna, metro y medio de alto y metro veinte de ancho, abierta al Pirineo. Esto es lo que hay, hoy)
Naturaleza en corazón: estructuras.
Estructura. La pantalla del ordenador ensaya abstraerme de la ventana de media luna que inaugura el paisaje. No puede; yo hago lo que quiero, aunque no siempre. Como todo el mundo.
La superficie de la mesa nos cerca –nosotros: teclado, mano, dedos, mirada- con objetos que amontonan el desorden y mi pereza. Libros, papeles, cosas; el vaso vacío del café con leche, donde la cucharilla remeda inclinaciones de Torre de Pisa; el estuche lila de caramelos de sauco; el diccionario –Ferrater Mora, filosófico mentor, señor-, y estuches de DVD’s, lápices, grapadora boca de cocodrilo, altavoces sin labios, lámpara apagada –son las nueve, hay suficiente luz de bruma- mechero aunque no fumo, reloj de pulsera con la esfera boca abajo -¿cómo sé la hora, pues?-, unas Escrituras de la Propiedad dormitando un tedio amarillento y enjuto, solemnidades que me cansan, cables, cajas, libretas, y un número de lotería que no tocó pero que mi ser supersticioso –también yo, fíjate- se niega a tirar a la papelera de bronce que me observa desde la pata izquierda de esta mesa de seres desertados, de alguna manera próximos. Como ellos, soy un desertor; aunque intento a olvidarlo y seguir escribiendo, viviendo a sorbos de letra y letra y letra. Prófugo de las multitudes que entonces –años y años- me acechaban. Desolado, extraviado quizás, aunque poco importa.
Zarpan mis fatigados, anhelantes ojos por esa ventana lunera tan grande como un hombre grueso. Como yo mismo. Grueso y viejo, rodando el lienzo quebrado de las montañas, único consuelo a mis ojos vencidos a fugaces calendarios. Polvoriento almanaque soy en este cuerpo derrotado; tránsito turbio de la memoria… (“¿Verdad, yo?”, así me hablo). Quiero navegar más allá de esta ventana.
Inmediatas, frente a mi ventana, las tejas grises, ocres y granas del tejado que se ha reparado Pedro este invierno inician el panorama: montañas y más montañas, y, a lo lejos, brumas. La lluvia tira del horizonte, todavía inalcanzable.
Las tejas grises, ocres y granas, precisas y acanaladas, arropan una soledad curva, un dolor que se dobla sobre sí mismo: una llaga en el vacío de este vecino que partió sin retorno cuando perdió su luna, su sol, su hembra. Una enjuta soledad que busca sendas para perderse y para olvidar. Mas la larga mano del amor fenecido tiende sus dedos como susurros de sombra por todos los caminos. Siento el dolor de este buen amigo, qué le voy a hacer.
Un sombrerete de hojalata cubre hoy la chimenea sin humo de su tejado vacio.
Más allá, copas que no son copas, sino multitudes de hojas verdes como los olivos, como la pena negra, como la gravedad terrena de los labrantíos que agitan la crin mojada de los surcos acuchillados por el arado y el tractor que guía la mano campesina. Bosques que no son bosque, sino altos cajigos, encinas y abetos. Alamedas donde corre el agua, helechos donde rige la umbría. Musgos y limos y piedras y tierra donde acaban las palabras y la intimidad impera. Nada es solo, nadie es solo. Un abrazo todo lo abarca y tiende: nada ni nadie existen más allá del mundo que tejen, pródigas, sus manos para mis ojos.
Estructuras de los días que crean mi ser, malabaristas del sentido. Diosas invisibles que manejan los hilos del corazón y las manijas del reloj que surcan los toboganes de la existencia, fuertes como el acero, invisibles como el mar de fondo que mece los navíos. Me arman, desde mi ventana de luna, artilugio de carne y pena: mecánica del dolor y física del desaliento. Perdí la fe por el laberinto límpido de mi mirada que apuntaba sin alcanzar… y súbitamente vio...
Repentino, un azul, en la lluvia que va cesando, rompe la bruma, y lejos, muy lejos ¡las montañas nevadas! Las altas cumbres del Monte Perdido, Hércules de pura luz blanca. Todo se mueve ahora, cambian los colores, el limo achica sus minúsculos caudales, el musgo murmura una oración de hasta luego, y las copas del bosque aspiran la luz que las ensancha. Se restituye la mañana. Una intuición de arco iris recorre las tierras en mi ventana lunera.
En la luz se erige de nuevo la vida. Asoma el vuelo agitado de las aves –arrendajos, mirlos, chochines- salpicando el éter de curvas y elipses sobresaltadas, y de trinos que enmudece la distancia.
Los ecos sordos de la nieve pueblan la mirada. No todo es desesperanza. Se edifica una sonrisa en el rostro de la mañana. Nada se perdió. ¡Ya me levanto como una atalaya!
Todo me eleva y soy, con todos, hombre al fin y al cabo.