miércoles, 28 de enero de 2015

La felicidad del Cyborg.






El cyborg se sentía feliz. Libre. Acababan de cambiarle unas piezas y estaba encantado. ¡Ya era hora de que le hubieran sustituido las viejas piernas por ruedas! Hasta la semana pasada, antes de entrar en el taller, incluso tenía que abrocharse los zapatos voladores a los tobillos ¡en pleno siglo XXVI, qué atraso!

Sintió el leve “¡clik!” del chip bajo la piel sintética de su brazo cuando pasaba frente al cajero del supermercado. Le parecía un atraso, también, que a estas alturas los chips todavía sonaran para avisarle que acababa de pagar en una tienda o en un peaje de la autopista. “Bah, la humanidad avanza siempre a paso de tortuga”, pensó.

Pero hoy estaba feliz. Puso la directa; sus nuevas ruedas le lanzaron a más de 960 km/h por la autovía del Norte. Una hora más tarde, podía contemplar las cumbres de la sierra encendiéndose al amanecer. Siempre que podía acudía a ese lugar, lo que contemplaba allí  le hacía sentirse bien. , Delante de él, bandadas de estorninos dibujaban geometrías en el firmamento; y por todas partes los manantiales, las fuentes y riachuelos le arrullaban con su cristalina canción eterna. Por supuesto, todas esas sensaciones estimulaban recuerdos artificiales grabados en su memoria superinformada. Se preguntó cuál sería la cifra de inputs que habría recibido su cabeza desde que nació. Millones, seguramente. La belleza de aquel amanecer era estimulante. Decidió incrementarla echando mano del depósito de adrenalina que se implantó el año pasado. El amanecer se hizo más luminoso, de colores encendidos más brillantes, la sinfonía de las fuentes se vio aderezada con pájaros barítonos, los grillos batían su innúmera batería, las aves, las plumas como pinceles, trazaban perfiles de poesía en el éter, la brisa acariciaba la cabellera nailon de su melena… ¡Ah, que feliz estaba el cíborg aquel día!

¡Sus nuevas ruedas le habían llevado al  cine del norte en mucho menos tiempo que sus viejas piernas! ¡Ahora sí que podía disfrutar de aquellas películas 3D del cine Islandés casi de inmediato!
Porque lo que más apreciaba el cyborg, era la inmediatez, la velocidad. Sobre todo la de la información. Pensó que, el día de mañana, los hijos que nacieran de su esperma congelado podrían acceder a muchísimos más datos de los que él habría podido soñar. Pero la ciencia tiene sus ritmos, requiere su tiempo. La sustitución de los cerebros orgánicos por sintéticos no sería una realidad hasta la próxima generación, dentro de unos doscientos años. Para entonces, el cyborg habría sobrepasado la edad recomendable para los trasplantes.

En fin, cuando salió del cine sintió de nuevo el click en el brazo. Otra vez. Ese click le exasperaba. ¡Cómo odiaba ese ruidito impertinente que le recordaba sus obligaciones con el Gran Progenitor Informático! ¡Así no había quien se sintiera libre!

Lanzó sus ruedas a más de 850 km/h y no desaceleró cuando llegó a una curva de velocidad aconsejada menor a 170 km/h. En su brazo, el chip se volvió loco de clicks, poniéndole multas a la velocidad de la luz. Pero él aceleró todavía más. Por una vez no iba a hacer caso del Gran Progenitor.

Así terminaron sus días, con el seso orgánico estampado en un árbol de aluminio (hacía años que los de madera habían sucumbido a la industria papelera), bajo el cielo siempre gris, sin sol ni luna, del futuro virtual.

Todo, por culpa de una avería en el dosificador de adrenalina.  

fin.

domingo, 25 de enero de 2015

Lejos de mí tu imagen.




¿Anduvisteis los caminos del dolor y la pena…?
La pena es un gusano que repta por las entrañas con un tacto de muselina roja que araña lo íntimo; la pena es una perversa caricia. El dolor es un recuerdo cruel hecho arista de cristal o púa, o estilete que brilla más cuando más hiende las carnes al sol. Y el sol del dolor es la sangre.

¿Quién es, entonces, la Luna de la pena, que juega al escondite con sus blancas sombras y sus largas tinieblas? La Luna de la pena es un prolongado adiós que dice siempre, o nunca, o puede. Pues la pena es una noche desvaída y mal iluminada por un astro que quiere huir y no puede. Quiere ser estrella, o sol, o cometa para perderse más allá de sus sombras; pero no, no puede. Quiere ser flor y niña de nuevo, para jugar en la hierba con la premonición redonda del primer beso; pero no puede. La luna de la pena quiere ser otra, de veras; pero no, te digo que no puede.

La luna de la pena no quiere ser mañana, porque teme al sol del dolor; y el sol del dolor cela su cara terrible entre jirones de niebla para morderte impune las dulces entrañas. La luna de la pena no quiere volar por el celeste día, no quiere verle; prefiere soñar rostros en la laguna, su redonda cara de niña muerta; su pálida cara esbozo de un dolor que se ahoga en el agua.

Quiero arrancarme esta Luna de mi piel, soñar que nada ha sido antes de ahora. Quiero que el tiempo que marca las horas del sol y de la luna; ese vejo verde y cruel que ahonda los minutos del dolor y los siglos de la pena, se pierda en el reloj mudo del camposanto del olvido. Quiero que tu recuerdo se vaya con él, extraviado en las elipses que trazan los péndulos de luna. Lejos de mí. Que se pierda por los espacios siderales, por el cosmos de los astrónomos o la lejana cúpula de la que cuelgan las galaxias, pero lejos de mí. Lejos de mi la pena.


Lejos de mí, al fin, tu imagen fría, que se aleja lentamente por las irrevocables sendas del adiós.


martes, 20 de enero de 2015

Panico en el ciebercafé.



nos sorberán el corazón hasta la última lágrima

        Pánico en el cibercafé.

Abrí la pantalla en el cibercafé: alguien había dejado sin borrar el siguiente mensaje:

"No puedo más, siempre vuelvo a ellas.
Las 90 teclas (las he contado) como lenguas de serpiente me han inoculado un veneno.
Tecleo desesperadamente.
Creo que no lo podré resistir ni un día más.
Pienso que nos han engañado, que nos han preparado para sustituirnos el cerebro
Para cambiarnos el corazón.
¿Será un chip?
Me temo que mañana correrá sílice por nuestras venas.
Ven a verme.
Pasa la noche conmigo, ahora que aún podemos"

Miré a alrededor para ver si descubría quién me había precedido en ese ordenador. Sólo encontré un paisaje de adolescentes conectados por USB a la realidad...
Tecleé algo sin sentido.  
Sequé la última lágrima de mi mejilla.
La última.

                                                                          ***

lunes, 12 de enero de 2015

EL PERSEGUIDOR DE SOMBRAS




  
¿todo en un libro es perseguir sombras?
Sombras
Sombras
Sombras
Sombras
Sombras
Sombras
Sombras
Sombras
 
El perseguidor de Sombras / Sombras de una ficción


La gran ventana en forma de luna no le inspiraba. A lo lejos, sobre Montjuïch, la luz del amanecer resbalaba sobre una inusual sábana de nieve recién caída. Octubre hacía gala de invierno, frío, encapotado de nubes altas y grises.

Definitivamente, un gran silencio se había adueñado de su imaginación. No era por la hoja en blanco, no. Era por las sombras. Algo venían tramando, estaba seguro de ello. Asomaban en las cosas más elementales, aparecían veladas en sucesos y objetos sin aparente importancia . Ignoraba desde cuando; pero su imaginación había ido desvaneciéndose, lentamente, absorbida por ellas.

Todo empezó cierto día –era difícil fijar con exactitud cuánto tiempo había transcurrido, no mucho quizás- cuando le pareció que algo, como una sombra palpitante, acechaba tras la copa de brandy en la barra del bar de Jaime.

Acostumbraba a terminar la jornada en ese bar.  Jaime era un amigo de los de toda la vida. Le despidieron de la cárnica en la que llevaba veinticinco años trabajando pero no dejó que el mundo se le cayera encima, y, en un semisótano del casco antiguo de la ciudad, montó el Jaime´s Pub: mucha madera, cálida luz, rincones de penumbra y una larga barra de nogal.  De la inauguración del Jaime´s, hasta aquel día, cuando creyó ver una sombra palpitando tras su copa de brandy, se habrían cumplido ya más de seis años.

- ¿Has visto?
- ¿Qué?
- Nada. Anda, cóbrame las tres copas.

Cuando levantó la copa, la sombra, o lo que fuese aquello que había creído ver, no estaba. Se había desvanecido completamente y, aunque la buscó, no halló el menor rastro de ella sobre la barra. Pero la tenía grabada en la mente. Y le parecía haberla reconocido. Estaba casi seguro de que se trataba de la sombra de cierto personaje de una novela escrita de su puño y letra años atrás. La última que no le publicaron; las siguientes alcanzaron los escaparates de las librerías durante algún tiempo. Volvió paseando a casa, dando un rodeo, pensando en aquella aparición.

El personaje al que pertenecía aquella sombra tenía por nombre Don Ruin. Aquella era una novela de principiante, alegórica, de las que ya nadie lee.  Don Ruin, el malo que era la personificación de la mezquindad que reina en el mundo, se enamoraba perdidamente de una linda muchachita llamada Hermenegilda Pura, que parecería ser la ingenua víctima de don Ruin; aunque, como nada es lo que parece, tras veintiocho tupidos capítulos, Hermenegilda Pura resultaba ser una despiadada cazafortunas que arruinaba la vida del anciano Don Ruin;  a quien abandonaba en un cutre asilo; allí, el pobre, terminaba sus días miserable, enamorado de ella todavía, dibujando de memoria sus generosas curvas con la punta del bastón sobre la arena del jardín. La redención de lo vil por el amor y la muerte. Vaya, una porquería de novela. En cualquier caso, la sombra que le parecía haber visto palpitando tras su copa de brandy era, aunque no pudiese explicarse cómo y sin duda, la sombra de Don Ruin.

Mientras volvía a su casa recordaba aquel personaje: la espalda encorvada cual arco de ballesta, el sombrero de copa torcido como la Torre de Pisa, el faldón descosido de su mugrienta levita y todos los demás detalles se habían perfilado con precisión en la furtiva sombra que había asomado tras su copa de brandy. La sombra de un personaje de novela, la sombra de una ficción.

Aquello no tenía sentido, y quizás lo hubiera olvidado y echado en la cuenta de las tres copas de brandy que se había tomado, si no hubiera sido porque las apariciones se empezaron a repetir.

*

La siguiente en aparecer fue la sombra de Maruja Bella Sanjuán. En toda su redondez. Ella, era la protagonista de la primera novela que  le publicaron. Fue como perder la virginidad, más bien doloroso. El dueño de una pequeña editorial se entusiasmó con la narración, convencido de que sería la primera de una exitosa saga de novelas de intriga, de esas que tanto gustan al gran público. Esta vez, la sombra no se escondió tras una copa, ni tras ningún otro objeto. Maruja Bella se paseó impúdicamente sobre el televisor del salón de su apartamento con su cabeza de sandía, el cabello recogido en una coleta concisa que semejaba el rabo de esa misma fruta, los brazos tan gruesos como las piernas, las enormes circunvalaciones de los michelines y los dos émbolos de sus nalgas, gruesas, vibrantes,  que la impulsaban al andar y en sus obscenos escarceos amorosos con el inspector Benavides, todo proyectado con exactitud en aquel ceniciento perfil que se paseaba sobre el mueble de la tele.

Todo un carácter la Maruja Bella. Su novela narraba cómo una implacable ama de casa –Maruja Bella- se veía envuelta en la trama del asesinato del repartidor del tendero Eduardo Rabo. Maruja era quien había hallado el cadáver en el ascensor, cubierto de pétalos de geranio blanco, con una aguja de coser atravesada en la traquea y un puñal en el corazón. En lugar de horrorizarse, la maciza mujer se tomaba el asesinato como algo personal. Se convertía en la pesadilla diurna del inspector Benavides –y en el gozo de sus noches desmesuradas- hasta que resolvía el misterio, donde el tal Rabo –que resultaba un tanto mariposón- tenía mucho que ver.   

Sobraron mil novecientos treinta y seis de los dos mil quinientos ejemplares de la primera edición. No le pareció un fracaso: entre sus familiares y amigos no alcanzaban la cifra de quinientos sesenta y cuatro. El editor le eximió de escribir las tres siguientes entregas a las que se había comprometido por contrato de rigurosa exclusiva.

- De verdad, si tienes ocasión de seguir en otra editorial, hazlo.

La decepción en sus palabras destilaba cierto retintín. No se lo reprochó. La opinión del editor sobre sus méritos de escritor de novela negra había mermado junto al capital invertido en las cuitas de Maruja Bella Sanjuán, que sucumbían bajo el polvo de los anaqueles de las librerías antes de ser devueltos al almacén de la editorial. No obstante, se despidieron como amigos. Incluso, cuando le pidió si podía regalarle algunos ejemplares de la novela, “diez, si es posible” pidió, su ex amigo el editor le firmó un generoso albarán para el almacén. Pudo llevarse una caja con ciento setenta y cinco ejemplares.

Como se ha dicho, Maruja Bella fue la segunda de las muchas sombras que le visitaron. Apareció de pronto y paseó todos sus atributos sobre el televisor, exhibiéndose con cierta impudicia. Cuando se percató de su presencia detuvo la respiración,  no fuera  desvanecerse como había hecho la sombra de Don Ruín; aunque de poco sirvió: pocos instantes después, sin darle tiempo siquiera a levantarse, Maruja Bella -su sombra- se esfumó. Aquel día no había tomado, así que no pudo achacar la visión al alcohol. Había que corregir esa anomalía, se dijo, y se plantó junto al mueble bar del salón, sacó la botella de brandy y se largo tres buenos tragos directamente de ella. Luego, llenó un balón de cristal del espiritoso néctar hasta arriba. Lo dejó vacío en la mesilla de noche antes de apagar la luz.

A partir de aquel día las apariciones se fueron sucediendo cada vez con mayor frecuencia. La sombra de Chester Lapera, el presumido abogado sicópata, le esperaba por la mañana sentada en el capó de su coche, fumando un pitillo de la marca que le prestaba el nombre, exhalando sombrías volutas de humo grises como él mismo. La aventurera Lolita Rapanuí,  o ya no buscaba tesoros en el pacífico, o había perdido su sombra, porque se le cruzó en la puerta del psicólogo al que decidió acudir días después, tras la visión conjunta de Chester Lapera y otras sombras más de sus personajes de ficción. Tentado estuvo de tocarla, incluso alargó la mano hacía la sombra estilizada de la fibrosa Lolita; pero la retiró enseguida preso de un miedo cerval a que la sombra poseyese una densidad palpable. Incluso en la sala de espera, donde le introdujo una enfermera de rostro apergaminado, se entretuvo con las evoluciones en el aire de la sombra de Picoancho, el papagayo inseparable de Lolita Rapanuí. Como no tenía pedida hora, tuvo que esperar bastante, casi hasta la hora de comer. Cuando la enfermera, con voz de cazalla, anunció que ya podía pasar a la consulta, Picoancho se esfumó por el ventanuco de la sala de espera, que daba al patio interior del edificio, y desde el que llegaba un  apestoso aroma a cocido.

- El doctor ya puede atenderle.

Diez minutos después salía con una receta y la recomendación de que se tomase unas vacaciones y dejase de escribir por una temporada. Aquel psicólogo era un estúpido. “Lo suyo tan sólo es un poco de stress. Deje de escribir, hombre, y verá como las sombras le dejan en paz. Y no olvide tomar la medicación”; un verdadero estúpido, vaya. También cabía suponer que quizás había leído alguna de sus novelas.

En la farmacia, Falún Sang Uijuela, el macarra oriental de su relato “Memorias del barrio chino”, recostaba su sombra en un expositor de potitos Bledine. A tamaño real.

Le pregunto al farmacéutico si la veía.

- ¿El qué?
- La sombra. Esa que está junto a los potitos.

En un periquete tenía las pastillas que le había prescrito el psicólogo en la mano.

- Gracias, pero no me ha contestado ¿ve usted la sombra de Falún Sang Uijuela, o no la ve? –insistió.
- Si, ejem, claro, claro. La sombra del pastún Sandwichera, muy maja, muy maja ¿eh?- Mientras decía tales incoherencias, el boticario llevaba la mano a la barra de hierro que tenía bajo el mostrador, por si las moscas. Los drogadictos y los sicópatas pueden resultar peligrosos, debió pensar boticario.

En ese momento, la sombra de Falún, se deslizó hasta la puerta de la farmacia y salió a la calle.

- Idiota- le espetó al farmacéutico, antes de salir tras ella.

Se deslizaba sobre la acera esquivando farolas y peatones, calle Muntaner abajo. Aceleró el paso para no perderla. Quizá, pensó alocadamente, si no se desvanecía, Falún le llevara al lugar de donde procedían las demás sombras.

*

Enmarcado por bloques grises de piedra que dibujaban un arco de media punta meado en las esquinas, el portón daba acceso a la que debió ser, en tiempos de María Castaña, una casa señorial. Por él se adentró tras la sombra de Falún, a quien llevaba siguiendo por media Barcelona, descendiendo el Paseo de Gracia, cruzando a todo correr la Plaza Cataluña, al ritmo vertiginoso del oriental, esquivando a la multitud en la Ramblas, internándose por los callejones del antiguo barrio chino hasta llegar al viejo edificio y su rancia, lóbrega  portería. Una vez dentro, pudo discernir un escorzo de sombra escurriéndose por los maderos ulcerados de una puerta tras la que se vislumbraba la escalera que debía descender al sótano. ¿Había sonreído, Falún Sang Uijuela, antes de fundirse en la oscuridad que provenía de abajo? Las sombras no sonríen, se dijo, y olvidando la más elemental cautela se internó por aquel boquete umbrío que descendía a no sabía dónde.

Solitarias bombillas de cuarenta miserables vatios colgaban de un cable trenzado y cochambroso que emergía del techo en cada descansillo, proveyendo una luz paupérrima a las escaleras, cuyos peldaños caracoleaban varios niveles adentrándose en las entrañas de la ciudad y que, finalmente, se interrumpieron ante una puerta de hierro oxidada. Empujó. No halló más resistencia que el chirrido de unos goznes desengrasados que, a pesar de la herrumbre, cedieron. Penetró en un pequeño y sucio cuartucho, semivacío, iluminado por otra de aquellas misérrimas bombillas. La habitación estaba vacía con la excepción de unas cajas que se apilaban en la pared frente a la puerta. Si la sombra del Falún había llegado allí, tenía que estar oculta tras ellas; cruzó el pequeño habitáculo dispuesto a apartarlas. A pesar de su volumen, no pesaban nada; parecían vacías. Cuando las hubo quitado, se halló ante una fina grieta en la pared. Nada más. Ni rastro de Falún Sang Uijuela.

No había llegado allí para abandonar ahora. Metió la mano en la grieta y le pareció que era más ancha de lo que, a primera vista, le había parecido. Luego, pasó el brazo entero y parte del hombro. Parecía que la pared cedía algo cuando hacía presión sobre ella; así que, tras el brazo, intentó meter la cabeza para ver qué había allí. Al principio le pareció que reinaba la más absoluta noche en aquel lugar; pero, a medida que conseguía pasar el resto del cuerpo al interior de la grieta, una penumbra de origen incierto fue sustituyendo a la oscuridad.

Era un espacio angosto, donde la piedra y la tierra se ceñían a su cuerpo de tal manera que avanzaba, paso a paso, con gran fatiga. Apenas podía vislumbrar qué había delante de él, pero el convencimiento de que Falún se había escurrido por allí le daba fuerzas para seguir adelante hasta donde fuese preciso. Estaba ya harto de aquellas apariciones sombrías, mas era incapaz de hacer otra cosa que perseguirlas, temiendo, a la par, hallarse frente a ellas. Había decidido enfrentarse cara a cara con las sombras, acecharlas hasta que no tuvieran más remedió que hablar con él. Eso, si las sombras podían hablar; en caso contrario, habría que ver qué hacía cuando atrapara una. Algo se le ocurriría, pensó, y, aunque se noto fatigado, dio un paso más y, luego, otro más.  

*

Había perdido la noción del tiempo que llevaba bajo tierra. En un momento dado, la cueva, grieta, túnel o lo que fuera aquel lugar, inició un leve ascenso y entrevió, al fin, una remota luz. Apresuró lo que pudo el paso, notando, a medida que ascendía, que podía moverse con mayor holgura.

Entonces, la vio de nuevo. Sólo un instante. Se deslizaba por la pared de la cueva con su habitual celeridad hasta esfumarse engullida súbitamente en la claridad al final del pasadizo. Echó a correr;  la idea de que la sombra de Falún pudiera desaparecer para siempre en aquella luz, que ya tenía tan cerca, le torturaba.

Con un último esfuerzo saltó fuera. No esperaba encontrase en la calle, junto al portal de piedras orinadas por el que antes había entrado; pero allí estaba. Al parecer, aquella grieta comunicaba el sótano con la calle. Se volvió para mirar por donde había salido, pero sólo halló una pequeña fisura entre las orinadas piedras. Inquieto, palpó varias veces la pared. ¿Había allí un pasadizo que se había cerrado automáticamente tras él? Un mecanismo oculto en la piedra, quizá, como en esas películas de misterio que transcurren en castillos rebosantes de pasadizos y fantasmas. Eso debía ser.

Miró a su alrededor buscando la sombra de Falún, y, efectivamente, la vio dos calles más arriba, deslizándose de nuevo entre peatones, autos y farolas. Y, de nuevo, se lanzo en pos del oriental o de su sombra, si es que ambas cosas eran la misma; andando ahora pues la sombra había abandonado su anterior ritmo vertiginoso y, más bien, parecía pasear despreocupada. Él, a su vez, compuso el paso y el gesto para no llamar la atención.  Subían hacía la parte alta de Barcelona, de donde habían partido hacía un tiempo indefinido. Por alguna razón –quizá la fatiga, se dijo- le parecía que había transcurrido mucho tiempo en el trayecto, desde que entró por el portal de las losas meadas, hasta que llegó de nuevo a la calle. Tenía la sensación de que había recorrido bajo tierra, más que una distancia, una vida. Mientras perseguía a Falún por el corredor de piedra, tuvo la sensación de que el tiempo se dotaba de cualidades impensadas: colores mudables que se ajustaban a su estado de ánimo o, quizás, al estado de animo de la roca –¡qué idea tan absurda, las rocas no tienen sentimientos!-; en ocasiones, cuando pudo acelerar el paso, le parecía blando; otras, en cambio, duro, casi hermético, como al principio, cuando metió con esfuerzo el cuerpo en la grieta de la pared, tras las cajas del sótano.

Intentaba andar discretamente, no fuera que la sombra se percatase de que la seguía. Parecía que no le rehuía ya; aunque, lo más probable, era que el oriental pensaba que le había dado esquinazo en el pasadizo. Levantaba con disimulo la mirada, lo justo para no perder de vista la sombra y mantener con ella una prudencial distancia. Apenas notaba la presencia de los demás peatones que pasaban a su lado; toda su atención se centraba en no perder el rastro de la sombra del macarra oriental Falun Sang Uigela.

Entonces, Falún –su sombra- se detuvo frente a un escaparate. No podía pararse en seco, en mitad de la acera, así que buscó algo que excusase su quietud mientras esperaba a que Falún volviera a moverse. Entre el gentío vislumbró el puesto de una castañera, junto a la siguiente esquina. Decidió detenerse allí a comprar una papelina de castañas calientes y, si Falún no arrancaba, iniciar alguna conversación con la castañera, para hacer tiempo.

- Póngame una docena.

Se dirigió a la castañera sin levantar la cabeza, mirando la brasa resplandeciente del anafe donde se asaban las castañas dentro de una olla acribillada.

– Póngame dos docenas y un boniato bien calentito, María- dijo una voz a su lado.

¡Vaya! Se le había colado esa señora; y la castañera, haciendo caso omiso de él, tomó una papelina metió en ella las veinticuatro castañas y envolvió en papel de periódico un boniato humeante, que sacó del fuego con unas pinzas de hiero.

- Verá que bueno es el boniato, doña Leonor, dulce, dulce –loaba su género la castañera, mientras tomaba las monedas de la señora con una mano y sostenía de nuevo el soplillo con la otra.

A pesar de que tenía el alma puesta en perseguir a Falún hasta la guarida de las sombras, o a donde fuese que fuera, le molestó que la castañera consintiese en que se le colase la doña Leonor aquella con tal desfachatez. Levantó el rostro y  se enfrentó con ella.

- Oiga ¿me va a poner mi docena de castañas, o no?

La castañera no le contestó. ¿Le miraba tras los cristales ahumados de sus gafas? No podría asegurarlo. Eran de esas gafas oscuras en las que todo se refleja como en un espejo. Como se reflejaba su propia silueta, gris, recortada en la escasa de iluminación del Ensanche barcelonés, a la hora del crepúsculo.

- ¡Que no tengo todo el día, señora!

Ella se agacho y, con las dos manos ahora, le dio al soplillo para avivar el fuego. Seguramente, esperaba a que se terminasen de asar las siguientes castañas para servirle su papelina; la señora de las dos docenas se debía haber llevado las últimas. Sería mejor tener paciencia; bien pensado, le iba de perillas el retraso mientras Falún permanecera parado frente el escaparate. Miró de reojo hacía él.

- Déjelo, ya no las quiero. –casi gritó.

Y salio corriendo, pues Falún ya giraba por la siguiente esquina. No se había dado cuenta, distraído por la desconsideración de la castañera, que la sombra se alejaba ya del escaparate. Por fortuna, tuvo tiempo de ver por donde había girado la sombra del oriental. Había que llegar cuanto antes a la esquina; no fuera a doblar el chino por otra, o esfumarse de cualquier manera, antes de que él pudiera alcanzarle de nuevo.

Pasó como una exhalación junto al escaparate donde antes estuvo Falún; con el rabillo del ojo, apreció que se trataba de una armería. ¿Qué interés puede , para una sombra, un rifle o un revolver? Quizá ninguno, quizás se había parado allí tan sólo para descansar. Eso, en el caso de que las sombras pudiesen cansarse, claro. Pensaba en estas cuestiones cuando dobló por la esquina y vio a Falún de nuevo, inmóvil, tres manzanas más allá, ante un portal. Se detuvo, también.

Reconoció el lugar: Falun estaba delante de su propia casa. Habían andado desde el barrio Chino hasta el centro de San Gervasio, justo donde él vivía. Aceleró el paso cuando  Falún entró en el edificio. Era asombroso, la sombra le había traído de vuelta a casa. No se le ocurría la razón del extraño recorrido que les había llevado hasta allí; pero tuvo la inmediata seguridad de que Falún se dirigía exactamente a su piso; que entraría en su despacho y que allí le esperaría. No sabía por qué, pero no le cabía la menor duda de que sería así.

Siguió andando hacía su casa con la resignación de quién sabe que le espera lo ineludible. Al cruzar la calle, tuvo que saltar a un lado porque casi le atropelló un coche azul, que ni siquiera frenó al verle. El susto le cortó la respiración, tuvo que apoyarse en una farola para recuperar el aliento. Respira, chico, se dijo, serénate. Decidió inspirar diez veces, antes de seguir, para tranquilizarse. Por primera vez, desde que salio del pasadizo, miró a la calle, a los semáforos que turnaban maquinalmente el rojo, el ámbar y el verde de sus avisos, y miró, también, a la gente y a los autos que se deslizaban sobre las aceras y el asfalto, indiferentes al rumor incesante de la ciudad.

Una pareja de adolescentes pasó a su lado, cogidos de la cintura, haciéndose arrumacos, susurrándose palabras de amor, con los rostros ocultos en sus largas melenas. Los siguió con la vista mientras se alejaban. Entonces, cuando ya estaban a unos quince metros, ella volvió la cabeza y miró en su dirección. Al principio le pareció que le miraba y escrutó, él también, en los ojos de la muchacha. No los halló; allí donde deberían hallarse sus ojos, flotaba una sombra, una nube gris que asomaba desde la profundidad inescrutable de su calavera. Aquella visión duró apenas un segundo; la muchacha retornó el rostro hacía su novio y desapareció, cobijada de nuevo en su cabellera, calle Muntaner abajo.

Abandonó la farola y echó a andar hacía su casa preso de lóbregos, confusos presentimientos. Se cruzó, todavía, con otras tres personas antes de llegar al portal. No se atrevió a mirarles a la cara. No quiso verles los ojos.

No tuvo que usar la llave, la puerta estaba abierta. En el recibidor Don Ruín leía el periódico sentado en la silla de madera donde él acostumbraba a dejar la chaqueta; no le extrañó demasiado, pues el loro Picoancho le había venido siguiendo, revoloteando, desde el vestíbulo hasta su pido, en el tercero. Saludó a Don Ruín con un hola, que el otro respondió con un gruñido. Se paró un momento bajo el dintel de la puerta del pasillo. Su estudio se hallaba al otro extremo, tras una puerta entornada que vertía una luz amarillenta, de pantalla de pergamino, al exterior. Sabía que allí le esperaba Falún Sang Uijuela,. Se abrió la puerta de su habitación, la segunda por la derecha, y asomó la cabeza de Maruja Bella, que le sonrió, como dándole ánimos. Había que llegar al final, se dijo, y dio el primer paso hacía su estudio. Al pasar junto a su habitación creyó oír a la detectivesca Maruja decir “ánimo, chaval, este caso esta resuelto”. ¿Estaría el inspector Benavides en la habitación con ella? se preguntó, como si eso importara algo.

Iba a empujar la puerta, cuando sintió una mano sobre su hombro. Al volverse para ver a quien pertenecía aquella mano se encontró frente a Lolita Rapanuí, quien pretendía, tal vez, también, infundirle valor. Se la sacudió de encima con un gesto brusco, del que se arrepintió de inmediato. ¿Qué derecho le asistía para tratar de esa manera a la buena de Lolita?  Ella se esfumó, enojada con razón, por la puerta del baño.

*

Aún estaba a tiempo de abandonar, de salir de casa, irse al Jaime´s Bar y largarse cuatro whiskys para olvidarlo todo. Pero, en ese caso, ¿quién le aseguraba que no volverían a aparecer las sombras? ¿Cómo iba a librarse del temor constante a encontrase con una de ellas? En sus novelas quedaban muchos personajes más, cuyas sombras todavía no le habían visitado.

Abrió la puerta. Como había imaginado, Falún estaba allí, sentado en una esquina de la mesa, junto a la pantalla del ordenador. Había otra sombra. De espaldas a él, sentada en su silla, parecía estar tecleando algo. Aquella sombra le era familiar. Se acercó y dio la vuelta a la mesa para verla de frente. La contempló un rato... y no se pregunto por qué aquella sombra era su propia sombra.

Dirigió la mirada hacía la pantalla para ver qué estaba escribiendo, y leyó, resignado:

“La gran ventana en forma de luna no le inspiraba. A lo lejos, sobre Montjuïch, la luz del amanecer resbalaba sobre una inusual sábana de nieve recién caída. Octubre hacía gala de invierno, encapotado de nubes altas y grises. Definitivamente, un gran silencio se había adueñado de su imaginación. No era por la hoja en blanco, no. Eran las sombras. Algo  venían tramando...”

Su propio texto.

Había estado escribiendo sobre sí mismo, sobre sus últimas experiencias. Y resultaba ser, él mismo, un personaje suyo.

Se miró las sombrías manos, buscó con la mirada el espejo en la pared izquierda del estudio, donde solía mirarse, y el espejo le devolvió una nebulosa gris.

La mano amiga de Lolita Rapanui volvió a posarse en su hombro.  

- Anda, ven con nosotras. Verás que no es tan terrible nuestra existencia.
- ¿Quiénes sois?
- ¿Tú me lo preguntas? Antes lo has escrito: somos las sombras de una ficción. La tuya.
- ¿Yo también?

No esperó respuesta. Salió del estudio. Salio de la casa.

Algún día volvería a visitar al autor, para que le viera: una sombra gris, acechando desde algún lugar sin importancia.

fin.