sábado, 30 de agosto de 2014

La Venganza del granjero.

Breve historia de suspense que le conté a mi perro. Pasó un buen rato, creo.




 La venganza del granjero.


Hay que saber que La  Puebla del Algarrobeño es un pueblecito de no más de 400 habitantes cuya economía gira en torno a la agricultura de secano y las granjas de cerdos. Luego, su principal industria es la cárnica: con un matadero y un secadero de jamones de cierta producción. Una vez dicho esto, ya puedo contaros los hechos que allí ocurrieron.



Los aires de la sierra barrían el llano donde se asentaba el villorrio a orillas de un riachuelo llamado el Barranco de la Mingua, que casi siempre llevaba agua y a cuya vera crecían los algarrobos origen de su toponimia. Dicen que el pueblo creció alrededor de una posta donde paraban las caravanas que hacían ruta desde la meseta hacia el mar, pues la abundancia de algarrobos y el agua lo hacían propicio para las caballerías. En fin, si en realidad fue éste el origen de la población, o fue otro, poco tiene que ver con lo que le ocurrió al protagonista de esta historia. Aunque tampoco hay que descartar que el carácter reservado y un tanto huraño y aficionado al comadreo de los algarrobeños, que tanto mal le hizo a nuestro héroe, hallase su origen en ese pasado lleno de envidias y rencor que sentían sus habitantes hacia quienes se detenían en Puebla del Algarrobeño tan sólo de paso.


Todo lo que hubiera querido era que se olvidasen de él. Pero era evidente que eso no ocurriría nunca. Así que lo mejor era partir. Dejar atrás su vida y empezar una nueva en otro lugar.
Todo empezó haría unos quince meses con lo que se podría definir como un encuentro casual, .
Llevaba dos bolsas de plástico en cada  mano cuando cruzaba  el dintel de la única tienda de ultramarinos de  La Puebla del Algarrobeño, cuando se tropezó con ella.

Se dieron de bruces bajo el  dintel de la puerta de la tienda porque él iba con los ojos puestos en aquellas dos bolsas que parecía que se le iban a escurrir de los dedos y ella entraba con prisa y la mirada puesta en la calle, como si huyera de algo. Cayeron las bolsas y parte de su contenido, unas latas, un manojo de puerros, dos tetrabrik de leche, uno de caldo y un paquete de sal cuyo envase se rompió de forma que su contenido se esparció por el suelo, a sus pies, entre las baldosas de la tienda y el adoquinado de la calle sin acera.

- Oh, perdone…-  se disculpó, aunque la verdad era que era ella quien había entrado con excesivo ímpetu y sin mirar.

La reconoció enseguida, la había visto en alguna ocasión en el local social: era la mujer del mayor agricultor y ganadero del pueblo, un granjero dueño de más de cien hectáreas de cereal y de una granja donde engordaban mil doscientos gorrinos o más. La había visto en las fiestas cuando el pregón del alcalde y en el baile, al lado siempre de su esposo. También la veía a la puerta de la Iglesia, al entrar y al salir del oficio, los domingos y fiestas de guardar; aunque él no iba a la iglesia y aguardaba la salida de los feligreses tomándose un Martini en la barra del local social, que hacía la vez de bar, y que se hallaba en la misma plaza. El granjero le daba un beso en la mejilla a su mujer al salir y acto seguido entraba en el local social con otros, mientras ella marchaba a su casa, seguramente a preparar la comida. Era considerablemente más joven que su marido, no sobrepasaba la treintena mientras que él andaría más cerca de los sesenta que de los cincuenta. No era el primer caso el suyo, eran frecuentes los maridajes entre hacendados y extranjeras jóvenes y agraciadas, en el ámbito rural.

- Perdone usted, señor, la culpa ha sido mía -le pudo oler el aliento de tan cerca que habían quedado sus rostros. Un aroma remoto a jerez y aceitunas.

Ambos se agacharon a la vez y fue inevitable que sus cabezas volvieran a chocar. Ella se echó a reír y él hizo lo mismo, contagiado de su risa fresca y clara. El aroma de jerez y aceitunas se hizo más intenso.

Días después ya se encontraban a escondidas. No lo pudieron evitar.

Ahora era mejor partir de una vez y dejar la Puebla del Algarrobeño para siempre. Si ponía distancia, todo terminaría desvaneciéndose en la memoria.
*

Ella desapareció un buen día. Vino la Guardia Civil a investigar, tras la denuncia de desaparición que presentó el marido en el cuartelillo.

- Hace dos días que mi mujer falta de casa.

La buscaron por todas partes. Se interrogó a los vecinos, pero nadie recordaba nada que pudiera dar indicio de su paradero. Se hicieron batidas por los campos y los barrancos, con vecinos voluntariosos y perros adiestrados. Nada. Había desaparecido sin dejar rastro.

A la semana, dieron por finalizada la búsqueda. El sargento de la Guardia Civil les comunicó que, dado que no se la encontraba ni viva ni muerta, había llegado a la conclusión de que había huido del pueblo. Se calló que pensaba que una chica tan hermosa y joven seguramente se habría enamorado de algún viajante de comercio y habría partido con él en busca de una vida mejor en la ciudad. Al fin y al cabo, así terminaban muchos matrimonios de este tipo. Una vez obtenidos los papeles y la nacionalidad, ellas volaban en brazos más jóvenes y en busca de un futuro mejor.

Nadie le dio el pésame al granjero, y se corrió un velo de silencio sobre el asunto. Si no estaba ni viva ni muerta era mejor hacer como si no hubiera existido.
*

Y es cierto que los aldeanos no pronunciaron palabra sobre el asunto. Pero las miradas hablaban, contaban una supuesta historia, callaban una sospecha que estaba en la mente de todos.

Pronto se dio cuenta, por esas miradas, que, de algún amanera, había corrido la voz de su relación con ella. Seguramente alguien les había visto o quizás, incluso, les habían seguido hasta la cabaña del bosque donde tuvieron sus encuentros amorosos. Pero no podía estar seguro de que eso fuera así, pues, como ya he dicho, nadie pronunciaba palabra sobre el asunto. La versión del sargento de la Guardia Civil era la única que debía prevalecer.

 Se hubiera ido del pueblo antes, pero hubiera sido como confesar que tuvo que ver con ella, que fue su amante. Permaneciendo en la Puebla del Algarrobeño, daba a entender que ella se había fugado con otro. Que no fue él la causa de su desaparición.

- Estas son todas iguales -había dicho el sargento tras abandonar la investigación.

Era la versión oficial.

Y él se había quedado en el pueblo durante todos aquellos meses para dejar claro que ella no se había fugado por su causa, ni le esperaba en ningún lugar. Que, en cierta manera, también él quedaba viudo; si es que uno se puede quedar viudo de amante.

Pero ya no podía más, quince meses eran suficientes. Demasiados. Tenía las maletas hechas, aguardando en el suelo, mientras tomaba su último Martini y contemplaba  a los fieles salir de la iglesia.

Parado en la plaza, el autobús esperaba a que terminase la misa para llevar a los feligreses que lo desearan a pasar el día en la capital; todavía faltaba un rato para salir; mientras, el conductor hacía tiempo tomando una cerveza en la barra, como él. Entonces entró el granjero y fijó la mirada en las maletas que tenía junto a sus pies.

- ¿Se va usted, joven?
- Sí.
- Vaya, parece que nadie quiere quedarse en La Puebla del Algarrobeño. Si esto sigue así, el pueblo se irá muriendo…
- Ya -no tenía ningunas ganas de hablar, y menos con aquel granjero.
- Ya sabe lo sólo que me quedé cuando desapareció mi  mujer -¿a qué venía ahora hablarle a él de aquello, si apenas se habían cruzado un par de palabras en todo el tiempo que llevaba viviendo allí?
- Yo… siento su pérdida… -algo tenía que decir, y aquel pésame extemporáneo se le escapó entre los labios.
- Oh, no lo sienta usted. Son cosas que pasan ¿verdad? Ella era joven, hermosa, y yo peino canas hace muchos años y, además, crio esta barriga que no deja de crecer… Cuando la traje pensé que con el tiempo me cogería cariño.
- Mejor olvidar…
- Quía, ¿para qué quiero olvidar? Todo lo contrario, ella me dejó los mejores recuerdos… Pero no me amaba, no señor. Ni siquiera un poquito de cariño me mostraba; eso sí, cumplía como mujer, ese era nuestro pacto. Y lo hacía de maravilla. Yo creo que le gustaba. Estas extranjeras son muy desinhibidas en eso del sexo ¿no cree?
- Bueno, yo… no sé -le incomodaba el desparpajo con que el granjero se ponía a platicar ahora sobre estas cuestiones. Era obvio que no había la menor inocencia en sus palabras y sentía cada vez más urgencia por partir. En esto el conductor vino a socorrerle, echando una moneda sobre la barra y saliendo acto seguido del local.- Bueno, señor, creo que el autobús va a partir.

Mientras decía estas palabras rebuscaba alguna moneda en su bolsillo.

- ¡Quía, deje que le invite yo, hombre! -dijo el granjero, sacando un billete- Al fin y al cabo, estoy seguro de que será la última vez que le veo por acá ¿verdad?
- Bueno… me ha salido un trabajo en Madrid… -mintió él, agachándose para coger las maletas.
- Suerte tiene usted, sí señor - dijo el granjero mientras le cogía del brazo impidiéndole partir- En cambio yo, a mi edad ya, me quedaré aquí para siempre, cultivando mis campos y dando de comer a mis cerdos.

Las maletas le pesaban en cada mano y le costaba desembarazarse de la garra del granjero que no le soltaba el brazo. Le brillaban los ojos, su mirada era como un cuchillo asomando por sus párpados entreabiertos.

- Sabe señor, en el fondo me gusta dar de comer a mis cerdos. Me gusta observarlos cuando me retraso en poner las tolvas de pienso en marcha y están hambrientos. En esos momentos son capaces de comérselo todo. En cierta ocasión les tiré un ternero muerto, ¡no dejaron ni los huesos!

Al fin, de un tirón, pudo desembarazarse de la garra del granjero y emprendió el camino de la puerta. Enseguida, entregó las maletas a un mozo para que las llevase hasta el autobús, donde luego iba ayudando al conductor a colocarlas ordenadamente en el gran portaequipajes. Le dio una moneda de propina y se fijó en él: aquel mozo trabajaba a horas para el granjero. Apenas balbuceó un “gracias” antes de desaparecer entre los fardos.

Antes de subir, aún oyó a sus espaldas la voz del granjero desde la puerta del local socia que le decía:

-Todo, me entiende, mis cerdos son capaces de comérselo todo sin dejar rastro.
*

La Puebla del Algarrobeño se desvaneció tras la primera curva que dio el autobús. Respiró aliviado, aunque sentía como una opresión en el pecho. Seguramente, tardaría en olvidar todo aquello. Pero no quería pensar más en ello; ni siquiera recordarla a ella. Cuando pasara el tiempo suficiente no quedaría más que la evocación de algo que pudo ser un sueño, poco más; esa era su esperanza.

Pero, cuando el autobús hizo su última parada en la capital de la comarca, se encontró con la sorpresa de que le esperaba aquel sargento de la Guardia Civil que se encargó de la búsqueda de la joven desaparecida. Le acompañaban dos efectivos.

- Buenos días.
- Buenos.
- Le estábamos esperando para hacerle algunas preguntas. Si es usted tan amable de acompañarnos…
- Como no -los dos efectivos se habían puesto cada uno a un lado, como una escolta.

Él fue el primero en preguntar cuando entraron en la sala de interrogatorios del cuartel de la Guardia Civil.

- ¿Cómo sabía que yo vendría en este autobús?
- Nos avisó un amigo mío de La Puebla del Argarrobeño -contestó amablemente el sargento, quien parecía no tener prisa alguna y añadió- Sabe, nos llegaron algunas murmuraciones…
 - Son ciertas -para qué mentir, no tenía sentido ya, pues había partido para no volver- Éramos amantes.

Entonces se abrió la puerta y entró uno de los efectivos con una bolsa de plástico opaca en la mano de la que asomaba algo blancuzco.

 - Sargento, hemos encontrado esto.

El sargento se levantó y se acercó al efectivo. Tomó la bolsa en sus manos, la abrió e inspeccionó lo que había en su interior fijando un momento la vista en una parte concreta de ello. Luego, volvió a sentarse enfrente de él y arrojó la bolsa sobre la mesa.

- ¿Sabe lo que es?
- No…
- Pues estaba en su maleta.
- ¿Cómo? - empezaba a alarmarse- Yo no he visto nunca eso, ¿qué es?
- ¿Cómo sabe que no lo ha visto nunca, si todavía no lo he sacado de la bolsa?
 - Yo… -se mordió los labios, tenía razón el sargento: cómo iba a saber él qué contenía la bolsa, si era opaca. Pero cada vez estaba más nervioso y esa incongruencia se le había escapado sin querer.
El sargento, al fin, abrió la bolsa y arrojó su contenido de forma un tanto teatral sobre la mesa, para que lo viera bien.
- ¡Véalo! ¿No me dirá ahora que no sabe lo que es, eh? Incluso lleva su nombre bordado en un una esquina.
- Yo… yo no… - no, no sabía qué decir. Ignoraba cómo habían ido a parar unas braguitas de ella a su maleta. Las miro. Estaban sucias de barro, manchadas de sangre.
- Creo que tendrá que explicarnos muchas cosas usted. ¿Sabe que no siempre se precisa el cuerpo del delito para condenar a alguien?
- ¡Yo no he hecho nada! ¡No he matado a nadie, yo!
- Ah, ahora sabe que está muerta, eh -un destello de triunfo iba anidando en la mirada del sargento- Pues sabe usted más que nosotros. Más que nadie, diría yo. ¡Confiese!

Le temblaban las piernas y las manos. Sentía como algo espeso le crecía en la garganta impidiéndole hablar, impidiéndole proclamar su inocencia. Pero no podía apartar la mirada de aquellas braguitas sucias y manchadas de sangre y de las letras bordadas, ilegibles, con el nombre de ella. Porque, aunque no pudiera leerlas ahora, sabía que era ese nombre el que allí había bordado, las había visto tantas veces, tantas como se las había quitado en aquella pequeña cabaña del bosque…

- ¡Confiese! - insistió el sargento.
- Yo no… - empezó a decir, dándose cuenta de que no dominaba sus palabras, de que no sabía qué iba a decir- yo… fueron los cerdos…
- ¿Los cerdos? ¿La tiró usted a los cerdos? - el sargento se levantó casi de un salto, con un gesto de asco en el rostro- Espero que la matara antes… ¡Pobre muchacha! ¡Qué disgusto tendrá mi amigo el granjero!

Apagó el magnetófono que grababa su conversación.

- Bueno, nada más hay que hablar. Aquí queda su confesión para el juez -apartó de él aquella mirada triunfal de policía satisfecho y volviéndose hacía la puerta ordenó- Domínguez, lleve a este tipo al calabozo, no quiero verle más.

Mientras Domínguez le esposaba, él sólo oía el insistente eco de las palabras del sargento: “mi amigo el granjero”, y recordó al mozo de las maletas apenas balbuceando sus “gracias” cuando se llevaba sus maletas.

No, no volvería nunca a La Puebla del Alagarrobeño. Le esperaba una larga estancia a cargo del Estado, entre rejas. Allí tendría tiempo para pensar en la paciencia de aquel granjero que había esperado quince meses para tomarse su  quizás justa venganza.

***