domingo, 25 de septiembre de 2011

CUANDO TERMINÓ LA CRISIS

¡Vaya tormenta la de anoche!, pensó don Julián. En la ventana que había frente a su escritorio, plomo y perla, un cielo  nutrido de nubes, cubría el paisaje de lomas y bosques -unos, altos cajigales; otros, más chatos, poblados de carrascas- que se extendía hasta las cumbres, remotas y grises, recortadas en el horizonte de cirros albos y fríos, más lejanos todavía. Nubes altas, pues.  

Ahora, reinaba el silencio; pero en su cabeza  retumbaban aún los ecos de los truenos que habían enmudecido al amanecer.


Un nuevo día, un día como todos. Don Julián sabía que ya no se movería de allí hasta que terminasen sus días. Tanto le daban los cubiertos por un manto de nubes, que los radiantes y soleados. No le producía la menor tristeza, ya había corrido lo suyo en su juventud. La jubilación le venía bien, y la disfrutaba, en la medida que se puede disfrutar del retiro, desde hacía bastantes años. Con la tormenta de esta noche, cumplió  noventa años: a las cuatro y quince de la madrugada,  del año del Señor Mil Novecientos Cincuenta y Seis, nació don Julián. Habían venido a celebrado rayos y truenos y, ahora, amanecido ya el día gris y callado,  esperaba que viniera a hacerlo alguien. Una ilusión vana, nadie le había felicitado su aniversario en los últimos diez años. El último en hacerlo yacía en el cementerio, desde entonces. Los años se habían llevado, uno tras otro, a los viejos amigos. Sonrió, mientras se repetía en voz alta lo de “viejos”  amigos  Sabía que esperaría durante todo el día, que nadie se acordaría de felicitarle.
“Hay que escribir el número de cada año con mayúsculas” murmuró para sí, mientras vertía el café en la taza. Recién hecho, pero daba igual, lo bebió rápido.  Con los años, la sensibilidad iba mermando. Subió las escaleras que llevaban a la habitación que hacía de estudio. Tenía prisa por ponerse a escribir. “Cada año es único, su número es su nombre propio”  Recordó sus estrenados noventa años. No había tiempo que perder. Debía terminar el relato que andaba escribiendo desde hacía más de diez años. Se trataba de una breve historia que transcurría en los primeros tiempos del cataclismo económico que abría de asolar el viejo régimen liberal capitalista. Concretamente, en el cuarto año de lo que al principio se denominó simplemente “crisis”. Había llovido  mucho desde entonces. Lo suficiente como para considerar que se empeñaba en un relato de los que llaman históricos. Como todos los días, antes de pulsar la primera tecla, se dispuso a leer el último párrafo del día anterior.

“ Bajó por las calles de Barcelona, casi despobladas aquel lunes, hasta el inicio del Arco del Triunfo . No le cabía en la cabeza que, en tan poco tiempo, todo hubiera cambiado tanto. Se paró frente a un mendigo y dejó caer unas monedas en una lata de sardinas. El tipo murmuró un turbio agradecimiento sin levantar la cabeza. Se paró frente a otro mendigo, y frente a otro, y otro más. Sombreros desfigurados, cartones, más latas, cazoletas, objetos mendicantes que alguna vez sirvieron para algo útil, para hacer la vida mejor a los hombres y que, ahora,  componían el desfile luctuoso de la indigencia. No, no le cabía en la cabeza. Llevaba sin ir a la ciudad desde antes del inicio de esa crisis financiera que parecía no tener fin. ¿Dónde había ido a parar aquel dinero que hacía escasos cuatro años circulaba con abundancia? Los bienes que antes compraba la gente en abundancia, ¿dónde estaban ahora? ¿Quién se lo había llevado todo, el dinero, los bienes, el trabajo?

“No, las cosas no se disuelven en la nada, el dinero tampoco” se decía mientras comprobaba que no le quedaba una sola moneda en el bolsillo. El último mendigo masculló un insulto a sus espaldas. Seguramente, mientras  él se tentaba el fondo de los bolsillos,  se había hecho la ilusión de recibir unos céntimos. José pensó que, si estuviese en el lugar del mendicante, hubiera soltado un exabrupto aún peor. Decidió seguir por el centro de la avenida, lejos de los portales infestados de indigentes. Al fin y al cabo, había venido a la ciudad a defenderse de una injusta acusación.  Y no era responsabilidad suya que la sociedad se enfangase en la miseria. No, las clases medias no eran las responsables de aquella tempestad que vomitaba millares de familias, naufragadas   en la miseria, sobre las arenas yermas de la indigencia. Este pensamiento le siguió mientras sus pasos le acercaban al Palacio de Justicia.
- Su carnet de identidad.
El agente tomó el documento, miró la foto de José, luego miro su cara; volvió a mirar la foto y volvió a escudriñar su rostro. Las cejas casi se tocaban bajo la gorra del  policía.
- Es que la foto tiene ya cuatro años, entonces me afeitaba más a menudo- se excusó, como si fuera suya la culpa de que la foto de su DNI se le pareciera tan poco. Las fotos de sus documentos de identidad nunca se le habían parecido demasiado; a casi todo el mundo que conocía le pasaba algo parecido. Pero aquel par de cejas inquisidoras le inquietaban, sentía aversión por los uniformes. Un temor ancestral, quizás….
Recitó el número del DNI y, cuando le preguntó por su nombre, contestó “José Turu Rosell”, sin estar seguro ya de no equivocarse. No leía su carnet de identidad hacía años, seguramente siquiera lo leyó el día que fue a recogerlo a comisaría. ¿y si, por accidente, le habían dado el carnet de otra persona?
- Pase usted, Sr. Turu- dijo el de las cejas, abriendo la barrera, cuando ya le temblaban las piernas como flanes, amenazando con dejarle caer sobre el pavimento gris del vestíbulo del Palacio de Justicia como un vulgar y fláccido  monigote de trapo”




Don Julián dejó la hoja sobre la mesa. El paisaje, más allá de la ventana, seguía tan agrisado como antes, quizás más.  Los personajes de sus relatos se le iban siempre por lo tremendo. La misma ficción resultaba una exageración de la realidad, e intentaba, una y otra vez, corregir el rumbo, aunque apenas podía evitar que sus frases enfilasen la derrota que lleva a los arrecifes del exceso. Cuando decidió escribir este relato o novela, o lo que fuese, decidió darse tanta licencia en cuanto al estilo, como poca en cuanto a los hechos que iba a narrar. Inventó al protagonista, ese José Turu, un tanto pusilánime, acobardado ante el caos que progresivamente se iba adueñando del mundo en los tiempos anteriores a la regeneración primitivista, para que los lectores pudiesen ver, a través de sus ojos, cómo fueron aquellos tiempos. Lectores más  que improbables, puesto que el destino de sus legajos, guardados en el cajón de su escritorio de madera, sería arder en el hogar de algún vecino que habría de hallarle cadáver, algún día. Un razonable calor, útil, al menos, para ese vecino todavía imaginario. Acaso por poco tiempo ya, se dijo.

Releyó, una vez más con disgusto, aquel último párrafo escrito la víspera. Definitivamente se  precipitaba en la exageración más pueril. No habían sucedido así las cosas. En el cuarto año de la depresión, los mendigos todavía no llenaban las calles de Barcelona. No en esa proporción que describía aquel último párrfo. Sólo se había alcanzado la escasa cifra de cinco millones de parados, quienes, en una buena proporción, recibían una exigua paga alimenticia que frenaba, todavía, las revueltas que habrían de venir más tarde a subvertir el mundo occidental y arrastraría, igualmente, al resto de los países “civilizados”, sobre todo Los asiáticos. África apenas lo notó, simplemente siguió ahogándose en su miseria endémica, hasta hoy en día.
 Rompió aquellos folios y los dejó caer en la papelera de bronce que había junto al escritorio. Cada vez tenía que vaciarla con mayor frecuencia. Definitivamente no estuvo inspirado al describir la llegada del personaje al Palacio de Justicia y el previo paseo por la ciudad. Había que empezar de nuevo.
Pulsó un tecla, y luego otra.

“Bajo un cielo puro y azul, el paseo del Arco de Triunfo lucía radiante aquella mañana de otoño. José Turu dejaba que sus pasos se deslizasen indolentes por  la pendiente de la Avenida del Arco del Triunfo dirección al Palacio de Justicia. Un mendigo se acercó haciendo sonar unas monedas en una cazoleta metálica. Aceleró el paso, no pensaba darle nada. Siempre pensó de quienes mendigaban  que eran unos vagos que no querían trabajar.   Cinco millones de parados en el país, cierto; pero eso no implicaba cinco millones de mendigos. La gente tiene más dignidad, se dijo. Pero el mendigo insistía,  obstaculizándole el paso y agitando furiosamente la cazoleta, blandiéndola como un guadaña o, peor, como un obscuro artefacto explosivo. Al fin, sacó una moneda del bolsillo y, haciendo como que iba a ponerla el recipiente, la dejó caer ex profeso  al suelo. Aceleró el paso mientras el mendigo se arrastraba tras la moneda que rodaba cuesta abajo por la acera de la avenida del  Arco del Triufo.

Mientras el policía judicial comprobaba su DNI, José Turu repasaba mentalmente su defensa. Había sido citado para declarar como testigo en un caso de agresión. Aunque temía terminar como imputado o cómplice de los delitos que se habrían de juzgar cuando terminase la fase de instrucción. Todo tenía relación con la paliza que, supuestamente, había recibido el subdirector de la agencia bancaria que había frente a su oficina. Una señora, ya entrada en años y en kilos, se abalanzó sobre él atizándole con la bolsa de la compra. José terció en el altercado con la intención de proteger al susodicho subdirector, cosa que consiguió cuando finalmente se hizo con la bolsa de la señora, que estaba llena de potes de garbanzos y latas de tomate frito. El subdirector sangraba por varias partes donde había recibido los contundentes bolsazos. Lo jodido, era que el tipo, en lugar de agradecerle su intervención, le acusó de haber colaborado en la agresión de la que había sido objeto. Cuando llegó la pareja de los mossos de escuadra, José Turu sostenía aún la bolsa de los garbanzos y el tomate frito en sus manso. La Señora se portó con toda honestidad, narrando los hechos tal como habían ocurrido y asumiendo la total autoría de los bolsazos: “más que le habría dado a este timador, si no interviene este señor” afirmó señalándole.  Eso debería bastar para exculparle, pero en este país la justicia ya se sabe de qué pié cojea, siempre a favor de la banca y del poderoso. Y el jodido subdirector, quiso  aprovechar la ocasión para  cobrarse venganza por un trance  que les enfrentó hacía un par de años, y que arruinó las aspiraciones de ascenso del rencoroso bancario, cuyas corruptelas quedaron al descubierto a causa de unas declaraciones de José Turu. “Tengo la conciencia tranquila” se dijo mientras ascendía por la escalinata del Palacio de Justicia.
Antes de entrar en las dependencias donde debían tomarle declaración, se dijo que, allí, la conciencia, posiblemente, no le iba a servir de nada. Y por alguna asociación de esas que la mente hace como por azar, recordó al mendigo de la cazoleta arrastrándose tras la moneda. Cerró los ojos e intentó recordar su rostro, entonces le vio como un monstruoso hombre con dos caras, una era la del subdirector; la otra, era la suya propia. Ambas se gritaban reclamando la propiedad de la escurridiza moneda que seguía rodando y rodando al son de  una música de feria.
- Señor, le toca.
Despertó sobresaltado. Una  administrativa del juzgado le sacudía el hombro. Se había quedado dormido mientras esperaba en la antesala de…”

Dejó de escribir don Julián. Esta vez el folio se fue directo a la papelera. Definitivamente, aquel personaje daba bandazos como un balandro en medio de un huracán. ¿Aunque, bien mirado, no fue como un huracán lo que sucedió en aquellos tiempos? Un huracán que arrasó con casi todo. Un desasosiego, una frustración venidos del pasado le habían dominado por un instante.  Recuperó la arrugada hoja de la papelera, releyó. El manido recurso a las escenas oníricas no obstaba que lo que había descrito se acercase a lo que realmente pasó. La sociedad y los bancos, como el hombre de dos rostros del sueño de José Turu,  terminaron gritándose groseramente, enfrentados y, al mismo tiempo, parte del   mismo problema. Una sociedad educada en el consumo compulsivo, dependiente del dinero igual que un heroinómano de su droga. En el centro la avaricia de unos bancos mezquinos y poderosos que, mientras se predicaban servidores públicos, torcían las voluntades de políticos, sindicatos y periodistas en beneficio propio, pretendiendo ocultar el inmenso agujero al que les habían abocado sus propios excesos. Todo estalló pocos años después, cuando la miseria llenó las calles de mendigos que se convirtieron en una masa furiosa. Cientos de miles, millones quizá, se alzaron como una única voz.  No estaba claro cuál fue la gota que desbordó el vaso de la paciencia y del miedo, cual fue la chispa que prendió en aquellas masas desecadas de toda ilusión. El incendio no tardó, entonces, en arrasarlo todo. Primero, las masas  saquearon los bancos, mientras los pocos policías que quedaban huían o se pasaban al bando amotinado. No se salvaron siquiera los bancos nacionales. La gente apilaba los billetes en las esquinas y les prendían fuego junto con los muebles saqueados en las propias agencias bancarias. Esa fue la que luego se llamaría La Semana de las Hogueras de Billetes; luego, le seguirían la Semana de las Hogueras de las Acciones, la de los Periódicos y las Televisiones, la de las multinacionales y petroleras,  y, así, muchas semanas más se ganaron un nombre propio. Los ejércitos no intervinieron. Llevaban meses sin cobrar su paga, y muchos  militares habían visto cómo familiares y amigos caían en aquella miseria opaca que parecía  contaminarlo todo y a todos, sin remedio. Terminaron por disolverse en la sociedad civil, casi todos. Otros, se constituyeron en bandas criminales dedicadas al saqueo de bienes y al secuestro de mujeres. Duraron poco, las masas les persiguieron y pusieron cerco allí donde los hallaban. El pueblo no temía nada, no le arredraban bombas y fusiles, pues nada tenía que perder y la vida había perdido gran  parte del valor que se le había dado en otros tiempos. La ira les hizo temerarios.
La sociedad de la información, como venía llamándose a sí misma hacía tiempo, se extinguió rápidamente al derrumbarse el sistema económico que sostenía a las grandes corporaciones de comunicación. Los satélites dejaron de recibir y, por consiguiente de emitir, señales de ningún tipo.  Las pantallas de los televisores se llenaron de perpetuas nieves,  las emisoras de radio enmudecieron, la prensa se convirtió en un recuerdo. Quedaban, sí, las bibliotecas y las radios particulares, aquellas que antes se llamaron de radioaficionados. Esas radios se convirtieron en la única red de comunicación que aún funcionaba para las cuestiones cotidianas del intercambio. El trueque se terminó imponiendo como la fórmula más eficaz de obtener bienes. El dinero fue maldecido en las enseñanzas que impartían los maestros en las escuelas de los pueblos y las muy despobladas ciudades. Tanto que, cuando  aparecía alguien  a quien se le ocurría usar algún objeto que realizase las funciones del dinero para “facilitar” los trueques, terminaba colgado de un árbol o desterrado en algún remoto desierto. Las nuevas generaciones eran muy sensibles a este tipo de aberraciones. La acumulación de bienes se había convertido en el mayor de los delitos, y el dinero era el primer paso hacia esa acumulación.   En eso habíase llegado a un acuerdo universal: ¿dinero?, ¡nunca más!
Él mismo era un ejemplo de la nueva sociedad. Aunque un tanto peculiar. Conseguía comida, papel y tinta de un extraño a quien dejaba sus escritos en el poyo de su casa, una noche a la semana. La primera vez fue por azar. Era sábado y había estado repasando lo que había escrito a lo largo del día, la primavera estaba avanzada y el sol se ponía ya tarde; así, que, aprovechando el buen tiempo, salió a leer al aire libre, sentado en el poyo de piedra que se arrimaba a la pared de su casa, junto al portalón  que accedía al patio. A la hora de la cena, entró en casa y olvidó los papeles sobre el poyo. Al día siguiente, una caja con hortalizas y algo de bacalao en salazón ocupaban el lugar de las cuartillas. Tuvo que  reescribirlas, claro; pero decidió intentarlo de nuevo. Los seis primeros días fracasó, pero, al séptimo, un sábado de nuevo, encontró un nuevo alijo de alimentos, esta vez acompañados de papel y un cartucho de tinta. Ninguna nota, ningún mensaje del misterioso lector. Supuso que se trataba de alguien que, tras leer su primer escrito, había decidido seguir leyendo lo que él escribía.  Don Julián no necesitaba otra cosa para vivir. Así que abandonó los ocasionales trabajos que realizaba para algunos vecinos a cambio de los que percibía los bienes precisos para su manutención.  Y, así, habían transcurrido los últimos años.  En el fondo, nunca había considerado su afición a escribir como un trabajo, así que se consideraba las aportaciones del misterioso lector de los sábados como una jubilación.  
Noventa años. No podía quejarse, había sido un privilegiado espectador de cruciales hechos de la historia de la humanidad. Ahora, lo único que deseaba era terminar con la historia de ese José Turu para su lector de los sábados; su único y, quizá definitivo, lector. En el fondo, que sus escritos fueran leídos más o menos  cuando él hubiera muerto, no tenía demasiada importancia, no valían más que unas pocas hortalizas. Pero eran una manera de mantener el diálogo interior, lo único que le quedaba junto con sus meditaciones.
Miró por la ventana, parecía que despejaba. Quizás esta noche, se dijo, venga estrellada.
Le gustaba contemplar los cielos estrellados; sobre todo, aquella pequeña luz que brillaba  entre ellas y que conocía bien: el reflejo solar en la vieja Estación Espacial Internacional, convertida ya en una pequeña luna inerte. Le gustaba imaginar el silencio que velaría los incorruptos cadáveres de los astronautas, que nadie fue a rescatar.
Ni siquiera les llevarían unas cajas de hortalizas, reflexionó Don Julián, mientras un sopor mortal invadía lentamente sus miembros. Un último pensamiento cruzó su mente “¿qué será de mi José Turu?”.
Y durmiose para siempre el anciano escribidor.