martes, 6 de diciembre de 2011

ULTIMA ESCENA DE UNA MONJA

(Unos afirman que los agnósticos estamos más cerca de Dios que del Ateismo. Personalmente, tiendo a pensar lo contrario. Aunque cuando se me presentan escenas como esta, dudo. A vosotros, amigos míos, ¿qué os parece?)
ULTIMA ESCENA DE UNA MONJA


Le duelen los huesos. A pesar de todo, se arrodilla y reza con las manos  cruzadas y los brazos acodados sobre la cama. Llena eres de gracia, hoy lucía un  sol esplendido, regalo del Señor, se dice. Tras ella, junto a la puerta, una bolsa de plástico se apoya en el zócalo descolorido de la pared. Se concentra en la oración para no sentir cómo se le clavan las rodillas en la deshilachada alfombrita. Dios también le manda ese dolor de huesos, que es un sol que ilumina su humildad porque le recuerda la efímera condición humana. Ruega por nosotros, pecadores, se adelanta su oración; se da cuenta, y vuelve a dónde le interrumpió algún pensamiento que ya no puede recordar, bendito es el fruto de tu vientre, Jesús.
- Tome esos dulces, Sor Camelia. Verá qué buenos son.
- El azúcar, ya sabe- se excusa la monja, para rechazar la tentación que le hace la panadera, de buena fe, sí; mas tentación al fin y al cabo.- Mejor déselos a un niño, ya no tengo dientes yo…
La calle Barranco la espera a la salida de la panadería, con su sol de otoño, su multitud de autos durmiendo en batería, menta y siemprevivas en los parterres y gentes que la saludan. Lleva los dulces en una bolsa en la mano. La panadera resulta insistente y conviene no emperrarse en rechazar un regalo. Podría interpretarse como un signo de soberbia. Hay que dar ejemplo de humildad, sobre todo cuando una es monja. Sabe que los vecinos de la Villa le perdonarían casi todo a una monjita de noventa y tres años cumplidos, aunque no importa. Mejor tomarlos y guardar los dulces para los necesitados que se presentan con frecuencia a pedir a las puertas del convento. La sonrisa de la panadera, cuando al fin ha aceptado el regalo, le ha llenado el alma.
La bolsa descansa en el zócalo, dentro están todos los dulces menos uno. La tentación Señor, sólo soy una sierva tuya, torpe y débil. Apoya alternativamente el peso en cada una de las rodillas. Sabrás perdonarme en tu misericordia. Bendita tu eres entre todas las mujeres, se le desordena la oración; hace tiempo que la memoria se le hizo débil, pero no lo lamenta. Con noventa y tres años de humanidad a cuestas, la memoria de una ya puede descansar. Apoya la cabeza sobre sus manos cruzadas. Se siente fatigada. Santa María Madre de Dios, ruega por nosotros, inicia la última estrofa. Un poema vale para toda una vida; Camelia lo sabe hace mucho tiempo. Tanto que ni recuerda el momento en que descubrió la música en las oraciones. Otra vez la memoria.
Cursó estudios en el colegio de las Hermanas. Apenas los quince cumplidos, decidió entregar su vida al Señor. El sol iluminaba la puerta del convento, en la parte alta de la calle Barranco, aquel día de enero de hace setenta y siete años, cuando la cruzó con un hatillo de ropa en las manos. Temblaba, y no sabía si era de frío o de emoción. La memoria se abre un espacio ligero entre las palabras santas de la oración. Camelia no se resiste a esas imágenes viajeras de su juventud, impertinentes quizás en un momento como este. Ha decidido rezar un Ave María por el dulce que ha tomado, por nosotros, pecadores, ruega, Señora.  Quería ganar el Cielo, ser mártir en las misiones, en Africa, en Asia, en Sudamérica… Le adjudicaron una celda para ella sola el día que se ordenó. La misma donde reza ahora, pues jamás salió de la Villa. Esa es la verdadera humildad, los sueños de martirio eran pura soberbia. Tardó años en reconocerlo, y gastó mucha penitencia en ello. Hoy, siente agradecimiento por aquellas lágrimas de juventud que regaron el jardín de su humildad y de la devoción a  María. Fue con la última de esas lágrimas que descubrió la música del rezo, la verdadera poesía escrita entre los renglones torcidos con que el Señor escribe la vida de los hombres. Desde entonces rezaba y rezaba, y no se cansaba de rezar. Ahora y en la hora de nuestra muerte, termina la oración y muere Sor Camelia.
Un querubín se la lleva de las manos, con el rostro de sus quince años iluminado, y va rezando.
Gloria patri et filio et spiritu sanctu sicut era in principio, et nunc et semper, in secula seculorum,
Amén.