viernes, 27 de febrero de 2015

DE JUEDIETAS Y MORATONES (el maltratador)



De judietas y moratones.
el maltratador


La calle Barranco desciende, como indica su nombre, desde lo alto de la Peña, y muere a orillas del río. Los sábados, si hace buen tiempo, se llena de gente, pues la calle Barranco es la más comercial de la comarca. Hay bares, tiendas de comestibles, ultramarinos, carnicerías, zapaterías, pastelería y panadería, y dos quioscos, uno a cada lado, con la prensa expuesta en las aceras,.

La gente acude de todas la pedanías -dieciocho exactamente- que dependen del ayuntamiento de G, a realizar sus compras a la calle Barranco. Es ésta la pequeña capital de una comarca pequeña; tanto que, con la calle Barranco y la Plaza Mayor, basta para cubrir las necesidades de los ciudadanos que viven en ella. Siempre ha sido así.
*


Yo me sentaba, los sábados, a ver a la gente que paseaba por la calle Barranco. Los hombres vestían americanas anchas, un tanto ajadas las más. Ellas lucían trapos más a la moda, comprados en el mercadillo de los lunes o en alguna escapada ocasional a la ciudad. Sí, yo me sentaba todos los sábados a verlos pasear, arriba y abajo, por la calle Barranco.

Ahora, ocupo la celda número treinta y tres de la tercera galería de la Cárcel Provincial de H. Lo tengo merecido: maté a un hombre. Uno que paseaba por la calle Barranco, con su americana vieja de los festivos, con un puro en la boca y la mujer siguiéndole, sacando la lengua, la pobre, pues su marido andaba con grandes zancadas y se enojaba con ella si se rezagaba. Aquel hombre parecía un gigante con sus casi dos metros de altura. Un pedazo de campesino era, si señor.

Todos los sábados igual. Yo me sentaba a ver pasar a la gente y la gente pasaba, paseando, comentando cosas de poca importancia. Buena gente, de verdad. Se acompañaban, se saludaban, entraban y salían de las tiendas y, finalmente, se sentaban en alguna de las terrazas de los bares que hay en la calle Barranco, a tomar un refresco y unos calamares. Ellos se enzarzaban en conversaciones sobre el tiempo o la cosecha, o sobre futbol o política. Del señor alcalde hablaban mal, porque era de cascos ligeros, decían, incluso los que le votaban, que eran mayoría, naturalmente. En cuanto al futbol y la cosecha, temas de más calado, se hablaba con mayor seriedad. Ellas, chismorreaban sobre cosas de vecinas o comentaban las últimas novedades que había en el escaparate de Confecciones Tomás. Tomás, que había sido sastre, ahora se limitaba al pret a porter y añoraba los viejos y buenos tiempos cuando las franelas y otros tejidos llenaban las estanterías de su tienda, y él andaba con la cinta de medir y las tijeras todo el día, vigilando que las costureras sacasen el mejor partido del género que cosían. Tomás sí hablaba bien del alcalde. Los sábados, cuando yo estaba allí, no paseaba por la calle Barranco porque estaba en la tienda. Pero formaba parte del pueblo porque su buen género estaba en boca de todas las mujeres, que paraban siempre frente al escaparate de su tienda. Todas, menos la mujer del gigante.

Yo amaba a la gente del pueblo. Durante toda la semana me sostenía la esperanza de reencontrarme el sábado con mi entrañable banco de piedra y listones de madera, donde me sentaba a verles pasar. Cuando era temporada, llevaba una cesta con algunas hortalizas que vendía a los buenos ciudadanos de mi comarca; las pesaba con mi vieja balanza de platillos y pesas de piedra, y cortaba alguna pieza con mi gran cuchillo para que viesen lo frescos que eran; sobre todo, las sandías y los melones, que cortaba en finas rodajas para que catasen la dulce pulpa. Así, conseguía unos pocos euros para compensar la exigua pensión que recibo por haberme pasado la vida destripando terrones. Pero el dinero no era, para mí, lo más importante de mi modesto comercio callejero; lo que me agradaba realmente era la pequeña charla que sostenía con quienes venían a preguntar por mis hortalizas. A mi edad se puede sentir uno muy solo. Mis hermanos y casi todos mis amigos han muerto ya. Yo no le tengo miedo a la muerte, de veras; ya me ha fastidiado lo suyo, la muy perra, llevándose a quienes más quería.

Decía que estoy en la cárcel porque maté a un hombre. Ahora os cuento cómo fue; lo que pasa es que, a mi edad, me cuesta centrarme en un solo tema y me voy por las ramas. Decía que me sentaba los sábados en la calle Barranco a ver pasear a la gente y a vender mis hortalizas en temporada. Con mi balanza y mi gran cuchillo. Se lo clavé en la boca del estómago, penetrando hacía arriba, hasta el corazón. Cayó fulminado tras mirarme un segundo, como asombrado. Me pareció que su mujer sonreía, la pobre. Debió pensar que podría pasear a sus anchas, al fin, sin tener que correr tras aquel animal con puro, americana vieja y zancadas de gigante; sin miedo ya a volver a su casa.

Lógicamente, se armó un gran revuelo. De las tiendas salieron señoras que se paraban a cierta distancia a ver qué había pasado; de los bares y las terrazas vinieron los hombres que poco pudieron hacer, pues el del puro yacía muerto y eso es siempre algo sin remedio. Uno de ellos me dijo si quería sentarme y, sin esperar que le contestara, me ayudó amablemente a acomodarme de nuevo en mi banco de los sábados. Me temblaban las piernas, para qué negarlo. Todos parecían muy sorprendidos por lo que había ocurrido. Yo mismo estaba asombrado de lo que había hecho; no se mata a un hombre todos los días. Asombrado, sí, y convencido también de haber actuado correctamente.

He dicho que, por lo común, la gente de mi pueblo es buena gente, a la que da gusto ver pasear los sábados por la calle Barranco; pues, desde aquel día, ya lo son todos. Buena gente. Aquel hombre gigantesco y desconsiderado desentonaba. Jamás se interesó por mis hortalizas. Andaba a la suya, ignorando a su pequeña y dulce esposa, a la que fusilaba con la mirada si no le seguía; ella disimulaba los moratones de su rostro con gruesas capas de maquillaje. Pude verlos poco antes de clavarle el cuchillo a su esposo.

Aquel día, después de años de arrastrase en pos de su marido calle Barranco arriba y abajo, la mujer respiró hondo y se detuvo frente a mí. Me sonrió entonces por primera vez y me preguntó a cuánto vendía las judietas.
- Son muy hermosas, póngame medio kilo.
Me lo dijo justo antes de que su marido, que estaba a cierta distancia, se diese la vuelta buscándola. Cuando la vio, se plantó de dos zancadas junto a nosotros y la tomó del brazo, zarandeándola como si fuese un monigote.
- ¡Quita!
Y de un furioso manotazo barrió a su alrededor, como el aspa de un molino, llevándose todo por delante. Volaron las judietas, que yo estaba metiendo ya en una bolsa de plástico, volaron la balanza, los platillos y las pesas de piedra. Por si fuera poco, tropezó intencionadamente con la cesta que contenía mis hortalizas, que salieron rodando calle abajo, desperdigándose por todas partes. El hombre echaba fuego por la mirada y la mujer, casi suspendida en el aire de su brazo, le miraba con ojos desorbitados.
- ¿Pero, qué he hecho?
- ¡Ya te contaré yo lo que has hecho cuando lleguemos a casa!

Ni siquiera lo pensé.
Lo único que no había salido volando por los aires era mi gran cuchillo de cortar la fruta.
*


Once meses he permanecido en la cárcel hasta el juicio. La sentencia considera que fui objeto de una agresión y la condena ha sido menor.

Mañana salgo ya de aquí. Dice el abogado que han tenido en cuenta los informes favorables sobre mí conducta; y que con mis ochenta y siete años no hay probabilidad de que vuelva a delinquir. Recuerdo cómo me miraba la jueza cuando le conté de que manera, durante años, aquel bestia arrastraba por la calle Barranco a su señora, la de los moratones velados por el maquillaje.

Mañana es sábado. Me sentaré de nuevo en mi banco a ver como pasea mi gente. Y si viene el señor cura a preguntarme si me arrepiento de lo que hice, le diré que no. Será la pura verdad.

***
                                                           (* donde yo vivo, a las   judias verdes les llaman “judietas”)

viernes, 20 de febrero de 2015

La Caverna de la Transición.



                                                                                     La Caverna.





El corredor se enroscaba en el subsuelo como una tenia viscosa y húmeda hasta una sala circular de paredes terrosas. En el centro, una tosca mesa de hierro; sobre ella, un teléfono rojo, un cenicero y una libreta. Ocho sillas acolchadas, tachonadas de piel,  aguardaban recostadas en la pared cavernaria. Se preguntó si iban a ser ocho los participantes en aquella reunión; tal vez el número de sillas era aleatorio. Quizá sería mejor hablar de sillones, reflexionó, por los apoyabrazos; no tenía claro en qué momento unos escuetos apoyabrazos convierten una silla en un sillón.

El uniformado que le había acompañado hasta allí  se dio la vuelta y partió sin despedirse antes de cruzar el dintel de la puerta. Estaba solo; todavía no había llegado nadie y tampoco estaba muy seguro sobre quiénes acudirían a la cita. Ni siquiera conservaba la tarjeta de invitación, el uniformado no se la devolvió, la guardó en la carpeta que sostenía en la diestra en cuanto iniciaron el descenso. Así, que era el primero en llegar. Aproximó una silla a la mesa, se sentó y le vino a la cabeza lo de los apoyabrazos como vienen tantos otros pensamientos, como sin querer. Hacía tiempo que desconfiaba de ese tipo de ocurrencias, aparentemente casuales, que brotan en la mente como setas; tenía la sensación de que ocultan algo. Porque el tema que iban a tratar en la reunión tenía mucho que ver con eso de convertirse. Si una silla con apoyabrazos se transforma en un sillón; ¿qué precisa un pequeño partido político para convertirse en mayoritario, en el gran partido de la nación?, ¿apoyabrazos? Sonrió “perder el sentido del humor no tiene sentido”, se dijo. Pero sin apoyabrazos un partido pequeño como el suyo difícilmente se sostendría en la nueva silla de la democracia naciente. Y él quería prosperar.

Una luz falsa de neón alumbraba la estancia; todo en ella, la superficie de la mesa, el teléfono, la libreta, el cenicero, las sillas junto a la pared y la misma pared, resultaba impreciso. La pared era lo más inquietante, cóncava, sin fisuras; si alguna vez alguien os pregunta cómo será una estancia que sólo tenga una pared sólo cabe dar  una respuesta: circular. Fácil.  Es curioso en que se entretiene la mente en ocasiones, reflexionó nuevamente  Felipe; dejaba divagar la suya atento a los  chispazos que pudieran encubrir otras intuiciones. Él era un hombre de acción, rápido, perspicaz, y esas intuiciones eran las que le habían llevado hasta aquel lugar del que pensaba salir con un gran futuro, o con nada. Tenía gran confianza en sí mismo, a cara y cruz siempre ganó; y casi siempre gracias a aquellas intuiciones. Al menos, hasta la fecha. Convertirse era lo importante…

“No, lo importante es lo que se consigue con la conversión”, rectificó mentalmente.

- Veo que ya ha llegado, Sr. González.

Conocía aquella cara.

Henry se quitó las gafas, se restregó los ojos y se las puso de nuevo.

- Se me hace cada vez más difícil dormir en el avión.

Una frase banal, quizá con la intención de iniciar conversación, cada cual tiene motivos para su fatiga que a nadie importan. Felipe apenas había dormido la noche anterior, estuvieron hablando con Alfonso, Benegas y los demás hasta que clareó el día. Tomaron notas de lo convenido tras sopesar diferentes opciones. Unas notas sin firma, sin identificación, sólo para ellos; para que ninguno pudiera decirle nunca a otro que no habían convenido esos puntos. Todos sabían bien de qué iba todo aquello, tampoco era la primera vez que tendría lugar una reunión con alguien del "el Grupo", pero era la primera vez que estaría Henry. Con él, era la primera vez; al menos, en persona; Wylli, era otra cosa: un viejo amigo que, de una u otra forma, hacía años les echaba una mano y algún consejo: "llegará vuestro momento, tened paciencia" le había dicho en más de una ocasión con su inglés de acento germánico. Después de Suressnes, Wylli les quiso aún más.

- Café, o algo parecido... Henry. Yo también lo preciso, hemos dormido poco esta noche con los compañeros...

Con un leve siseo se desplazó un segmento de la pared de la covacha dejando un hueco tras el que se adivinaba un pasillo. Por él, entró una señora con una bandeja con dos tazas y una cafetera. Dejó una taza delante de cada cual, además de un azucarero y unas pequeñas servilletas, las llenó y despareció por donde había venido.

-¿Es casual?- pregunto Felipe, traicionando su costumbre de dar rodeos antes de abordar ninguna cuestión. Pero acaso no tendría otra ocasión de preguntárselo y quizá pillaba desprevenido al Secretario de Estado americano.

- ¿El qué?- pareció desconcertado o lo simuló, Henry.

- El que nos encontremos primero usted y yo. Antes…

- ¿Y por qué razón iba a ser casual? En algún orden hay que ir llegando, no cree… -educado y ácido a un tiempo, contestó el Secretario de Estado.

A Felipe le molestaba que no le mirasen a los ojos mientras hablaban y Henry tenía la vista perdida en la taza de humeante café.

- Podría ser por que quisiera usted decirme algo, sin testigos… -no estaba dispuesto a ceder ante la astucia o el sarcasmo del judío. Nada era nunca casual. Y menos con tipos como éste.

Henry  sorbió y luego levantó el mentón y la mirada. Pareció sopesar algo. Levantó la mano como un guardia en un stop, como indicando que callase.

- ¿Sabe, sr González, qué hemos venido a hacer hoy aquí? ¿Sabe a qué he venido?

Ahora, le pilló desprevenido a él, el tono directo del Secretario de Estado. Henry no había levantado la voz; es más casi había susurrado aquellas frases. Pero a Felipe le llenaron el pabellón auditivo como una explosión. Así que no era casual, no: Henry quería decirle algo sin que los demás estuviesen presentes. Optó por enarcar las cejas y no decir nada; mejor esperar a que el otro se explicase.

- Sr González, como usted sin duda sabe, mi país tiene un gran interés en que la democracia llegue también al suyo…- sorbió café y se limpió los labios con una servilleta- Pero, eso, usted ya lo sabe, claro. Lo que yo quiero que me diga ahora es si esa democracia será amiga de mi país o no.

Debajo de sus gruesas cejas canosas el rostro de Henry quedó imperturbable, hierático. A Felipe el pareció que los ojos del Secretario de Estado, pequeños y profundos, se hacían todavía más oscuros y expectantes. Algo debía responderle, es lo que se esperaba de él, que clarificase sus lealtades.

- Sr Kissinger, si lo que me está preguntando es si España seguirá siendo un país amigo de los Estados Unidos en el caso de que los socialistas lleguemos al gobierno, se lo confirmo. Siempre hemos dicho que nuestro lugar está con la libertad… -Felipe sabía de la debilidad de los americanos por el concepto de Libertad; habían hablado de ello la noche anterior con los compañeros: la libertad, las libertades… -Sr. Secretario de Estado, los españoles salimos de un Régimen dictatorial muy largo y hemos carecido demasiado de libertad como para que ahora no la apreciemos.

- ¿La defenderán con nosotros, esa Libertad?

“Vaya, cuando quiere va al grano” pensó Felipe. Al fin, el tema había salido: y el tema tenía nombre, en inglés NATO, en castellano OTAN.

- Ustedes llevan en su programa, y  manifiestan en sus discursos, que no quieren colaborar en el bloque occidental de defensa en el que participamos las demás democracias… -añadió Henry.

- Pero… -le interrumpió Felipe, su olfato le decía que debía zanjar esta cuestión o la reunión de luego apenas tendría importancia- Escúcheme, sr Kissinger; escuche lo que voy a decirle y verá cómo nuestras posiciones no son, en el fondo, tan distantes.

Se miraban a los ojos. El viejo zorro desde la fronda de sus cejas, titilando inteligencia en los ojillos, tras los anteojos de pasta. Felipe, preguntándose -y se lo seguiría preguntando el resto de su vida- si Henry sabía lo que iba a escuchar; si anticipaba sus intenciones.  Porque era posible -así lo consideró muchas veces después de aquel encuentro- que el Secretario de Estado americano le hubiera dejado hablar sólo por diplomacia, para que pareciera que aquello no era una imposición; obviamente, sin su apoyo, el PSOE tenía pocas probabilidades de llegar a ninguna parte: 1.500 militantes y 125.000 pesetas de presupuesto... en fin, una miseria si se comparaba al PCE. Necesitaban, sobre todo, dinero. Ganar elecciones cuesta mucho dinero: medios de comunicación afines, asesores, publicidad, convenciones etc.… Sin contar con que deberían fichar a mucha gente que no militaba en el partido, profesionales respetados que como mucho serían meros simpatizantes o vendrían por interés económico.  Tras un breve silencio, continuó.

- Escúcheme bien -reiteró-, en nuestro programa electoral, en nuestras manifestaciones públicas el asunto de la NATO, de momento, debe quedar claro para nuestro electorado. Y nuestro electorado, ahora, no quiere saber nada de la NATO. Demasiados años han apoyado ustedes al dictador, y eso no ha pasado desapercibido para muchos españoles. Sobre todo, para aquellos más activos políticamente. No puedo presentarme a unas elecciones, hoy, diciendo que soy socialista, que represento a la izquierda española y que, al mismo tiempo, quiero que España sea miembro de la NATO.  Eso imposibilitaría nuestro acceso al gobierno y sólo haría que reforzar los resultados de los comunistas del PCE.

- Algo que ni usted ni yo deseamos, ¿verdad? -se le adelantó Henry- Vale, veo que es consciente de la situación, sr González. ¿Qué nos propone usted, entonces? Porque ya sabe cuán importantes son para nosotros las  consideraciones geoestratégicas. Estamos en guerra con la URSS: y en este conflicto no hay lugar para neutralidades.

- Sr Kissinger, mi propuesta es la siguiente: estoy en condiciones de garantizarle que una vez hayamos
obtenido el Gobierno,  España entrará a formar parte de la Alianza. Lo hemos hablado, y mis compañeros están de acuerdo en que si realizamos en este asunto un cambio de posición justo tras la euforia que suscitará nuestro ascenso al poder (que muchos españoles sentirán como la auténtica recuperación de la democracia) nos perdonarán ese cambio de posicionamiento. Nosotros representaremos la modernización de España, su secularización y la promesa de libertad, de educación y sanidad dignas: los españoles verán eso representado en mi partido. Para eso necesitamos la ayuda de El Grupo, su ayuda. Dinero y medios. Si nos los proporcionan, tiene Ud. mi palabra, propia y en nombre del partido, de que España entrará en la órbita de sus aliados y, finalmente, en la NATO.

-¿Aceptarán entonces el capitalismo como forma incuestionable de la economía del estado español?

- Bueno, si hemos asumido ya la Monarquía… -evidentemente, pensó Felipe, el americano no quería dejar cabos sueltos-. Además, nosotros no lo llamaremos nunca capitalismo, sino economía de mercado. Ayer, con los compañeros, llegamos a una formulación de este tema para la Constitución que hemos de redactar próximamente, y que vendrá a decir algo así como “Se reconoce la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado. Los poderes públicos garantizan y protegen su ejercicio y la defensa de la productividad”  de forma que cualquier veleidad igualitaria quede relegada para siempre por inconstitucional. Claro que deberá parecer que esa cláusula nos la impone la derecha… Eso sí, a cambio, España deberá progresar hasta niveles de vida similares a los de nuestro entorno y definirse, también, como un estado social…

Henry había atendido con seriedad a lo que Felipe le manifestaba, hasta que nombró los de los niveles de vida. Entonces una chispilla de ironía asomó en su mirada.

- ¡Ah, el estado del bienestar! ¡Cómo son ustedes los europeos! ¡Qué manía…! -se acercó la taza a los labios pero la devolvió a la mesa al comprobar que el café se había enfriado- Bien, nosotros no pondremos ningún impedimento al desarrollo de su espléndido y soleado país, por supuesto. Todo lo contrario, nuestras empresas están deseosas de encontrar un mercado nuevo y poder instalarse en él mejor, incluso, que hasta ahora. ¿Tengo su palabra, entonces…?

-¿?

- Sobre lo de la NATO, digo.- aclaró.

Felipe se sintió solemne y largó su mano hacía el americano. Éste la tomo decididamente.

- Tiene mi palabra, se lo reitero.

Tenía sudada la mano cuanto Henry se la devolvió.

- Pues nada más hay que hablar.

- Sobre este tema, al menos…

Se corrió de nuevo una fracción de pared de la caverna, por él entro el General V (eludimos su nombre por cuestiones de seguridad… propia). Con él entró, también, Torcuato. Se saludaron efusivamente con Henry; luego, el civil, dio a Felipe un protocolario apretón de manos. La señorita de antes entró también, añadiendo más tazas y dejando una gran jarra de vidrio llena de café humeante. En un momento, estaban todos sentados en la mesa.

- Hablábamos, General, con el Secretario General del Partido Socialista…

-Llámeme Felipe, es más corto- le interrumpió el secretario del Partido Socialista Obrero Español.

- Bueno; como le decía, General, Felipe me contaba su buena predisposición a que su ejército se integre en la alianza del Atlántico Norte…

El General, que no se había quitado la gorra de plato con las armas cruzadas y las tres estrellas de ocho puntas, le dirigió una mirada cruzada.

- No me fio de estos rojos, señor Secretario de Estado. Y le recomiendo hacer lo mismo. Si le contara yo de las artimañas del ejército de Stalin cuando fuimos los de la División Azúl… -se interrumpió bruscamente, tosió e hizo como que soplaba el café.

Torcuato le había dado una patada al General por debajo de la mesa. Felipe sonrió para sus adentros, “estos generales carecen de don de la oportunidad ¡mira que recordarles a los americanos que fueron aliado de Hitler!”

-Vamos, vamos, General, tiene que ser usted más comprensivo, los tiempos son otros… desde la segunda guerra mundial ha llovido y mucho… - el tono de Torcuato era de suma amabilidad, como si hablase a un niño- Henry, ya ves cómo nos hemos de ver: hay que derruir el edificio sobre el que hemos sostenido el edificio de España durante todos estos años y contenido el avance comunista… no sin vuestra ayuda, lo sé. Pero ahora, nuestros generales, quieren garantías de que ni el separatismo ni los rojos comunistas se nos van a colar por las puertas de la democracia…

- Entiendo, entiendo… - Kissinger, sonreía veladamente; daba la impresión de no tomarse muy en serio casi nada, y menos al general ese tan estirado que le debía recordar a sus colegas sudamericanos, que tan bien conocía.

Pareció que el General V le leyó el pensamiento, cuando dijo,

- No entiendo yo porque no podemos hacer aquí, en España, lo que hacen nuestros colegas en Argentina o mi admirado General Pinochet en Chile, señor Secretario de Estado. Estos socialistas son lobos con piel de cordero. Recuerde usted al malvado Allende…

- Con todo el respeto, mi General -se entrometió Torcuato, y añadió con firmeza-, España no es una república sudamericana. Esto es Europa. Nuestra gloriosa historia es la de una gran potencia europea y nuestra aspiración debería ser volver a serlo. Un país, un Rey, una nación unida bajo una única bandera, mi General. Eso es lo que importa. Pero con elecciones, como en toda Europa. Mire usted a Francia, a Inglaterra, a Alemania o a Italia… ¡votan y no pasa nada! El comunismo no entrará nunca en esos países, jamás gobernará. Y el separatismo que tienen es ridículo: nadie quiere salir de una gran nación europea. Al menos, nadie con sentido común. No, no tema usted, mi General.

- Bueno, bueno… - rezongó, reticente, el uniformado- Veamos, joven, ¿usted está en condiciones de prometerme que no se dejará arrastrar por el Pacto de Varsovia y sus siniestras y ateas intenciones?

- Le prometo, mi General, que mí  norte es una España unida y fuerte. Donde reine la libertad y no el libertinaje. Nosotros, aunque a usted le cueste creerlo, somos gente de orden: aceptamos la monarquía, el mercado, la libre empresa… y abominamos del comunismo igualitario. Pero ya sabe usted, mi general -el tono era conciliador y explicativo a un tiempo; Felipe era consciente de que tanto Henry como Torcuato no se perdían palabra- que el pueblo español es indisciplinado e imprevisible. Como un toro bravo, puede tener un momento de furia y cometer alguna barbaridad. Pues nosotros, el Partido Socialista Obrero Español, estamos para evitar que se desmande. Nosotros canalizaremos esa furia y esa inquietud que la muerte del Generalísimo ha causado. Y le prometo, General, que si llegamos al Gobierno de la Nación, serán nuestros Ejércitos respetados y cuidados como nunca lo han sido. Porque queremos a militares como usted, preparados, con visión de futuro…

Dejó en suspenso la frase,  temía que el General V se percatase de que le hacía la rosca y fuera a ofenderse.

 Entonces entraron Willy y el Banquero (tampoco pondremos su nombre, por lo de la confidencialidad bancaria…). Felipe sintió una mezcla de alegría, la de ver a un amigo al fin, y de relajación. Si el Banquero había venido era porque el tema estaba muy avanzado. Seguramente, cuando salieran, el futuro ya estaría marcado.

- Señor Secretario de Estado, Señores -inició Billy su discurso- Ummh, veo que ya han despejado ustedes las cuestiones estratégicas con mi amigo Felipe. Él es un socialista como yo, como ustedes saben bien. Dispuesto a buscar el progreso de su pueblo sin mermar los derechos de los propietarios, las empresas y los defensores de la libertad frente a los comunistas. Ummh… ya veo… pero tengan en cuenta ustedes que este hombre es todavía joven. Quizás el joven con mayores aptitudes y sagacidad que haya conocido, cierto; pero sin el bagaje de gobierno que todos tenemos.

No estaba nada claro a dónde quería ir a parar su amigo; pero Felipe dejó que siguiera hablando, intentando no irritarse por el tono paternalista que gastaba con él el Canciller alemán. Éste seguía su discurso sin interrupción.

- Pues tengo que decirles yo, lo que por prudencia Felipe no dice: España debe modernizarse, habrá que poner en marcha programas sociales costosos en lo referente a la educación y la sanidad… en definitiva, no se puede pretender que se vayan acercando a la NATO sin pretender que entren a formar parte del Mercado Común.  Y eso es más dinero…

Torcuato se removió en su asiento al escuchar hablar de dinero.

- Herr. Brand, tenga usted en cuenta que la oligarquía española no es rica… Si la esquilman a impuestos la economía puede hundirse, los capitales, al sentirse amenazados,  huirán del país y con razón…

- Entonces, ¿Cómo piensa usted que el partido de Felipe podrá obrar cuando llegue al poder? Y esté seguro de que llegará; sino, lo harán los comunistas y los anarquistas. A menos que consintamos otro baño de sangre en el Sur de Europa, debemos actuar y ser generosos. En eso estamos todos de acuerdo, ¿no es cierto? -murmullos de aprobación- Conozco a Felipe: ayúdenle y les ayudará. Y denle algo al pueblo español para que los tiempos de revoluciones sean historia ya para siempre.

- Por nuestra parte -intervino Henry, que se había vuelto a quitar las gafas y las sostenía por una varilla con la diestra-  puedo asegurarles que las grandes multinacionales no abandonarán el país cuando yo, personalmente, les comunique su intención de integrarse en nuestra órbita ideológica de defensa del libre mercado. Además, les prometo que aconsejaremos a los mercados para que no les falte financiación… engrosando su deuda, naturalmente.

- No tenga usted la menor duda de nuestras intenciones, señor Secretario de Estado- se apresuró a intervenir Felipe.

- Ya, ya…

- Ummmh… veo que adelantamos. Nuestras fábricas de automóviles y de tecnología de electrodomésticos mantendrán sus sedes en España, no lo duden. Facilitaremos a España que sus importaciones a Europa se incrementen, y promocionaremos todavía más el turismo de nuestros compatriotas en su país, cosa que estoy convencido que mis colegas europeos igualmente harán; ya lo he hablado con ellos. Al fin y al cabo -añadió mirando a Felipe con una sonrisa- ustedes tienen el Sol y las mejores playas… y bellas mujeres.

Todos rieron; sin embargo, Felipe observó que Torcuato fruncía el ceño y se dirigió a él.

- Torcuato, por favor, si tiene alguna duda, suéltela ahora.

- Sencillo, Felipe. Todo eso que ustedes dicen está muy bien, claro. Pero hay que realizarlo, y vosotros, Felipe -el tuteo no pasó desapercibido, aunque nadie dijo nada- sois unos desconocidos. Y no todo es prever cómo haréis esa economía del bienestar (por cierto ¿qué es eso?, ¿acaso estáis mal en España?), sino cómo haréis para ganar alguna vez las elecciones. Necesitaréis financiación, tú lo has dicho…

Dejó un largo silencio durante el que nadie dijo nada, sabedores de que Torcuato quería ir a alguna parte. Luego siguió.

- Pero estoy seguro de que tanto el señor Banquero como Henry harán lo posible en ese sentido -los aludidos afirmaron con la cabeza- Pero hay algo más: necesitáis ya un medio de comunicación influyente que os abra paso. En eso, yo tengo gente con mucha experiencia.

- La Vanguardia… - empezó Felipe

- Es catalana y monárquica, ahí no pescaréis un voto. No, lo que vosotros necesitáis es el primer periódico del país…

- Hombre, Torcuato, no creo yo que el ABC…

- Calla, calla -se rió sordamente el representante de la monarquía- El ABC es lo que es y lo seguirá siendo por mucho tiempo. No.

- Pues no veo yo periódicos hoy en día…

- Hace tiempo que trabajo en la idea de un gran periódico de la izquierda moderada. Como los hay en Francia o en Alemania o Italia… Se llamará El País, he hablado con Spottorno y se pondrá inmediatamente a ello. En poco menos de un año, creemos que puede ser el segundo en tirada. Fichará a intelectuales reconocidos próximos a las ideas socialdemócratas y les dejará opinar lo que quieran. Pondremos al frente a los mejores profesionales educados en EEUU e Inglaterra; españoles progresistas moderados todos. Por otra parte, abriremos todavía más la mano en TVE en los programas de debate: es necesario culturizar al pueblo para que acuda convenientemente a las elecciones.

Felipe no salía de su asombro: el hombre del Rey, el de la prensa reaccionaria, le regalaba un periódico para que le apoyase. Siempre había tenido a Torcuato como un contrincante inteligente, lo que no se esperaba era encontrarse con un compañero eficaz.

- España necesita dos grandes partidos, como cuando la Restauración con Cánovas y Sagasta. A eso hemos venido hoy aquí. Obviamente los tiempos son otros, pero el Rey y yo mismo estamos dispuestos a defender ese modelo democrático. ¿Y ustedes?

Murmullos de aprobación. Todos afirmaron que su idea era exactamente esa. Felipe observó, una vez más, que el General era el menos entusiasta.

- Vamos, General, que España está a salvo de rojos y masones. No se preocupe, hombre.  -Henry parecía haber observado lo mismo que Felipe y le hablaba así al General V. Se notaba que tenía mucha experiencia en el trato con militares fascistas.

Hablaron de más cosas durante un rato. Primaban las consideraciones generales y cierto buen humor, aunque al general seguía sin vérsele muy convencido. Se citaron para sucesivas reuniones y contactos para concretar detalles y flecos que pudieran surgir; pero lo importante ya estaba decidido: España sería una monarquía capitalista, constitucional, con dos grandes partidos turnándose en el poder y con los medios de comunicación controlados.

Cuando se despidieron, Felipe tenía la seguridad de que Henry se iba satisfecho. Y así se lo dijo.

- Verá, Felipe -le contestó el americano- da gusto hablar con ustedes. Vengo de una gira por Sudamérica, Argentina, Chile y Paraguay… allí todo es distinto, todo se exagera y las reuniones nos obligan a tomar decisiones difíciles, incluso crueles… allí los socialistas y comunistas, sí son un peligro. Lo dicho, un placer…

Cuando sus manos se separaron Felipe se dio cuenta de que ya no sudaba.

Tuvo la certeza de que no volvería a sudar nunca más.