viernes, 20 de marzo de 2015

Las Horas Perdidas

"...¿Los yunques y crisoles de tu alma/ trabajan para el polvo y para el viento?... "      (a.machado)
            Las horas perdidas.


      Pierdo las horas. Hace tiempo -no sé cuánto, realmente- que pierdo las horas. Ellas se van, una tras otra, casi todas, sin que pueda retenerlas ni recordarlas. Sólo me queda una vaga sensación de que pasaron; y la certeza cuadriculada del calendario.

      Y me digo que a todo el mundo le sucederá igual. A quienes comparten estos turbulentos tiempos conmigo, a mi alrededor o en los confines del orbe; y, también, a todos lo que me precedieron, las ingentes generaciones de hombres y de mujeres que ya son polvo en la tierra, suspiro en el aire o lágrima en el recuerdo. ¡Qué desperdicio de tiempo, de horas y minutos, de días y segundos; instantes perdidos que nadie recordó jamás haber vivido!

      Cierro los ojos y hago un esfuerzo para recuperar una de esas horas que perdí. La memoria es una sirvienta perezosa que, cuando nos damos la vuelta, barre las horas y las esconde debajo de la alfombra.

      ¡Eh, ahí va una hora! “¡Cógela!”, me digo; y lanzo una redecilla hecha con hilo de memoria, parecida a aquellas que se usan para capturar mariposas. Al fin la tengo. Como las mariposas, cuando los dedos del ahora la toman, pierde el polvo vital de sus alas y muere. Tengo -¡qué le vamos ha hacer!- un hora muerta entre mis manos. No se guardan en el recuerdo las horas perdidas. Son ya otra cosa.

      Fracasado, abandono, una vez más, el empeño. Yo, como otros tantos antes de mí, soy incapaz de resucitarlas.

      Cansado, vuelvo a casa. Y voy pensando que los libros de Historia son tan sólo una lápida sobre la tumba de las horas perdidas.


jt

martes, 10 de marzo de 2015

Pepe Cerillas (rey de paranoias).




Pepe Cerillas
Rey de paranoias

Franco... ¡está vivo!
Pepe Cerillas alargó la siniestra para coger el papelote arrugado. 
Tenía la cara apoyada en la vieja americana que había enrollado a modo de almohada. El otoño recién se estrenaba y no hacía frío aquella noche. Sonaron las dos de la madrugada en el reloj de Santa María del Mar y, a no ser por el taconeo apresurado que se alejaba redoblando por el callejón, hubiera dormido sobre sus cartones hasta el amanecer, cuando pasa el carro de Limpieza Municipal con sus cepillos giratorios y su alcachofa de agua. Pero aquel papel había rebotado en sus narices  y luego rodó hasta detenerse a tres palmos de su rostro. Alargó la zurda porque lo era, zurdo, y acercó el papelote a sus ojos mientras se incorporaba.

Tenía seca la boca. Agrietada, la lengua le arañaba el paladar y se encallaba en los resecos labios en un vano intento por humedecerlos. Palpó a sus espaldas hasta dar con el tetra brick de Don Simón; levantó la pestaña y se largó un buen trago de tintorro. “¡Dios bendiga al San Simón!”, oró. ¿Cuantas veces habría repetido esa oración, tan breve como fervorosa, en los últimos años? No recordaba la primera vez que elevó al Don a los altares. Qué más daba un don que un santo: si se trataba de buen vino merecía estar en el centro de sus oraciones.

Ya, mientras desplegaba el arrugado papel, malició algo. La forma rectangular, la textura crujiente, el peculiar quejido mientras lo desdoblaba le resultaban familiares; aunque el tamaño le parecía un tanto grande. Sentado en el suelo como estaba, depositó el papel sobre la rodillera izquierda de su gastado pantalón de pana oscura. El acanalado género amarró la hoja mientras hurgaba en un bolsillo en busca de una caja de cerillas. La encontró enseguida, no en vano todos le llamaban Pepe Cerillas. A tientas, pues la penumbra reinaba en el callejón, abrió la caja y palpó la cerilla hasta distinguir el extremo barrigón del mixto. Luego, raspó sobre la lija y  escuchó la deflagración del fósforo. Cerró los ojos para aspirar el olor acre del humo, le gustaba tanto... Cuando los abrió, ya miraba el papel.

“¡Joder, San Simón  me ampare!”, exclamo con voz queda. Era el primero que veía en directo y, por supuesto, el primero que tocaban sus dedos. Pero los había visto en los pósters que cuelgan en las paredes de los bancos, con flechas que señalan los elementos de seguridad que distinguen los falsos de los verdaderos.  Además, sabía leer; que una cosa es ser mendigo y otra ser analfabeto. De hecho, casi todos los mendigos que conocía sabían leer; y alguno había conocido que decía ser ingeniero o doctor. Y les creía. Pepe Cerillas tenía un estupendo olfato para las mentiras: había descubierto que Franco no había muerto al primer vistazo que echó a la lapida del dictador. ¿Cómo no se daba cuenta la gente de que aquello no era una lápida, sino la puerta de un bunker? Seguro que, desde allí, el Generalísimo mandaba más que cuando estaba vivo. En fin, si las gentes no querían creerle, allá ellos. Pero, ahora, lo que de verdad importaba era que aquel papelote amoratado como la casulla de un obispo era, sin duda,  un billetazo de quinientos euros. Lo ponía bien clarito en las esquinas: QUINIENTOS EUROS. Un "Bin Laden", así les llamaban a estos billetes, porque eran tan difíciles de ver como el famoso terrorista moraco. ¡Cómo si no supieran que, el moro ese de las barbas, habitaba un zulo debajo de la Casa Blanca y, desde allí, movía como marionetas a los falsos presidentes de USA! Fingieron su detención y no expusieron su cadáver porque se hubiera descubierto la patraña de su supuesta muerte. Todo aquello fue una farsa, un montaje de Hollywood; como aquello del alunizaje en los años 60: cualquier tonto sabe que la Luna no soportaría el peso de esa enorme nave espacial.

“Crisis, dicen, ¿qué crisis? ¡Si la gente tira ya los billetes de quinientos eurazos! A mi no me la pegan, quieren acabar con nosotros”  dijo para sí, mientras enrollaba el billete y lo acercaba a la llama de su cerilla, que ya le quemaba los dedos. El billete prendió con un chisporroteo azulado y su luz pronto sustituyó a la del fósforo. “No; a mi no. A mi no van a corromperme con billetes de esos” Se levantó y buscó las cámaras que le debían estar filmando. Porque era seguro que le filmaban a todas horas, siempre; a él y a todo el mundo. Nunca la policía había controlado tanto a los ciudadanos como ahora. Franco podía estar contento: sus antiguos policías secretos eran unos pardillos comparados con los súper tecnificados cuerpos de seguridad que ahora trabajaban para él. La farsa democrática había sido la excusa perfecta para que las gentes se dejaran filmar, grabar y fichar sin protestar.

La luz del billete era algo más viva que la de la cerilla. Ardió un rato, hasta quemarle casi los dedos; entonces, lo tiró al suelo y pisó sus cenizas. Después, levantando la voz, se dirigió a las cámaras ocultas del callejón:

- ¡Os jodéis, mamones! A mi no me la pegáis; ¡meteos vuestros putos quinientos euros en el culo!- al tiempo que decía esto se bajaba los pantalones, dejando sus vergüenzas al descubierto-  Podéis grabar esto y se lo pasáis a vuestros hijos por la tele en horario familiar. ¡Ah, ah, ah! La crisis es un invento, ya lo sabía yo ¿creíais que podíais engañar a Pepe Cerillas? ¡Que os jodan! ¡Ah, ah, ah!

Cuando terminó de reír, se subió los pantalones y se tumbó de nuevo sobre sus cartones. Al poco rato, roncaba con la cabeza descansando de nuevo sobre su chaqueta enrollada.



Entonces, saliendo del soportal donde permanecía oculta, una sombría mujer se acercó con sigilo, intentando amortiguar el taconeo para no despertar al mendigo durmiente. Sacó de un bolsillo un cepillo y una bolsa de plástico y barrió con esmero las cenizas del billete de quinientos euros que Pepe Cerillas había despreciado. Tras guardar la bolsa, partió de aquel lugar al tiempo que pulsaba las teclas de su teléfono móvil.

- ¿Central?, informa la agente Lucinda. La acción planificada sobre el individuo conocido como Pepe Cerillas ha fracasado. Podrán examinar todos los detalles en las cámaras sitas en las bocacalles del callejón, cuya localización queda indicada en mi GPRS en este preciso momento. Otra vez será. En veinte minutos quedamos en el Valle de los Caídos, junto a la lápida que ya sabéis.

Luego, la humedad opaca de la noche engulló a la siniestra agente Lucinda.

Mientras, Pepe Cerillas gozaba, protegido por San Simón, de su feliz séptimo sueño.


Fin.