martes, 16 de diciembre de 2014

Un rostro oriental (o el vano equilibrio de las cosas).



Un rostro oriental (o el  vano equilibrio de las cosas).

            I- Aparición.
Un rostro oriental era todo lo que recordaba de mi sueño. Aquella fue la primera vez que acudió a mí. Lo retuve en la mente al saltar del lecho y en el baño, durante mi aseo matinal.

Mientras la cafetera bufaba sus estornudos de vapor y saltaban las tostadas de la tostadora, retornó a mi mente la imagen de aquel rostro. Luego, sorbí el café con leche rumiando sobre qué tendría aquella cara que me resultaba tan inquietante.

Más tarde, mientras cubría las doce cuadras que separan mi casa de la notaría donde trabajo de pasante, seguía pensando en él. Aquel rostro oriental seguía presente en mi mente, por mucho que quisiera distraerme con otras cosas. Como todas las mañanas, al salir puntual, me crucé con la señora que paseaba un perro peludo y minúsculo con la cola cortada y que me ladraba siempre que estábamos cerca, aquél día apenas le presté atención; durante el trayecto paraba la mirada en los escaparates de la panadería, del colmado, de las tiendas que a esas horas estaban abiertas intentando interesarme por las mercancías que exponían. El aire otoñal refrescaba mis mejillas. Apretaba el paso para alcanzar los semáforos en ámbar como si tuviera prisa; pero aquel rostro oriental volvía siempre a mi imaginación, si es que en algún momento se separaba de ella.

La mañana transcurrió como todas las mañanas. El notario, un tipo adusto y petulante, daba órdenes y me exigía papeles entre reuniones y escrituras. Los clientes llamaban sin parar, exigiéndome, preguntándome, solicitándome. Mientras, el rostro oriental permanecía allí, como contemplando mi actividad diaria, entre divertido y preocupado.

Al principio me pareció un rostro indefinido.

Mientras volvía a casa, intenté examinar aquellos rasgos que parecían asentados en mi memoria sin ninguna intención de abandonarla. ¿Se trataba de un rostro masculino o femenino? Llevaba la melena recogida en dos grandes moños que colgaban de la raya perfectamente central de su pelo, que dejaban expedita y amplia la frente. El rostro era ovalado, pálido, de mejillas suaves y redondas. La nariz, chata y pequeña. El mentón fino, justo, incluso elegante. Los labios finos y tiernos, extrañamente encendidos en esa cara de tonalidades difusas, casi grises. Las cejas finas y los ojos grandes, rasgados, negros como el carbón. Concluí que se trataba de una mujer. Bueno ¿y qué hacía una mujer oriental persiguiéndome desde mi imaginación, eh? Aunque sólo fuera su rostro.

Transcurrió aquella primera jornada sin que hallase la mínima explicación a esa cuestión. Al fin, asumí la permanencia de ese rostro en mi memoria como un hecho. Cosas que pasan, me dije antes de apagar la luz de la mesilla de noche. Mañana será otro día.

***

Si aquella noche soñé, lo ignoro. Desperté con una única imagen en la mente: el rostro oriental, que seguía alojado en mi imaginación. Me pregunté si permanecía allí desde el día anterior o si había vuelto a ser protagonista esa misma noche de mis sueños ignotos.

Se repitió lo de la jornada anterior. Caminé hasta el trabajo, me cruce con la señora del perrito, los mismos escaparates con los mismos productos, el notario igual de petulante, y los clientes que solicitaban, exigían y preguntaban las mismas cosas de todos los días. Y el rostro oriental, que no me abandonaba.

***

Quisiera poder decir que eso duró unos días, o unas semanas, y que luego desapareció y dejó espacio en mi vida para otros menesteres. Pero transcurrieron treinta años desde que el rostro oriental apareciese por primera vez y el día de mi jubilación en la notaría. Treinta años que fui al trabajo, caminé las doce cuadras y retornaba a mi casa con la compañía de mi rostro oriental. Los escaparates cambiaron, el perrito desapareció un buen día y la señora que lo paseaba también; pero él seguía conmigo.


La ceremonia de mi jubilación fue breve. Algo largamente esperado, sin sorpresas. Durante treinta y ocho años ocupé el mismo despacho. Cuando el  último notario –ocho notarios se sucedieron durante ese tiempo- me dio el consabido reloj y una placa dorada con mi nombre grabado junto a una inscripción que loa mi largo servicio a actividad notarial, apenas sentí nada. No esperaba más, luego marché de la notaría con un gran alivio. En los últimos años de me hacían casi insoportables las largas jornadas.

Era todavía un hombre activo. Tenía 67 años y las veinticuatro cuadras que anduve todos los días hasta el trabajo me habían mantenido en buena forma, ágil y sin  el sobrepeso habitual en quienes hacen la vida sedentaria de un administrativo. No todos van andando al trabajo y eso les pasa factura en forma de michelines. No es mi caso. Incluso los días festivos me placía andar, al menos, un par de horas. Paseaba por la ciudad, atravesando parques y jardines o me llegaba al puerto a ver los barcos amarrados. En cierta forma, era como si me hubiera propuesto llegar en forma a la jubilación.
Permanecí soltero. Nunca me casé. No es que desconozca lo que es la relación con las mujeres, no. Aunque no fui un donjuán, varias pasaron por mi vida. Relaciones más o menos cortas que aportaron algo de calor intermitente a mi existencia. Pero nunca se concretaron en algo más que amistades con cierto roce que se agotaban sin dolor. No es por presumir, pero no estaba mal ver. Incluso ahora, con mis 77 años me veo con cierta presencia. Lo que ocurrió, supongo, es que ninguna de ellas podía competir con mi rostro oriental, tan bello, tan familiar y próximo con el pasar de los años. Aunque su origen permanecese ignoto.

***

“Ya sólo te queda un año para jubilarte, José” Con esta frase se inició mi inquietud y mi alegría. Lo dijo María Jesús. Tenía diez años menos que yo, aunque llevaba trabajando en la notaría unos veinticinco. Éramos buenos compañeros y nos llevamos siempre cordialmente. Durante un breve periodo –unos seis meses, creo recordar- incluso fuimos amantes. Ella no tenía, por supuesto, un rostro oriental en su vida: tenía  un marido. Supongo que yo fui su rostro oriental durante aquellos dulces seis meses; tengo buen recuerdo de nuestra relación, sí. Sé que ella también. Lo de mi jubilación lo dijo con verdadero afecto, alegrándose por mí. En muchas ocasiones hablábamos durante el almuerzo de qué haríamos cuando ya no tuviéramos que ir todos los días a la notaría. Fantaseábamos sobré proyectos y una vida sin obligaciones.

María Jesús es una de las pocas personas a las que les hablé de mi rostro oriental. Creo que se lo tomó como una extravagancia de solterón y le dio curso de normalidad. Era afectuosa y complaciente. Maternal, diría yo; y se lo tomó como cuando un niño te habla de su amigo imaginario, con cariño y comprensión; y no le dio mayor importancia.

A mi familia jamás le conté nada de ese asunto del rostro oriental, claro. Porque, como todo el mundo, tengo familia: cinco hermanas convencidas de que eché a perder mivida por no casarme. Ellas no conciben la vida sino para criar hijos. Nos veíamos en pocas ocasiones, por navidad y cuando el aniversario de nuestro viejo padre, que vegetó diez años en una residencia para ancianos afectados de Alzheimer. Mamá murió cuando me parió; así que me ha tocado ser el hermano menor. A mis hermanas les hubiera parecido que estaba loco de atar si les hubiese contado que durante treinta años me desperté todos los días con un rostro oriental en la mente que, luego, me acompañaba toda la jornada. Un testigo mudo de mi vida al que me acostumbré y sin el que no sabría vivir ya. 

No, no sólo era costumbre. Amaba a ese rostro oriental. Daba sentido a mi existencia. Con su presencia callada y fiel dotó de cohesión esos treinta años que, sin él, apenas hubiesen consistido en el silente deshojarse de los calendarios. En cambio, su constante presencia me ha permitido vivir con distancia los sucesos de mi vida.

La vida de un pasante no es interesante. A partir del segundo año más o menos, todo se repite. Con distintas caras, con distintos nombres, pero es lo mismo: herencias, escrituras de sociedad, de compra, de capitulaciones, aceptación, apoderamiento, fideicomiso, y nuevas herencias, nuevos fideicomisos, nuevas capitulaciones… Al fin, todo es igual. Cambian las caras, cambian los nombres, pero es lo mismo. Lo contrario ocurre con mi rostro oriental: el ha permanecido igual todos el tiempo, pero me ha transformado un poco cada día. En ocasiones, incluso tenía la sensación de contemplar las cosas con sus ojos rasgados. Quizá fuera solamente una especie de juego en el que me proponía ver el mundo un enfoque distinto del habitual; pero me daba una perspectiva nueva, más tolerante y relativa de las cosas. Si todo el mundo tuviese un rostro oriental como el mío, habría más felicidad; los hombres dejarían de tomarse cualquier nimiedad a la tremenda y podrían disfrutar más de las pequeñas cosas de la vida, las que verdaderamente valen la pena.

***

Podría parecer que no sabía nada sobre mi rostro oriental; pero no era así, o eso pensé muchas veces. Fueron muchos años juntos. Ya he dicho que estaba seguro de que pertenecía a alguien real, y que pensaba que ella también se levantaba por las mañanas con un rostro en la mente: un rostro occidental, el mío. Ella. Porque es un rostro de mujer, como dije. No sé de dónde me habrá venido la idea, pero estoy bastante seguro de que mi rostro oriental pertenece a una china que habita en Shanghái.

Cuando me jubilé, nada me impidió ir en su busca.




II

¿No tienes tú un rostro oriental, lector? Sinceramente, lo siento por ti. No fui yo quien le halló; fue él quien vino a mí, a mis sueños, al recuerdo de mis sueños durante las vigilias, para ser lo que fue: un compañero, un sentido, alguien que de alguna manera ha sustentado mi vida.
No lo hallé tampoco en Shanghái, no completamente. Ahora, no importa. Floto sobre mi cuerpo en esta pensión que es, como todas las pensiones del mundo, algo triste. Mantiene cierta herencia británica en sus paredes empapeladas, en los muebles de época que milagrosamente han sobrevivido a revoluciones y modernidades.
Shanghái es la ciudad más moderna que he conocido. Bueno, en mi vida había salido de Barcelona, así que decir eso no es decir mucho; aunque creo que, si ésta no es la ciudad más moderna del Orbe, debe andar cerca de serlo. Avenidas inmensas, bulevares atestados de comercios, rascacielos, decenas de rascacielos, cientos de rascacielos, restaurantes como platillos volantes hincados en las cúspides de los edificios colosales del Bund. Será un país comunista, pero no creo que haya más carteles publicitarios, neones e intermitencias multicolores en Nueva York, Tokio o Berlín. Todo exhala comercio, intercambio, vida urbana. Un hormiguero de autos, camiones y autobuses en el asfalto, y peatones en las aceras. Palpita el gusaneo metropolitano bajo los pies de los viandantes a todas horas, también por la noche: la actividad no cesa. Millones de rostros orientales trajinan arriba y abajo, por las aceras, en autos y motocicletas, en las escaleras mecánicas, en los ascensores, los mostradores, en el haz y en el envés de la vida intensamente urbanita de esta gran ciudad que es Shanghái.
Durante el primer mes anduve incansable en medio del bullicio de rostros orientales. Con los días fui distinguiendo cada vez mejor sus rasgos y peculiaridades. Pero ella no seguía sin aparecer.
Aunque yo tampoco tenía prisa alguna por hallarla ¿podréis creerlo? Todavía hoy, en esta última circunstancia, sigo sin tenerla. Porque mi rostro oriental sigue acompañándome, sigue conmigo en mis sueños y mis paseos, donde tiene que estar, donde ha estado siempre.
¿Me pregunto qué ocurriría si me hallase de pronto con mi rostro oriental, de verdad, en carne y hueso, frente a mí? Supongo que nada, nos ignoraríamos y seguiríamos cada cual su camino. ¿Eso os parece extraño? Pensadlo: mi rostro oriental no necesita ser de carne y hueso para ser mío; no lo ha precisado en todos los años de mi vida, desde que apareció en por vez primera en mis sueños para ser mi compañero. Y si no he precisado esa corporeidad hasta hoy ¿para qué la quiero ahora? Quizás, si existe algún lugar tras esa luz  brillante que, según dicen, ha de venir a buscarme, esté allí, esperándome. Pero, no lo creo. Ni creo en esa luz. Seguramente, me iré desvaneciendo a medida que mis despojos pierdan consistencia. Pero puedo aseguraros que siento a mi rostro oriental todavía en mi corazón, apegado a mis sueños. Y la vida, ya se sabe, es sueño, ilusión y poco más. Y, si has tenido un rostro oriental, puede que haya sido algo mejor.
Decía que “casi” no la hallé. Entonces pensaréis que estuve a punto de encontrarme con ella, con la verdadera poseedora de mi rostro oriental. Y en cierta manera fue así.
Os cuento.
He vivido mis últimos años en esta ciudad de veintitrés millones de almas, saliendo a pasear cada día. Como antes decía, lo mío era una búsqueda lánguida, desganada casi. La buscaba porque estaba en Shanghái, simplemente. La ciudad es tan grande, tan variada, que, en caso de que realmente habitara en ella la persona propietaria de mi rostro oriental, sería más difícil de hallar que una aguja en un pajar, como se suele decir. Posiblemente, el pajar más grande del mundo.
Pero hay un lugar en esa ciudad, un lugar, ¿cómo diría?... un tanto mágico, al que  acudí por primera vez cuando apenas cumplía mi primera semana de estancia en Shanghái. Se trata de los Jardines de Yuyuan.
La primera vez que paseé por ellos, fui un turista más. En la agencia de viajes me habían encarecido que no me perdiera la visita tal lugar. Y tenían razón, es de una belleza exquisita. Los jardines orientales tienen algo de paz cantarina, como una alegría contenida y serena. El agua, mansa, transita canales cruzados de puentes de madera finamente labrada que se tienden como un arco sobre la corriente, donde culebrean mudas familias de peces sonrosados; los muros que rodean el jardín de Yuyuan son ondulados como el lomo de las serpientes y los rematan cabezas de dragón; abundan las figuras de animales por doquier: de piedra, de caoba, de cerezo... Se distribuyen los templos armoniosamente: pagodas chatas, con tejados que a mí me recuerdan los sombreros de los campesinos, y edificios y conjuntos de edificios más grandes dedicados al culto de un buda o a la ceremonia del Té. Grandes sauces se multiplican y desparraman su fronda, obsequiando frescor a los caminos y a las pequeñas y abundantes umbrías. El muro de los Cinco Dragones, la gran Piedra de Jade, las escaleras que emergen del estanque frente a la gran Casa del Té, los dos Budas de jade, todo, las rocas, la vegetación y el conjunto arquitectónico animan a una comunión con la naturaleza, nos tienden lazos desde lo más profundo del planeta; parece el lugar dónde todos los hombres deberían reconocerse. Creo que esa sensación fue lo que me hizo volver tantas veces allí.
Y fue allí donde mi rostro oriental se me presentó, por primera vez, fuera de un sueño o de mi imaginación. Antes, cuando durante la vigilia lo sentía conmigo - en la calle, en casa, en la notaría- era como ese amigo imaginario de cuando la infancia. Si bien, yo sabía que no era imaginario, que era real aunque de otra dimensión o algo parecido. Por eso creo que en el Jardín de Yuyuan se me apareció realmente; aunque inalcanzable como siempre. La primera vez me dio un susto de muerte. Aquel día, estaba contemplando las aguas del estanque desde el puente que lleva a la Casa del Té. Me solazaba en las evoluciones tornasoladas de los peces y en el reflejo umbroso de un gran sauce junto a la orilla. De pronto, los peces se apiñaron para dibujar un círculo alrededor del que, enseguida, empezaron a dar vueltas como indios danzando en torno a una hoguera. En medio de aquel marco carmesí, el agua espejeaba las retamas de cielo que se colaban entre las hojas del sauce. Quedé inmediatamente atrapado en la contemplación de tan extraordinario espectáculo.
Entonces, apareció. De la profundidad emergió una sombra hasta posarse sobre el líquido espejo. Le dio la bienvenida la luz del atardecer. Su rostro pálido, casi blanco, abrió los ojos como si despertase en aquel instante. Nos miramos, ella me sonrió. De alguna manera, entonces, supe que la propietaria de mi rostro oriental sabía mucho más de mí que yo de ella.
Esta es una cuestión que me había planteado en infinidad de ocasiones, y había llegado a la conclusión -absurda y pretenciosa como cualquier otra  conclusión al respecto: pues, ¿quién era yo para desvelar el misterio? - de que ella, quien fuera, veía mi rostro occidental en sueños también. Pero cuando la vi reflejada en el estanque tuve la certeza de que jamás sabría si era cierto, y que jamás lo podría saber. La certeza de mi ignorancia actual y futura. Pero me resistía a resignarme. Igual, ella me sueña también, razoné de nuevo, pues esa simetría daba verosimilitud a lo que nos ocurría: ambos existíamos en el sueño del otro. Equilibrio, justicia, clamé a las aguas. Pero mi rostro oriental no contesto.
La visión se quebró de súbito cuando unos niños, jugando,lanzaron una piedra al agua. El rostro oriental desapareció acompañado por las cristalinas risas infantiles, y yo quedé solo, con su dulce visión todavía en la mirada.
Fui incapaz de permanecer allí y abandoné el puente, y me interné por unos de los innúmeros senderos del Jardín de Yuyuan, cavilando sobre mi suerte. Y en aquel cavilar se abrió paso una lucecita de razón que, al fin, concretó una revelación. Me preguntaba sobre lo último que había pensado, sobre si sería simétrica y justa nuestra disposición en el tiempo o en el alma. Yo la había soñado, eso era cierto. Ella acompañó con su recuerdo mi cotidianidad durante treinta años casi. Vale ¿eso quería decir que yo aparecía en sus sueños, que la acompañaba igualmente en su cotidianidad? Obviamente, no: ¿quién dice que las cosas deben ocurrir de forma equilibrada y justa? Yo no recordaba nada de ella, ni la había acompañado a su trabajo o de visita o al médico o a pasear por el parque de su ciudad, como ella lo había hecho conmigo. Y no lo recordaba porque no había sucedido. Así, que yo no era “su” rostro occidental. Debía conformarme con eso.
Durante los días siguientes volví a la misma hora al jardín de Yuyuan y me apostaba en la barandilla sobre las aguas y los sanguíneos desfiles de peces hasta que veía emerger mi rostro oriental de nuevo. Su reflejo acudía siempre a la cita. Secretamente, tenía la esperanza de que me dijera algo, lo que fuera. De hecho, pensaba que fuese lo que fuese lo que pudiera salir de sus labios sería una gran revelación. Hasta un día que, cuando emergió del fondo del estanque, vi en su mirada una tristeza que no dejaba lugar a dudas: no volvería. No hizo falta que me lo dijera, su mirada anegada en lágrimas bastaba. Nunca la había visto llorar,  ya he dicho que siempre sonreía. Sus lágrimas me dijeron que no la volvería a ver.
Sin embargo, desde aquel día hasta ayer mismo, acudí todos los días a mi cita en el puente que cruza el estanque hasta la Casa del Te, en el jardín de Yuyuan. No es que tuviera esperanza de que ella volviera, no soy tan ingenuo; sino, porque, tras contemplar los juegos de las carpas entre los reflejos de sombra y cielo, inicio mejor un largo paseo sumido en cavilaciones sobre la naturaleza de mi vida y la naturaleza del Ser y sus intenciones. Hoy, tras casi once años de paseos por los jardines de Yuyuan, creo que el Ser no tiene intención alguna. El Ser es como mi rostro oriental, sonríe casi siempre y nunca habla. Y nos dice adiós cuando debe hacerlo.
Eso es lo que estoy intentando dilucidar en la que, seguramente, será mi última meditación. Ayer caí fulminado sobre el puente con un fuerte dolor en el pecho que no dejaba lugar a dudas. Morí mirando las aguas, mordiéndome los labios a causa del dolor de mi corazón.
Ahora floto sobre mi cuerpo en esta habitación de hotel de paredes empapeladas. Estoy contento, no me llevaron a un hospital; me recogió un estudiante de medicina y, convencido de que lo mío era una lipotimia, se empeñó en llevarme al domicilio que, en mandarín, figura en mis tarjetas. Espero, por el bien de los ciudadanos vivos de Shanghái, que no todos los estudiantes de medicina sean tan torpes. Aquél fue incapaz de darse cuenta de que trasladaba un cadáver. ¿Confundía el tic tac de mi reloj con el de mi corazón muerto? No lo sé; pero con gran autoridad sacó su tarjeta de identificación médica -se las dan a los estudiantes en prácticas- y ordenó que un taxi nos llevara a casa. Disciplinadamente, el taxista nos llevó y ayudó al estudiante hasta dejarme sobre la cama de mi habitación. Luego, marcharon. Le oí decir que ya me despertaría solo; el taxista emitió un escéptico bufido y partió también.
Hasta hace un rato la habitación ha estado muy concurrida. La mujer de la limpieza ha descubierto mi cadáver  esta mañana e, inmediatamente, ha avisado a la dirección del hotel. La policía ha llegado antes que el forense y ha puesto una cinta en la entrada de la habitación a modo de barrera para impedir el paso a los curiosos. Luego, el forense, que ha llegado casi media hora más tarde y con una mancha de aceite en la chaqueta, me ha auscultado, ha puesto un espejito bajo mi nariz y ha certificado que estoy muerto. Lo ha escrito en un papel del que, antes de marcharse, ha dejado copia al policía añadiendo que he sido víctima de un infarto y que no será preciso hacerme la autopsia. 
Menos mal que soy extranjero, porque si no me habrían llevado a la morgue de inmediato. Pero, como soy español -algo un tanto exótico en este lugar-, han decidido llamar a la embajada y esperar a que ellos hagan lo que consideren oportuno.
Debo empezara a oler porque me han ido dejando solo y el policía que han apostado en la puerta ha terminado cerrándola, arrugando la nariz con repugnancia. Así que me empiezo a descomponer y no veo luz blanca ni túnel ni música celestial, ni nada que esté más allá de los muros de esta habitación. Tampoco truenan y chispean los abismos; aunque eso me hubiera sorprendido porque he sido un buen tipo toda mi vida, lo sé. Quisiera que viniese a verme, una vez más, mi rostro oriental. Solo una vez, antes de desvanecerme en el silencio de la nada que seguramente me espera.
Me miro las manos para ver si me estoy desvaneciéndome realmente. Y me echo a reír. ¡Ja, ja, ja!. ¡Cómo me voy a ver la mano si soy solo la estela de una existencia acabada, un espíritu! ¿Qué mano esperaba ver? No tengo imagen, ni voz -nadie ha oído mis carcajadas de hace un momento-, y el único cuerpo que me queda está ahí, fuera de mí, acostado, descomponiéndose sobre el lecho de una pensión de Shanghái.
 Y sí, me desvanezco. Hace un rato -¿un minuto, un segundo, una hora, una eternidad?- creo que decía haber descubierto una verdad cuando paseaba por los jardines Yuyuan. Pero, ¿dónde están esos jardines? ¿dónde, la verdad?
¿Dónde está Shanghái?
¿Dónde la vida?
¿Dónde mi rostro oriental?

Fin.

sábado, 30 de agosto de 2014

La Venganza del granjero.

Breve historia de suspense que le conté a mi perro. Pasó un buen rato, creo.




 La venganza del granjero.


Hay que saber que La  Puebla del Algarrobeño es un pueblecito de no más de 400 habitantes cuya economía gira en torno a la agricultura de secano y las granjas de cerdos. Luego, su principal industria es la cárnica: con un matadero y un secadero de jamones de cierta producción. Una vez dicho esto, ya puedo contaros los hechos que allí ocurrieron.



Los aires de la sierra barrían el llano donde se asentaba el villorrio a orillas de un riachuelo llamado el Barranco de la Mingua, que casi siempre llevaba agua y a cuya vera crecían los algarrobos origen de su toponimia. Dicen que el pueblo creció alrededor de una posta donde paraban las caravanas que hacían ruta desde la meseta hacia el mar, pues la abundancia de algarrobos y el agua lo hacían propicio para las caballerías. En fin, si en realidad fue éste el origen de la población, o fue otro, poco tiene que ver con lo que le ocurrió al protagonista de esta historia. Aunque tampoco hay que descartar que el carácter reservado y un tanto huraño y aficionado al comadreo de los algarrobeños, que tanto mal le hizo a nuestro héroe, hallase su origen en ese pasado lleno de envidias y rencor que sentían sus habitantes hacia quienes se detenían en Puebla del Algarrobeño tan sólo de paso.


Todo lo que hubiera querido era que se olvidasen de él. Pero era evidente que eso no ocurriría nunca. Así que lo mejor era partir. Dejar atrás su vida y empezar una nueva en otro lugar.
Todo empezó haría unos quince meses con lo que se podría definir como un encuentro casual, .
Llevaba dos bolsas de plástico en cada  mano cuando cruzaba  el dintel de la única tienda de ultramarinos de  La Puebla del Algarrobeño, cuando se tropezó con ella.

Se dieron de bruces bajo el  dintel de la puerta de la tienda porque él iba con los ojos puestos en aquellas dos bolsas que parecía que se le iban a escurrir de los dedos y ella entraba con prisa y la mirada puesta en la calle, como si huyera de algo. Cayeron las bolsas y parte de su contenido, unas latas, un manojo de puerros, dos tetrabrik de leche, uno de caldo y un paquete de sal cuyo envase se rompió de forma que su contenido se esparció por el suelo, a sus pies, entre las baldosas de la tienda y el adoquinado de la calle sin acera.

- Oh, perdone…-  se disculpó, aunque la verdad era que era ella quien había entrado con excesivo ímpetu y sin mirar.

La reconoció enseguida, la había visto en alguna ocasión en el local social: era la mujer del mayor agricultor y ganadero del pueblo, un granjero dueño de más de cien hectáreas de cereal y de una granja donde engordaban mil doscientos gorrinos o más. La había visto en las fiestas cuando el pregón del alcalde y en el baile, al lado siempre de su esposo. También la veía a la puerta de la Iglesia, al entrar y al salir del oficio, los domingos y fiestas de guardar; aunque él no iba a la iglesia y aguardaba la salida de los feligreses tomándose un Martini en la barra del local social, que hacía la vez de bar, y que se hallaba en la misma plaza. El granjero le daba un beso en la mejilla a su mujer al salir y acto seguido entraba en el local social con otros, mientras ella marchaba a su casa, seguramente a preparar la comida. Era considerablemente más joven que su marido, no sobrepasaba la treintena mientras que él andaría más cerca de los sesenta que de los cincuenta. No era el primer caso el suyo, eran frecuentes los maridajes entre hacendados y extranjeras jóvenes y agraciadas, en el ámbito rural.

- Perdone usted, señor, la culpa ha sido mía -le pudo oler el aliento de tan cerca que habían quedado sus rostros. Un aroma remoto a jerez y aceitunas.

Ambos se agacharon a la vez y fue inevitable que sus cabezas volvieran a chocar. Ella se echó a reír y él hizo lo mismo, contagiado de su risa fresca y clara. El aroma de jerez y aceitunas se hizo más intenso.

Días después ya se encontraban a escondidas. No lo pudieron evitar.

Ahora era mejor partir de una vez y dejar la Puebla del Algarrobeño para siempre. Si ponía distancia, todo terminaría desvaneciéndose en la memoria.
*

Ella desapareció un buen día. Vino la Guardia Civil a investigar, tras la denuncia de desaparición que presentó el marido en el cuartelillo.

- Hace dos días que mi mujer falta de casa.

La buscaron por todas partes. Se interrogó a los vecinos, pero nadie recordaba nada que pudiera dar indicio de su paradero. Se hicieron batidas por los campos y los barrancos, con vecinos voluntariosos y perros adiestrados. Nada. Había desaparecido sin dejar rastro.

A la semana, dieron por finalizada la búsqueda. El sargento de la Guardia Civil les comunicó que, dado que no se la encontraba ni viva ni muerta, había llegado a la conclusión de que había huido del pueblo. Se calló que pensaba que una chica tan hermosa y joven seguramente se habría enamorado de algún viajante de comercio y habría partido con él en busca de una vida mejor en la ciudad. Al fin y al cabo, así terminaban muchos matrimonios de este tipo. Una vez obtenidos los papeles y la nacionalidad, ellas volaban en brazos más jóvenes y en busca de un futuro mejor.

Nadie le dio el pésame al granjero, y se corrió un velo de silencio sobre el asunto. Si no estaba ni viva ni muerta era mejor hacer como si no hubiera existido.
*

Y es cierto que los aldeanos no pronunciaron palabra sobre el asunto. Pero las miradas hablaban, contaban una supuesta historia, callaban una sospecha que estaba en la mente de todos.

Pronto se dio cuenta, por esas miradas, que, de algún amanera, había corrido la voz de su relación con ella. Seguramente alguien les había visto o quizás, incluso, les habían seguido hasta la cabaña del bosque donde tuvieron sus encuentros amorosos. Pero no podía estar seguro de que eso fuera así, pues, como ya he dicho, nadie pronunciaba palabra sobre el asunto. La versión del sargento de la Guardia Civil era la única que debía prevalecer.

 Se hubiera ido del pueblo antes, pero hubiera sido como confesar que tuvo que ver con ella, que fue su amante. Permaneciendo en la Puebla del Algarrobeño, daba a entender que ella se había fugado con otro. Que no fue él la causa de su desaparición.

- Estas son todas iguales -había dicho el sargento tras abandonar la investigación.

Era la versión oficial.

Y él se había quedado en el pueblo durante todos aquellos meses para dejar claro que ella no se había fugado por su causa, ni le esperaba en ningún lugar. Que, en cierta manera, también él quedaba viudo; si es que uno se puede quedar viudo de amante.

Pero ya no podía más, quince meses eran suficientes. Demasiados. Tenía las maletas hechas, aguardando en el suelo, mientras tomaba su último Martini y contemplaba  a los fieles salir de la iglesia.

Parado en la plaza, el autobús esperaba a que terminase la misa para llevar a los feligreses que lo desearan a pasar el día en la capital; todavía faltaba un rato para salir; mientras, el conductor hacía tiempo tomando una cerveza en la barra, como él. Entonces entró el granjero y fijó la mirada en las maletas que tenía junto a sus pies.

- ¿Se va usted, joven?
- Sí.
- Vaya, parece que nadie quiere quedarse en La Puebla del Algarrobeño. Si esto sigue así, el pueblo se irá muriendo…
- Ya -no tenía ningunas ganas de hablar, y menos con aquel granjero.
- Ya sabe lo sólo que me quedé cuando desapareció mi  mujer -¿a qué venía ahora hablarle a él de aquello, si apenas se habían cruzado un par de palabras en todo el tiempo que llevaba viviendo allí?
- Yo… siento su pérdida… -algo tenía que decir, y aquel pésame extemporáneo se le escapó entre los labios.
- Oh, no lo sienta usted. Son cosas que pasan ¿verdad? Ella era joven, hermosa, y yo peino canas hace muchos años y, además, crio esta barriga que no deja de crecer… Cuando la traje pensé que con el tiempo me cogería cariño.
- Mejor olvidar…
- Quía, ¿para qué quiero olvidar? Todo lo contrario, ella me dejó los mejores recuerdos… Pero no me amaba, no señor. Ni siquiera un poquito de cariño me mostraba; eso sí, cumplía como mujer, ese era nuestro pacto. Y lo hacía de maravilla. Yo creo que le gustaba. Estas extranjeras son muy desinhibidas en eso del sexo ¿no cree?
- Bueno, yo… no sé -le incomodaba el desparpajo con que el granjero se ponía a platicar ahora sobre estas cuestiones. Era obvio que no había la menor inocencia en sus palabras y sentía cada vez más urgencia por partir. En esto el conductor vino a socorrerle, echando una moneda sobre la barra y saliendo acto seguido del local.- Bueno, señor, creo que el autobús va a partir.

Mientras decía estas palabras rebuscaba alguna moneda en su bolsillo.

- ¡Quía, deje que le invite yo, hombre! -dijo el granjero, sacando un billete- Al fin y al cabo, estoy seguro de que será la última vez que le veo por acá ¿verdad?
- Bueno… me ha salido un trabajo en Madrid… -mintió él, agachándose para coger las maletas.
- Suerte tiene usted, sí señor - dijo el granjero mientras le cogía del brazo impidiéndole partir- En cambio yo, a mi edad ya, me quedaré aquí para siempre, cultivando mis campos y dando de comer a mis cerdos.

Las maletas le pesaban en cada mano y le costaba desembarazarse de la garra del granjero que no le soltaba el brazo. Le brillaban los ojos, su mirada era como un cuchillo asomando por sus párpados entreabiertos.

- Sabe señor, en el fondo me gusta dar de comer a mis cerdos. Me gusta observarlos cuando me retraso en poner las tolvas de pienso en marcha y están hambrientos. En esos momentos son capaces de comérselo todo. En cierta ocasión les tiré un ternero muerto, ¡no dejaron ni los huesos!

Al fin, de un tirón, pudo desembarazarse de la garra del granjero y emprendió el camino de la puerta. Enseguida, entregó las maletas a un mozo para que las llevase hasta el autobús, donde luego iba ayudando al conductor a colocarlas ordenadamente en el gran portaequipajes. Le dio una moneda de propina y se fijó en él: aquel mozo trabajaba a horas para el granjero. Apenas balbuceó un “gracias” antes de desaparecer entre los fardos.

Antes de subir, aún oyó a sus espaldas la voz del granjero desde la puerta del local socia que le decía:

-Todo, me entiende, mis cerdos son capaces de comérselo todo sin dejar rastro.
*

La Puebla del Algarrobeño se desvaneció tras la primera curva que dio el autobús. Respiró aliviado, aunque sentía como una opresión en el pecho. Seguramente, tardaría en olvidar todo aquello. Pero no quería pensar más en ello; ni siquiera recordarla a ella. Cuando pasara el tiempo suficiente no quedaría más que la evocación de algo que pudo ser un sueño, poco más; esa era su esperanza.

Pero, cuando el autobús hizo su última parada en la capital de la comarca, se encontró con la sorpresa de que le esperaba aquel sargento de la Guardia Civil que se encargó de la búsqueda de la joven desaparecida. Le acompañaban dos efectivos.

- Buenos días.
- Buenos.
- Le estábamos esperando para hacerle algunas preguntas. Si es usted tan amable de acompañarnos…
- Como no -los dos efectivos se habían puesto cada uno a un lado, como una escolta.

Él fue el primero en preguntar cuando entraron en la sala de interrogatorios del cuartel de la Guardia Civil.

- ¿Cómo sabía que yo vendría en este autobús?
- Nos avisó un amigo mío de La Puebla del Argarrobeño -contestó amablemente el sargento, quien parecía no tener prisa alguna y añadió- Sabe, nos llegaron algunas murmuraciones…
 - Son ciertas -para qué mentir, no tenía sentido ya, pues había partido para no volver- Éramos amantes.

Entonces se abrió la puerta y entró uno de los efectivos con una bolsa de plástico opaca en la mano de la que asomaba algo blancuzco.

 - Sargento, hemos encontrado esto.

El sargento se levantó y se acercó al efectivo. Tomó la bolsa en sus manos, la abrió e inspeccionó lo que había en su interior fijando un momento la vista en una parte concreta de ello. Luego, volvió a sentarse enfrente de él y arrojó la bolsa sobre la mesa.

- ¿Sabe lo que es?
- No…
- Pues estaba en su maleta.
- ¿Cómo? - empezaba a alarmarse- Yo no he visto nunca eso, ¿qué es?
- ¿Cómo sabe que no lo ha visto nunca, si todavía no lo he sacado de la bolsa?
 - Yo… -se mordió los labios, tenía razón el sargento: cómo iba a saber él qué contenía la bolsa, si era opaca. Pero cada vez estaba más nervioso y esa incongruencia se le había escapado sin querer.
El sargento, al fin, abrió la bolsa y arrojó su contenido de forma un tanto teatral sobre la mesa, para que lo viera bien.
- ¡Véalo! ¿No me dirá ahora que no sabe lo que es, eh? Incluso lleva su nombre bordado en un una esquina.
- Yo… yo no… - no, no sabía qué decir. Ignoraba cómo habían ido a parar unas braguitas de ella a su maleta. Las miro. Estaban sucias de barro, manchadas de sangre.
- Creo que tendrá que explicarnos muchas cosas usted. ¿Sabe que no siempre se precisa el cuerpo del delito para condenar a alguien?
- ¡Yo no he hecho nada! ¡No he matado a nadie, yo!
- Ah, ahora sabe que está muerta, eh -un destello de triunfo iba anidando en la mirada del sargento- Pues sabe usted más que nosotros. Más que nadie, diría yo. ¡Confiese!

Le temblaban las piernas y las manos. Sentía como algo espeso le crecía en la garganta impidiéndole hablar, impidiéndole proclamar su inocencia. Pero no podía apartar la mirada de aquellas braguitas sucias y manchadas de sangre y de las letras bordadas, ilegibles, con el nombre de ella. Porque, aunque no pudiera leerlas ahora, sabía que era ese nombre el que allí había bordado, las había visto tantas veces, tantas como se las había quitado en aquella pequeña cabaña del bosque…

- ¡Confiese! - insistió el sargento.
- Yo no… - empezó a decir, dándose cuenta de que no dominaba sus palabras, de que no sabía qué iba a decir- yo… fueron los cerdos…
- ¿Los cerdos? ¿La tiró usted a los cerdos? - el sargento se levantó casi de un salto, con un gesto de asco en el rostro- Espero que la matara antes… ¡Pobre muchacha! ¡Qué disgusto tendrá mi amigo el granjero!

Apagó el magnetófono que grababa su conversación.

- Bueno, nada más hay que hablar. Aquí queda su confesión para el juez -apartó de él aquella mirada triunfal de policía satisfecho y volviéndose hacía la puerta ordenó- Domínguez, lleve a este tipo al calabozo, no quiero verle más.

Mientras Domínguez le esposaba, él sólo oía el insistente eco de las palabras del sargento: “mi amigo el granjero”, y recordó al mozo de las maletas apenas balbuceando sus “gracias” cuando se llevaba sus maletas.

No, no volvería nunca a La Puebla del Alagarrobeño. Le esperaba una larga estancia a cargo del Estado, entre rejas. Allí tendría tiempo para pensar en la paciencia de aquel granjero que había esperado quince meses para tomarse su  quizás justa venganza.

***

viernes, 27 de junio de 2014

El águila y la liebre (del origen de lo literario)

al modo del viejo Esopo...
El águila y la liebre ( del
origen de lo literario)                                                          

Aprecia el placer de extender las alas y sentir como le sostiene el aire y le impulsa y le mece. El águila vuela ya lejos del nido. Atrás quedan los altos riscos, se extiende la llanura. Los campos dibujan escaques de trigo y vid en el valle donde serpentean senderos y se desperezan las aguas en los meandros del rio  No escapa a la penetrante mirada el súbito temblor de ramas en unos matorrales. Un temblor que habla de una presa que, seguramente, se considera a salvo.
Pliega las alas e inicia un picado que la acerca veloz,  y da vueltas, luego, pacientemente. Sabe que la presa saldrá de su cobijo en algún momento. El aire es más cálido junto a la tierra, donde amarillea el cereal y aguarda la siega.
De la vegetal maraña asoma las orejas una liebre de gris atuendo y panza blanca, y salta al sendero, temeraria.  De nuevo silba el aire hendido por el veloz picado de la rapaz. Y ese silbo en el fino oído de la liebre la inquieta tanto que, de un salto, se cobija bajo una gran piedra. Ciega de hambre, el águila dirige el rumbo hacía ella, y demasiado tarde se da cuenta de que no puede frenar a tiempo de evitar la dura roca. ¡Vaya batacazo! El águila se sienta porque los pies no la sostienen apenas.  Y lo peor no es el chichón en la cabeza, no; lo peor es que ha perdió una esquirla de su pico. Cuando vuelva al nido, cuando se reúna con las demás águilas en las altas cumbres ¿Cómo explicar ese accidente?  Vaya vergüenza, piensa. No recuerda a otra águila a quien le haya sucedido algo similar. Claro que ella siempre ha sido algo torpe; quizás la única águila patosa de una estirpe que presume de agudeza y habilidad suprema en los cielos.

- Vamos, vamos, no hay para tanto.
Asoma el conejo silverstre el hocico de debajo de su escondite. ¡Sólo le faltaba eso al águila, que una liebre sienta  pena de ella!
- Tú calla, que ya hablaremos… -contesta mal humorada; aunque de inmediato se da cuenta de lo absurdo de la situación: las águilas no hablan con las libres, nunca lo han hecho. Claro que, la que ha empezado, a sido la orejuda.
- Oyes, a mí me gusta tu plumaje, y los círculos morosos que dibujas en el cielo cuando me buscas.
Definitivamente, este conejo está chaveta, piensa el águila.
- Había venido a comerte.  Y todavía estoy a tiempo -dice, con intención de impresionar al parlanchín orejudo- Espera a que me recupere y verás. Si quieres un consejo, sal corriendo…
En lugar de atemorizarse, el conejo abandona totalmente el refugio y se planta entero delante de los ojos  acerados de la rapaz. Se le ve tranquilo, para exasperación del plumífero.
- Pero no me vas a comer, verdad. No es lo mismo caer súbito, por sorpresa, matar sin mediar palabra con la víctima, que ahora que nos conocemos. Y hemos hablado, ya me has hablado, sobre todo. Ahora somos iguales.
-¡Iguales! ¡Sí hombre, faltaría más!- su voz suena indignada, aunque advierte con sorpresa que en su corazón no siente esa indignación- ¡Iguales, de qué!
- Pues que compartimos palabras. ¿Sabes lo importantes que son las palabras?
- ¿Palabras?
- Si, palabras.
- ¿A mí qué más me dan las palabras? Son  sonidos, ruido… viento que se lleva el viento. A mí lo que me importa es el  aire que me eleva, el silbido del viento y la luz en el paisaje volador. A mí me importa el sabor de mis víctimas, la tibieza de su sangre goteando de mi pico, resbalando por mi lengua, hinchando mi gaznate. A mí lo que me importa es todo eso y llevarles alimento a mis crías, que me esperan ansiosas en el nido. ¡Palabras! ¡Bah!
- Oye, oye, no seas tozuda, no puedes negar lo evidente. Y lo evidente, ahora, es que estamos hablando, que tú me escuchas  y yo te escucho, que nos tocamos con palabras, ¡con palabras!
El águila se toca el chichón con la punta de un ala, meditando que hacer. La insolencia de la liebre le parece inaudita. ¿Cómo se atreve  a darle lecciones a ella, a la mismísima reina de los cielos? Pero necesita tiempo para recuperarse del batacazo; aunque ya puede ponerse sobre sus dos patas, todavía  se siente aturdida.
- Y dime, si eres tan sabia, amiga liebre: ¿qué son las palabras? - con algo hay que entretenerse, se dice maliciosamente la rapaz.
- Las palabras son todo, aunque no lo creas. Antes, cuando el mundo no tenía palabras, lo importante eran las cosas; pero nadie lo sabía. A las cosas, las palabras no les importan. Pero es porque las cosas son tontas hasta que las tocan las palabras. Porque las palabras, cuando aparecen, las transforman. Las cosas solas no son nada, pero tocadas por una  palabra, si es acertada, se convierten en poesía, o en futuro o en cualquier otra cosa. Las palabras son una varita mágica que transforma el mundo y lo hace vivir. Por eso, que estemos tú y yo hablando,  ahora, es tan importante. Nunca antes habían establecido charla un águila, con toda su realeza, con una liebre como yo. Eso no pertenece al orden de las cosas; pero ha sucedido, eso es ya innegable. Después de este día, las águilas hablarán con las liebres, simplemente porque pueden hacerlo. ¿Ves, ahora, cómo las palabras pueden cambiar el mundo?
El águila se va encontrando cada vez mejor, lo único que permanece es el aturdimiento que le causa esa liebre charlatana. Piensa en sus crías, que la aguardarán hambrientas en el alto nido; así que se lanza veloz sobre la liebre y le rompe el cuello con un gesto potente de su pico  fracturado.
Luego, toma el cadáver orejudo entre las garras y levanta el vuelo. ¡Qué contentos se pondrán los aguiluchos cuando llegue con el manjar! Siente la carne tierna hendida por sus garras  y el cálido sabor de la sangre en la boca.  Es feliz y quiere olvidar el batacazo con el que terminó su alocado descenso de antes, aunque es consciente del trozo de pico perdido en el trance. A las otras águilas les contará que se lo hizo en feroz combate con un jabalí  de grandes colmillos.

En eso va pensando, mas tarde, mientras contempla con satisfacción cómo sus aguiluchos despedazan el cadáver de la liebre con la voracidad propia de quienes todavía tienen que crecer.  Pero las águilas no son dadas a hablar, siquiera a contarse aventuras de caza. Cada cual va a lo suyo y, aunque vuelan en manada, nunca se dicen nada, apenas algún gesto para señalar donde se mueve alguna presa.
Cuando sus crías terminan, abandonan ahítas el pellejo de la liebre, con sus dos orejas colgando todavía. Sus huesos ya se confunden en el suelo del nido con los de anteriore víctimas.  Uno de los aguiluchos, juguetón, toma el despojo y lo zarandea con el pico alegremente hasta que se le escapa y cae fuera del nido, sobre las rocas de alto risco. Allí queda, al fin quieto, peinado por la suave brisa que sopla al mediodía.
El águila contempla aquel pellejo que un rato antes estaba lleno de palabras.  ¡Ah, la liebre sí que hubiera atendido al relato heroico de su batalla con un jabalí descomunal! Un relato, una mentira poética. Se va percatando la rapaz de cuán bella puede ser una invención. Y nota un raro pero entrañable sentimiento hacia la liebre, o lo que de ella queda. Y con un impulso que no se explica, toma el despojo y se lo lleva de un vuelo hasta la orilla del rio y lo entierra en un hoyo que con las garras escarba primero, y luego tapa.
Entonces,  ante la tumba de la liebre, siente la necesidad de decir alguna palabra.
- ¿Sabes, liebre amiga? Esta mañana salí de caza cuando despuntaba el sol. Como supondrás, tengo la obligación de buscar alimento para que mis aguiluchos crezcan sanos y fuertes. Así que surqué los cielos entre las altas cumbres nevadas y bajé luego al llano, en pos de alguna presa que poder llevarles. Pero andan mal las cosas últimamente y escasea el alimento. Ni un cordero perdido, ni una mísera liebre… Estaba realmente preocupada, sabes. Los hombres cada día son más voraces y cazan muchas piezas con sus potentes armas escupidoras de fuego y la ayuda de sus canes fieros. Al fin, vi que se movían ramas en un carrascal y me puse a dibujar círculos pacientemente, esperando que asomara algo en algún claro del bosque. ¡Oh, y asomó el jabalí más grande que nadie haya visto jamás, créeme! Debería haber esperado a que viniera otra presa más asequible a mis fuerzas, lo sé. Eso es lo que aconsejaba la prudencia. Pero yo, querida liebre, soy el águila más hábil y valiente que surca los cielos de esta región. Incluso puede que sea el águila más valiente que haya existido jamás. Así que me lancé rauda sobre el gigantesco jabalí, que se revolvió como un diablo al sentir mis garras sobre su lomo. La lucha fue bestial, a vida o muerte. Pero, como puedes ver, salí vencedora; aunque perdí un trozo de mi pico al chocarlo con uno de sus enormes colmillos.
Detiene el águila su relato, aspira la brisa que juega al escondite entre la umbría y las hojas, y mira a su alrededor.  Unas ramas transitan espirales en un remanso, el agua, dulce, espejea  y acarrea reflejos de azul y nube que se lleva rio abajo. Recuerda el aguila algo que la liebre ha dicho mientras ella se rascaba el chichón en la cuneta del camino: “Las cosas solas no son nada, pero tocadas por una  palabra, si es acertada, se convierten en otra cosa, en poesía…”
- Ay, liebre, amiga, cuánta razón tenías.
Son sus últimas palabras. Termina el responso.
Bate las alas de nuevo en las alturas, vuelve a sus cumbres y a su vida; pero ya no es la misma.


***

miércoles, 7 de mayo de 2014

Fantasmillas de Gea

por mi pueblo fantasmillas de gea susurran...
Fantasmillas de Gea


Es por los poros, estoy seguro. 

Me llamaréis paranoico; pero "ellos" han entrado en mí por alguna parte; y, tras pensarlo mucho, he llegado a la conclusión de que ha sido por los poros.

Fantasmillas de Gea. Hálitos de la naturaleza sin espíritu, sin alma como la que tenemos los humanos. Soplillos infernales, sin corazón que los aliente: sólo la materia vil. Eso son: mensajeros del Vacío. Han ido abriendo un agujero en mis entrañas que cada día es más y más grande, casi ya un abismo por el que en el momento menos pensado me precipitaré definitivamente; al menos, ese es mi mayor temor: despeñarme hacia dentro. 

Me estoy  haciendo materialista por los poros.